martes, julio 31, 2007

Impresiones de un ahogado

Hasta hacer pocas semanas no había tenido que “trabajar” ocho horas seguidas en una oficina. Es demasiado tiempo para entregarle a algo que, al menos en cierto grado, a uno le disgusta. Esas ocho horas, se haga algo útil en ellas o no, e independiéntemente sean continuas o con algún internedio, son francamente alienantes; aunque al final – como a casi todo – uno se termina por acostumbrar. Esto es lo tristemente peligroso de la situación. Sin embargo, aquello no sucedió con Kostas Karyotakis, poeta griego de principios del Siglo XX, que hastiado con su ordinaria vida de funcionario público, y no encontrando suficiente alivio en su “identidad secreta” literaria, prefirió despedirse con un tiro.

De Karyotakis se suele mencionar más su suicidio que sus obras literarias, acaso sólo marginalmente leídas fuera del dominio de la lengua helénica. Es precisamente dentro de la literatura griega que se le reconoce como uno de los más importantes impulsores de su modernización. Se dice incluso que, detrás de Konstantinos Kavafis, es uno de los más imitados e influyentes escritores helénicos del pasado siglo. En todo esto hay algo claro: fue su suicidio un evento definitivo, que provocó que muchos regresaran a su (hasta entonces) desatendida obra, para percatarse que efectivamente Karyotakis era “un gran poeta”, mientras otros terminaron de confirmar sus sospechas respecto a éste escritor, de “moral enferma y toscas maneras literarias”, eliminándolo sin reparos de cánones y antologías.

Kostas Karyotakis se licenció como abogado en la Universidad de Atenas, consiguiendo al poco tiempo un puesto como funcionario en la Prefectura de Tesalónica. Quizás sin quererlo el joven poeta iniciaba así su carrera de Dependiente Estatal, llegando a ser promovido a jefe de una partición ministerial destinada a la Supervisión e Instalación de Refugiados al poco tiempo. Allí comenzaba su desmoronamiento. Pagó el precio de no poder ser escritor por que las condiciones materiales (¿la necesidad de sobrevivir?) no se lo permitían. Un razonamiento simple le presentaba la - seguramente a muchos conocida - siguiente opción: Si quieres vivir no puedes ser escritor. Estaba claro a qué había que renunciar para dedicarse a las letras.

Una vez en el cargo al que se le asignó, sus actividades sindicales y profundo descontento con su posición de funcionario le costaron el traslado (casi confinamiento) de ciudad en ciudad, a provincias cada vez más remotas, en aparente penitencia por su comportamiento. Terminó dando en Préveza, un alejado villorrio rural sin interés alguno para el escritor. Castigado por el Ministro de Salud – con quien mantenía una relación de mutuo desagrado – el poeta, atrapado en la aldea, se hundía en un estado depresivo ya incontrolable.

Pero lo que le liquidó no fue solamente el aburrimiento absoluto. Lo que tuvo sobre él un efecto progresivamente catastrófico fue un ambiente laboral - el de las esferas públicas - poco distinto al que se encuentra (o encontraba hasta hace poco) en cualquier oficina estatal boliviana, o del país que usted prefiera. La corrupción, el clientelismo transformado en inseguridad laboral, la holgazanería sistemática, una mediocridad campante amparada por favores políticos y la amoralidad permanente, entre colegas alternativamente rastreros o intrigantes según conveniencia, golpearon con toda la fuerza de su miseria a Karyotakis. Precisamente poemas como "Funcionarios Públicos" capturan su desazón irónica frente a esta situación.

Claro que éste no fue el único tema que trabajó en su obra. El griego construyó, bajo la influencia de Kavafis, poemas cercanos en su forma a la balada o el soneto – muy enraizados en la tradición helénica. Si bien no fue un gran reformador en ese campo, su manejo del lenguaje sí resultó muy particular. Es cierto que sus más notables poemas los escribió en lenguaje griego coloquial; pero Karyotakis intercaló con ellos algunos otros, escritos en la versión “culta” del idioma, un híbrido léxico empleado generalmente en documentos oficiales y textos académicos (¿en otra consecuencia de su roce burocrático?), lo que le permitió alcanzar una gran singularidad en su expresión.

Temáticamente encontramos en Karyotakis el uso de figuras que parecen compuestas por combinaciones de expresionismo y naturalismo. Modernista por asimilación, su coqueteo con el Thanatos y el dejo existencialista de sus poemas contrastan con una capacidad ironizante admirable. Hay críticos que leen en su poética, desesperanzada pero satírica - y acaso la más representativa de la poesía griega de la década del veinte - el mejor trabajo por capturar el espíritu de una generación vencida.

Sin embargo, la anterior afirmación es cierta a medias; pues si bien la época en la que escribió Karyotakis coincidía con el periodo posterior a la derrota griega en las Guerras Balcánicas, y precisamente los numerosos desplazados que provocó aquel enfrentamiento estaban a cargo del Departamento que el escritor dirigía, una lectura minuciosa de su obra demostrará que al poeta sólo le interesaba expresarse sobre temas personales; cualquier otro nexo con su tiempo apenas roza el grado de lo inevitable. Con todo, la denuncia de una migración mentirosamente promisoria, corporizada por la Estatua de la Libertad, una figura que encontramos en el poema A la Estatua de la Libertad, que ilumina el mundo, nos muestra a un hombre que estaba lejos de ser indolente frente a su realidad.

Nuevamente hablando del poeta, las crónicas literarias griegas hablan de un “Efecto Karyotakis”, pues tras la muerte del autor muchos encumbraron su poesía, y hasta hubo quienes quisieron imitarlo en el suicidio. Pocos saben que tal acto extremo pudo muy bien haber sido más estimulado por el temor a la locura ocasionada por la sífilis, que contrajo el poeta un par de años antes de su muerte y que había visto cómo (muy avanzada) enloquecía a un amigo suyo - todo en días anteriores al descubrimiento de la penicilina - en una degradación progresiva que deseaba evitar a toda costa Karyotakis. Así es que, el que calza perfectamente con el prototipo del poeta atormentado, probablemente se autoeliminó por razones absolutamente mundanas. De cualquier manera, su balazo debió haber servido al menos para desportillar el parnasianismo entonces imperante en las esferas académico-literarias helénicas, abriéndole los ojos - al factotum rígido en el que suele convertirse tal órgano- a esta generación “ahogada” y sus letras.

Algo que no se le puede quitar a Karyotakis es una muerte completamente en su ley. El mismo poeta que creía merecer París y que terminó vencido por la campechana Préveza, se dio el lujo de despacharse como él quiso. Que el destino le haya jugado la póstuma humorada de otorgarle el título de "El poeta de Préveza" es un detalle de humor negro que ribetea esta historia, cuyo final escribió el mismo Karyotakis. El 20 de julio de 1928 el poeta trató de ahogarse en el mar; no lo consiguió pues era demasiado buen nadador y, tras diez horas de lucha, desistió. Al día siguiente se compró un revolver, pasó la tarde fumando en un café y, al atardecer, en un muelle cercano, se disparó. En su bolsillo encontraron una nota que sólo él, Kostas Karyotakis, pudo haber escrito, atormentado pero irónico hasta el final:



“(…) Después de aprobar todos los placeres, estoy listo a morir indignamente. Lo siento solamente por mis desgraciados padres, por mis hermanos. Pero me voy con honor.”

“P.D: Y para cambiar de estilo. Aconsejo a quienes pueden nadar bien no tratar de suicidarse en el mar... En el futuro prometo escribir las impresiones de un ahogado.”




martes, julio 24, 2007

Especial Monterey International Pop Festival 1967 - 2007



Celebrando el “Verano del Amor” (en estas latitudes atravesamos quizás la parte más cruda del invierno, pero es un decir festivo), aprovechamos para conmemorar este gran acontecimiento, sintiéndonos acaso un poco hippies y conectados con este movimiento, iniciamos una serie de homenajes a este acontecimiento cultural que se ha convertido en verdadero quiebre paradigmatico en lo que se refiere a la música en el siglo XX, a los movimientos contraculturales (y luego la cultura pop) e incluso abriendo el camino a los jóvenes como actores socio-culturales (cosa que todavía intentamos ser hoy).

En un nuevo "crossover" con La Ramona, el suplemento cultural del periódico Opinión de Cochabamba y el programa radial "La Música Que Escuchan Todos", comenzamos esta serie de artículos, que irán extendiéndose en el tiempo hasta el 21 de Septiembre, cuando celebrando la primavera austral y también recordando el Verano del Amor, ya de manera directa y cerrando esta serie de homenajes (planeamos siete ejes temáticos, pero estamos abiertos a sugerencias), tendremos un nuevo "gran especial", mientras tanto artículos cortos varios servirán de "Hoja de Ruta" en este fascinante viaje al pasado.

Pero ahora, además de recordar con un par de artículos el Monterey International Pop Festival, podrá escuchar una hora con lo mejor del Monterey Pop en el programa que le dedicamos en “La música que escuchan todos” (aquí), leer otros textos complementarios y de apoyo en la web de la Ramona o escuchar una selección condensada con lo mejor del Festival, haciendo clic en los enlaces de abajo, enfocados básicamente en cada una de las tres jornadas, con galerías de media hora que podrá escuchar mientras lee o descargar a su ordenador. (Los archivos tienen un tamaño promedio de 25 Megas, que no es mucho para 128 kbps y cerca de 45 minutos cada archivo).

Jornada 1: Viernes por la noche – Sábado por la tarde

Viernes
The Association – “Windy”
Lou Rawls – “Love is a hurtin’ thing”
Lou Rawls – “Dead end street”
Eric Burdon & The Animals – “San Franciscan Nights”

Sábado
Canned Heat – “Rollin’ and Tumblin’ ”
Canned Heat – “Bullfrog Blues”
Country Joe & The Fish – “Not so sweet Martha Lorraine”
Big Brother & The Holding Company – “Down on me”
The Butterfield Blues Band – “Look Over Yonder Walls”
The Steve Miller Band – “Mercury Blues”
The Electric Flag – “Groovin’ is easy”
The Electric Flag – “Wine”
Escuche en vivo mientras lee (aquí)
Bájese el archivo (aquí)

Jornada 2: Sábado por la noche – Domingo por la tarde

Sábado
Hugh Masekela – “Bajabula Jonke (Healing Song)”
The Byrds – “Renaissance Fair”
The Byrds – “Hey Joe”
The Byrds – “So you wanna be a rock’n’roll star?”
The Blues Project – “The Flute Thing”
Jefferson Airplane – “Somebody to love”
Jefferson Airplane – “The other side of this life”
Booker T & The MG’s – “Booker-Loo”
Booker T & The MG’s – “Hip Hugh-Her”
Otis Redding – “Shake”
Otis Redding – “Satisfaction”

Domingo
Ravi Shankar – “Dhun: Fat Teenthal”

Escuche en vivo mientras lee (aquí)

Bájese el archivo (aquí)

Jornada 3: Domingo por la noche

The Who – “Happy Jack”
The Who – “Summertime Blues”
The Who – “My Generation”
The Jimi Hendrix Experience – “Killing Floor Blues”
The Jimi Hendrix Experience – “Purple Haze”
The Jimi Hendrix Experience – “Like a Rolling Stone”
The Jimi Hendrix Experience – “Can you see me?”
The Mamas & The Papas – “Straight Shooter”
The Mamas & The Papas – “California Dreamin’ ”
The Mamas & The Papas – “Monday, Monday”
Scott McKenzie – “San Francisco (Be sure to wear flowers in your hair)”
The Mamas & The Papas – “Dancing in the streets”


Escuche en vivo mientras lee (aquí)

Bájese el archivo (aquí)
Una hora con lo mejor del "Monterey International Pop Festival" en La Música Que Escuchan Todos.
Escuche en vivo mientras lee (aquí)

Bájese el archivo (aquí)

La consagración de la primavera


Hace algo más de cuarenta años en el campo de Monterey, California, amanecía distinto. No solamente a causa de la infinitamente menor cantidad de polución ambiental, sino a un año en el que una puerta cósmica se derribó, en el que los hippies creyeron que podían hacer realidad todo lo que imaginasen, un año en el que la música que trasformó al mundo se estaba también ella transformado. Comenzaba el Flower Power, la psicodelia se apoderaba del mundo, amanecía el Verano del Amor.

Si se considera el lanzamiento del Sgt. Pepper’s de los Beatles como el inicio “oficial” de esta era, un evento concurrente y que ocurrió apenas semanas después fue el Monterey International Pop Festival, el primer gran concierto de rock de la historia, celebrado entre el 16 y el 18 de junio de 1967 y que reunió a las mayores estrellas de esos días, sentando las bases para futuros eventos multitudinarios, de varios días de duración y con la participación de gran cantidad de artistas, de los más diversos géneros musicales. Si bien es cierto que otros festivales como el de Woodstock opacan al de Monterey en la memoria popular, éste fue el primero y más significativo histórica y culturalmente, además de representar efectivamente los ideales del Flower Power, ya cooptados para 1969 – año en que se realizó Woodstock.

En 1967 el rock ya había “madurado” y se consolidaba como una expresión artística a tomar en cuenta. Lo que comenzara como una moda bailable acaudillada por Elvis o Bill Haley, y que aparentaba ser pasajera, peleaba al cerrar su primera década de vida con el jazz por la posta de la vanguardia musical. Así fue que, si el jazz, el folk y el blues tenían acogida en festivales de renombre como el de Newport, era hora de que la música popular pudiese también participar en este tipo de eventos. La anunciación se había dado con el – cuando menos legendario – arranque “eléctrico” de Bob Dylan en el Newport Folk Festival de 1965; con un 1966 lleno de obras maestras de la música popular, pues 1967 tenía que ser el año de la consagración definitiva del rock como lenguaje universal de esta revolución. (Nótese que nos concentraremos en la música psicodélica, el rock ácido y el florido sonido californiano antes que en otros movimientos temporalmente paralelos, mas divergentes en lo musical)

Si bien el Monterey Pop comenzó a gestarse como algo corporativo, inspirado en el pequeño Festival de Jazz de Monterey, apuntando a un concierto "común y corriente", en el que The Mamas & The Papas serían el acto principal de un ensamble rockero nada fuera de lo común, al presentársele la propuesta a los músicos, estos decidieron “comprar la idea” y se apoderaron del Festival. Tenían una visión mucho más amplia e interesante. John Phillips, líder de la banda, contactó a su productor Lou Adler y con este se unieron a Derek Taylor –publicista de los Beatles– para diseñar el concepto. Sería un gran concierto, internacional, gratuito y de beneficencia, a realizarse en la pequeña ciudad de Monterey. Sonaba imposible, pero en el Verano del Amor pocas cosas lo eran, y lo que deseaban los músicos era tomar control de la brújula de la música popular, que había sido dejada girando por el efecto Sgt. Pepper’s y que tocaba ahora a ellos reorientar.

Así fue que se sumaron al comité organizador celebridades como Andrew Loog Oldham, Donovan, Mick Jagger, Paul McCartney, Roger McGuinn, Johnny Rivers, Paul Simon, Brian Wilson, Smokey Robinson y algunos otros individuos poco menos famosos, que harían de financiadores del evento. John Phillips y este directorio se encargarían también de elegir cuidadosamente a los músicos participantes, juntando a artistas de la bahía californiana con los del sur del estado – por entonces recelosos unos de los otros, si no enfrentados - más algunos invitados ingleses y hasta un par de embajadores de Africa y la India. Con gran tino se apostó por músicos de diversos estilos, también emparejando en la cartelera a grandes nombres con debutantes, muchos de los cuales se ganaron importantes contratos discográficos o vieron su carrera dispararse tras su presentación al “gran público” desde el escenario del Monterey Pop. Queda la anécdota que, eligiéndose los músicos que participarían en el concierto, Jimi Hendrix, a la postre rey histórico del festival, fue incluido sólo tras mucha insistencia de Paul McCartney y bajo la “garantía” del notorio Pete Towhnsend. No imaginamos cómo se recordaría a este Festival de haberse apostado "a lo seguro", eliminando así la posibilidad de contar con actuaciones que definieron las carreras de ídolos del sesenta - caso Hendrix o Joplin.

Entre los grandes ausentes –para ver a los ilustres participantes refiérase al recuadro que aparece más arriba– estaban los Beatles (retirados de las giras desde 1966), los Stones (con sus visas canceladas por problemas con las drogas y la ley), Captain Beefheart (declinaron la invitación ante las dudas de su guitarrista Ry Cooder, que no sentía preparada a la banda), Bob Dylan (convaleciente y recluido luego de un casi mortal “accidente”, aunque grababa sus excelentes Basement Tapes, el bardo andaba ya en otras cosas por aquellos días, pensando más en madera que en mercurio) y los Beach Boys (que cancelaron inexplicablemente su asistencia a último momento, entre pugnas internas por la desastrosa grabación del SMiLE, enfrentados internamente con su líder y co-organizador del evento Brian Wilson o incluso distanciados y temerosos de la reacción del público ante una banda considerada “demasiado pop”, viejos interpretes de un surf rock poco amigable a oídos hippies). Pero esto no era algo que se pudiese lamentar, pues facilitó la emergencia de grandes bandas y artistas como The Who o la misma Janis Joplin, como hemos dicho.

El impresionante despliegue logístico que se realizó para el evento (¿cosa rara proviniendo de un puñado de hippies?) aseguró su éxito, pues además de tratar a los artistas con gran dedicación (por primera vez se ocupó la organización de proveerles alojamiento, transporte al evento, alimentación y otras comodidades), se dispuso también una curatoría de arte a cargo de Tom Wilkes (diseñador del afiche que nos sirve de portada) para poder fomentar otras expresiones artísticas en predios del evento, se habilitaron también servicios médicos para evitar “accidentes con las sustancias” y hasta el sonido instalado en el descampado era lo más avanzado que existía en esos días. Recordemos que este fue el primer concierto en ser filmado como un documental, tarea que correspondió al notable D.A. Pennebaker, gracias a lo que contamos hoy con abundantes registros fílmicos y sonográficos - y de gran calidad - del evento. Cuesta creer que la entrada nominal haya sido de un dólar, y que los músicos hayan tocado gratis – exceptuando al Maestro Shankar- pues en nuestros días de amor al "vil metal" esto resulta impensable, o que el consumo de drogas haya estado a orden del día, sin provocar por ello desorden alguno. Tenemos suficiente nostalgia para pensar que este estado ideal de organización humana es lo más cerca que ha llegado el hombre a la perfección. Ni Kant, ni Rosseau, ni siquiera esa Biblia.

El uso de canales de promoción “alternativos”, como la FM, que era por entonces el órgano comunicacional de la revolución, permitió que este evento sirviese como una epifanía para la comunidad hippie, que se hizo ver en su total magnitud por primera vez en aquella ocasión (exceptuando el Gathering of the tribes de enero del 67, claro). Fue este el mejor medio para difundir su ideología, dejando como maravillosa postal que 200 mil personas pudieron convivir tres días sin ocasionar una sola muerte o incidente. Los mismos policías del condado, en principio alarmados por la magnitud del evento, se dejaron obsequiar flores y admiraron la bonhomía de los melenudos visitantes.

A pesar del gran ejemplo que dio esta gigantesca concentración, apenas el último hippie hubo abandonado el campo donde se realizó el festival, la alcaldía de Monterey se apresuró en prohibir cualquier evento que pudiese reunir a más de 2 mil personas en el lugar. Con esto cerraban la puerta a cualquier posible intento de reeditar festival, que originalmente se esperaba fuese anual. El vertiginoso final de década para casi todos los artistas implicados tampoco contriobuiría a la organización futura de eventos similares.

Tom Wolfe dice que sí te acuerdas de los sesenta es porque no estuviste allí. Algo que contradice la gran cantidad de fuentes documentales dedicadas al periodo. Excavando en ellas podemos descubrir que antes de este festival ya se dio, en el mismo Monterey, un “pequeño gran concierto” auspiciado por una FM local y que contó también con varias bandas de esta guisa (The Doors, Jefferson Airplane o The Byrds); claro que no tuvo la resonancia del Monterey Pop, que no solamente probó ser el máximo evento organizado por la generación del amor, sino que encontró su extensión natural en el (ya algo decadente) Woodstock Festival del 69 y descubrió su pavorosa contracara en el desastrado Festival de Altamont, también aquel año en el que se cerraba el ciclo iniciado por el Verano del Amor.

El Monterey Pop marcó la mayoría de edad (the coming of age, diríase en inglés) de un movimiento capaz de autogestionar su evolución y de marcar senda en más de un sentido. Eventos como el Coachella o Glastonbury de nuestros días, tan lejanos del Monterey Pop como se sienten, no serían posibles sin este precursor. Al menos esa debe ser la aportación de aquel maravilloso fin de semana en el que, arrobados por la música, vivimos la consagración de la primavera.


(Tipis en un Campamento hippie cerca de Monterey Pop)


N. del E. : Como les decíamos más arriba, comenzamos aquí este viaje hacia el Verano del Amor. Están invitados a seguir cada una de estas siete entregas especiales (no secuenciales y tan periódicas como el "tiempo disponible" y el interés - suyo y nuestro - lo permita). Recuerden que podrán escuchar el Monterey Pop, en el programa de "La Música Que Escuchan Todos", o Haciéndo Clic Aquí. Gracias por seguirnos y esperamos nos acompañen durante este fascinante viaje de descubrimiento hacia un pasado maravilloso. Ah, no olviden traer flores en el cabello.

Había una vez en Monterey...

No deja de haber algo de ironía en dedicarle un homenaje a un festival al que no se ha asistido. Sin embargo, lo que nosotros planteamos hacer – antes que reseñar directamente un festival al que apenas nos acercamos por las grabaciones y testimonios disponibles, restringidos ya por la distancia temporal – es conmemorar un evento histórico, un acontecimiento cultural que (con el año 1967, en el que se desarrolla) parte en dos la historia del rock.

Por supuesto, tal relevancia no se habría alcanzado sin un desempeño musical de extraordinario nivel, como el que se vio durante estos tres días en California. Así que ahora, entrelazándonos con la letra de la canción “Monterey”, compuesta por Eric Burdon de The Animals, en homenaje al festival, apostillamos algunos de los momentos más altos de este gran concierto, hito absoluto en lo que respecta a presentaciones en vivo (de estelares alineaciones, dicho sea de paso). Comencemos entonces este viaje, que se escucha mejor que se lee, o que puede escuchar mientras lee aquí.



The people came and listened
Some of them came and played
Others gave flowers away
Yes they did
Down in Monterey
Down in Monterey




(The Association)



El primer día del evento, viernes 16 por la noche, comenzó con algunas bandas que si bien tenían cierto caché en aquellos días, no han trascendido con la misma fuerza que los “reyes del festival”. Léase esto con mucha precaución, pues The Animals o Simon & Garfunkel (quizás los "estelares" de esta jornada) no son poca cosa.

En la apertura The Association propuso un pop-rock con tintes folk calidamente recibidos por el público, The Paupers – canadienses que tenían el cartel de “la próxima gran cosa desde los Beatles” – se ahogaron entre fallos y una presentación poco memorable, Lou Rawls ofreció un agradable acto soul en el que exhibió su gran talento vocal, acaso escorado hacia la escuela lounge, y luego Eric Burdon & The Animals pasearon su rythm & blues versión inglesa con una previsible gran calidad. El cierre correspondió al dúo de cantautores folk Paul Simon y Art Garfunkel, muy famosos por entonces pero que no figuran en los compilados lanzados recopilando el evento a causa de derechos y problemas legales. Con mucho sentimiento folkie - acústico y de rock melódico - concluía una primera noche que guardaba la pirotecnia, ofreciendo un aperitivo más bien calmo.



(Simon & Garfunkel)




Young gods smiled upon the crowd
Their music being born of love
Children danced night and day
Religion was being born
Down in Monterey




(Big Brother & The Holding Company + su cantante femenina)



La actuación del sábado por la tarde se había programado con bandas orientadas al blues, algunas de ellas ya embebidas en la movida psicodélica, por lo que era de esperar sesiones instrumentales prolongadas, con virtuosos solos pentatónicos. Contra todo pronóstico la tarde se la robaría una grandiosa tejana que casi se deshacía en nervios antes de entrar al escenario, al que subió siendo “sólo” la cantante de los Big Brother & The Holding Company, y del que se bajó como Janis, la Reina.

Micrófono en mano, Joplin enamoró a todos los afortunados presentes. Pocos la habían escuchado antes del festival y el despliegue increíble que demostró esa tarde hechizó al mundo, que no pudo olvidarla más. Mama Cass Elliott, otra gran vocalista, quedó literalmente boquiabierta durante su interpretación de “Ball & Chain”. Nadie había cantado con tanta intensidad antes. Arrastrados por Janis y su incontenible caudal de emociones, esa tarde nació un nuevo culto en torno a ella, culto del que finalmente fue víctima expiatoria.



(Queen Janis)




The Byrds and the Airplane
Did fly
Oh, Ravi Shankar's
Music made me cry




(Jefferson Airplane)



Esa noche, todavía arrebatados por la transfiguración de la Reina Janis, Jefferson Airplane, con una grandiosa Grace Slick, alzó vuelo dentro de los límites expectables y sus himnos psicodélicos resonaron con fuerza al calor de decenas de miles de personas. The Byrds, otros de los estelares de la noche, cumplieron con el público y hasta se animaron con un jam con el trompetista sudafricano Hugh Masekela.

Pero esperaba un cierre a máxima altura. Otis Redding, entonces casi un desconocido, debutaba frente a una audiencia mayoritariamente blanca y perteneciente a la “Generación del Amor”. El soul energético de Redding conectó de manera impredecible con el público, y su derroche de energía sobre el escenario se recuerda como un hito del soul “en vivo”. Con gran tristeza hay que lamentar que el, entonces encumbrado Redding, muriese pocos meses después de su deslumbrante presentación, sin terminar de consagrarse.




(Shaking it at Monterey, with Otis Redding)




The Who exploded
Into fired light (yeah)
Jimi Hendrix, baby
Believe me
Set the world on fire, yeah!



(The Who)


Tras un domingo por la tarde en el que el maestro Ravi Shankar tocó el sitar durante toda la tarde – en una decisión que probó ser excesiva – comenzó la última jornada del festival. Una segunda dosis de Janis Joplin y los sublimes folk rockers de Buffalo Springfield abrieron paso a una “guerra de bandas” entre dos monstruosos guitarristas.

Habiendo decidido “a la moneda” quién iría antes de quién, The Who venció y consiguió tocar antes de Jimi Hendrix, quién bajo la influencia de los potentes alucinógenos de Owsley Stanley – anecdóticamente llamados “Purple Haze” – los había amenazado con desplegar todos sus trucos, y nadie quería tocar después suyo. Vaya si Jimi cumplió con su amenaza.

Pero antes, The Who asaltó el escenario con toda la furia mod que los caracterizaba. Enfrascado en un personal duelo con Jimi, Pete Townshend ofreció una de sus más ruidosas y distorsionadas actuaciones. Convertidos en una demoledora de hard rock, los ingleses encendieron el escenario y arrasaron con todo. Una muralla de sonido construida por la mágica amalgama de Keith Moon y John Entwinstle protegió a un gran Roger Daltrey, que gozaba de sus mejores días y cantaba con autoridad. Este hubiese sido un soberbio cierre de festival, pero todavía faltaba el Rey.

Como bomberos para extinguir el fuego salieron al escenario los Grateful Dead, veteranos de los Acid Tests que limpiaron el ambiente con sus jams psicodélicos, tendiendo la alfombra roja para que Brian Jones presentase al Rey del Festival: Jimi Hendrix.

Aún en pleno viaje alucinógeno y determinado a opacar a Townshend, al tiempo que se presentaba al gran público americano por primera vez, Hendrix invitó a los casi 200 mil presentes a atestiguar la muerte (y posterior renacimiento) del rock.

Con una intensidad que escapa a la comprensión (estirándose desde lo arcádico hasta lo sexual) y que obligó a escapar del evento a Ravi Shankar, horrorizado por la impúdica forma en que Jimi trataba a su instrumento, Hendrix deslumbró con todo su arsenal: tocó la guitarra detrás de su espalda, recostado en el piso, con los dientes… citó a Bob Dylan y explotó el feedback más allá de la distorsión humanamente alcanzable, abriendo nuevos caminos con cada acorde. Con su “Wild Thing” – actuación que merece en sí un estudio completo – que incluyó el ritual sacrificio de su guitarra, una redención por el fuego, Jimi empujó las posibilidades de la guitarra como instrumento, y del rock como expresión musical, por encima de los límites conocidos hasta entonces.

(Jimi Hendrix, pasíon y muerte del rock&roll y redención por el fuego)


Three days of understanding
Of moving with one another
Even the cops grooved with us
Do you believe me?
Yeah!



(The Mamas & The Papas)


El gran final estuvo a cargo de The Mamas & The Papas, que ofrecieron una fenomenal actuación, llena de armonías etéreas y coros demasiado perfectos para una banda que – inmiscuida en la organización del festival – no ensayaba en tres meses. Además de sus éxitos infaltables, sorprende su guiño al sonido Motown con un cover de Martha & The Vandellas y su canción "Dancing in the Streets".

Scot McKenzie, intercalando con los Mamas & The Papas, cantó la proclama definitiva del Verano del Amor con su himno “San Francisco”; pero luego de la tormenta desatada por Hendrix, que le arrancó la cabeza a todos, para ponerle una nueva, es dificilísimo imaginar qué podría haberle arrebatado de la memoria popular como broche de oro del Monterey International Pop Festival.

Y así concluyeron tres días de excelente música y sorprendente paz, espíritu que capturó Burdon en su canción “Monterey”, con la que cerramos este homenaje, impregnado de un ideal musical y humano que parece cada vez más lejano.



If you wanna find the truth in life
Don't pass music by
And you know
I would not lie
No, I would not lie
Down in Monterey





sábado, julio 14, 2007

Perdidos En Berlín

Hace treinta años David Bowie, con la ayuda de Robert Fripp, Brian Eno e Iggy Pop, lanzaba desde Berlín una trilogía de discos que se convertirían en pieza fundamental para la historia de la música, debido a que estos iban a ser el eslabón entre el krautrock netamente alemán y la experimentación internacional, logrando así los primeros ejemplos del synth rock, electro pop, música ambiental e incluso rock industrial a finales de los setenta.

Pero ¿Por qué Berlín? ¿Qué tiene de bueno una ciudad que marca la división física de las dos potencias enfrentadas en aquel tiempo? Para David Bowie e Iggy Pop la respuesta era simple: encontrar tranquilidad, escapar de los excesos y trabajar a pleno en un nuevo disco. De hecho, Iggy lanzó su primer disco solista The Idiot en Berlin, y luego el Lust For Life, siendo también participe y testigo de lo que hicieran Eno, Fripp y Bowie juntos. Por su parte, Eno y Fripp fueron allá en búsqueda del característico sonido que era producido en Alemania por entonces (krautrock), para experimentar con él y así poder exportarlo al resto del mundo.

David Bowie huyó de Los Angeles porque se encontraba en una situación terrible. Su adicción a la cocaína lo consumía y estaba a punto de separarse de su esposa, finalmente la fama lo había hastiado. David comprobaba en carne propia que estar bajo los reflectores puede acabar con una vida fácilmente. "No le desearía la fama ni a mi peor enemigo”, diría mucho después. La condición limítrofe de Berlín dispararía en él otros apetitos.

Así es como el Duque Blanco comenzó su éxodo. Primero pasó una breve temporada en Suiza, y luego en Francia, en desintoxicación creativa y trabajando en lo que sería la primera mitad del Low. La otra mitad la concluiría en Berlín, con la participación de Eno y con la producción de Tony Visconti, mente maestra tras la producción de la Trilogía de Berlín.

Para 1977, Alemania, Berlín y el mundo, se encontraban divididos en dos. El alguna vez país de floreciente arte había dejado de existir hace mucho y la misma nación era casi ilusoria en su existencia. La mayoría de sus pensadores y artistas habían emigrado o pasado a mejor vida, y el esplendor de mentes como Jung, Lang, Benjamin o Bretch se vio opacado por la nube de muerte y destrucción que azotó a la Europa de posguerra.

Pero, a pesar de las adversidades causadas por la Cortina de Hierro, comenzaban a erguirse nuevos movimientos artísticos en el país. A principios de los sesenta Alemania volvía a estar a la vanguardia, esta vez gracias a los sintetizadores. La música electrónica daba sus primeros pasos. Junto con esta, el krautrock ganaba renombre, siendo únicamente Alemania el lugar donde se daba esta mezcla entre sonidos sintetizados en una máquina y rock de avanzada, mezclados en una poderosa conjunción amorfa, que a la larga iba a ser fundamental para el rock en los siguientes treinta años. Quizás tal cosa solamente era posible en Berlín.

Es por eso que “hipnotizados” por ese sonido, Brian Eno y Robert Fripp viajaron hasta Alemania para buscar a los productores de bandas como Can, Kraftwerk Neu! o Popol Vuh, para trabajar con ellos y así “aprender” a lograr esa mezcla perfecta entre rock y electrónica. Desafortunadamente ningún productor accedió a trabajar con ellos y los geniales ingleses terminaron desahuciados, librados a su suerte.

Mientras todas las puertas se les cerraban para Eno y Fripp, Bowie se encontraba extasiado de estar en un lugar como Berlín. La presión, los excesos y la fama se habían quedado en Los Angeles. Aquí David frecuentaba galerías de arte y bares, disfrutaba de la arquitectura y la moda, además que pintaba y componía como no lo había hecho en años. David Bowie debía terminar el disco que dejó incompleto en Francia, su excesiva creatividad lo demandaba. El encuentro con el dúo de ingleses fue una fortuita y feliz coincidencia espaciotemporal.

La primera parte de la trilogía berlinesa fue el Low (lanzado en enero del 77), demostrando la experimentación que Eno y Bowie abrazaban. El disco es un “subibaja” en franca búsqueda de nuevos sonidos, que van desde las guitarras angulares de “Be my wife” hasta el brutal paisajismo minimalista de “Warszawa”.

Este disco fue producido –al igual que el resto de la trilogía- por Tony Visconti. Los trazos más pop y rítmicos se deben a él, mientras la ambientalidad acongojante corre a cargo de los teclados y arreglos de Brian Eno. La técnica de grabación desarrollada por el equipo fue muy avanzada y singular. Ritmos procesados por máquinas alienantes, bases minimalistas llevadas al extremo, la ausencia de voces cuando parecerían indispensables, etc. Entre el uso de umbrales de sonido – con tres micrófonos instalados uno más lejos del otro, contra una pared, activados a distintos volúmenes de registro cada uno y todos en secuencia, creando así una reverberación natural y amplísima – o la composición disociativa que emplearon en las letras, probarían estar muy por delante de otros músicos.

Para la segunda parte, el disco Heroes de finales del 77, se uniría a la grabación Robert Fripp, quien aportó con las bases de guitarra y las consabidas frippertronics. Este álbum quizás representa la máxima conjunción entre guitarra y sintetizador. Un ejemplo “ilustrado” de ello es el tema “Heroes”, que cuenta con un recordadísimo y épico riff de guitarra reverberante de Fripp, las bases de sintetizador de Eno como ecos infinitos rebotando contra un muro y la afectada voz –adulterada con la formula de los micrófonos triples- de Bowie. Además, el Heroes quedaba como la muestra de un nuevo sonido arduamente trabajado por todos los que se vieron envueltos en la grabación, representando mejor que ningún otro disco el espíritu que impulsó esta colaboración.

El Lodger (1982), última pieza de la trilogía, contó nuevamente con la participación de Eno y con la producción de Visconti. Aunque el disco ya no era tan “alemán” como sus antecesores, porque algunas partes del mismo fueron grabadas en Suiza y Nueva York, y se noten los 5 años transcurridos respecto a los otros dos, el Lodger cierra la trilogía con notas similarmente llamativas. Con este trabajo Bowie concluía su colaboración con Eno y Visconti, abandonando también su extrañamiento curativo, pues con la nueva década el gran camaleón apuntaba hacia el new wave con gran olfato, retornando al ojo público.

Al final de la estadía, cual en didáctica historia, todos habían aprendido algo nuevo y era hora de retornar a los caminos particulares; aunque siempre quedaba la experiencia de haberse encontrado con un sonido y una nueva manera producir los discos en un pequeño estudio, a pocos pasos de un puesto de guardias rusos que controlaban el ingreso al otro lado de la ciudad, a la sombra del Muro. El exilio había resultado muy favorable a Bowie, quien no había podido encontrase consigo mismo en Los Angeles, rodeado de tantas distracciones. Una estadía en el lugar más triste y socialmente golpeado por las circunstancias políticas del momento – exceptuando la Inglaterra del albor punk – había servido de inspiración para un genio que se encontró casualmente con otros genios y que juntos grabaron quizás los discos más importantes de los setenta, todo esto ante la sombra de un muro que comenzaba a caer.


domingo, julio 01, 2007

Pesos Pesados (jazz para las masas)


Que el taller teatral de la universidad más costosa y elitista del país haya presentado una obra de Raúl Salmón, hace un par de semanas atrás, es sin duda extraño. Habrá quien, aun pecando de iluso, busque en ello algún sentido. El pasado jueves, en el Centro Simón I. Patiño, el prestigioso elenco del Teatro de los Andes daba inicio a sus actuaciones en Cochabamba, presentando "120 kilos de jazz", una obra unipersonal, de corte cómico, basada en un relato escrito por César Brie hace algunos años, y adaptado al teatro por Daniel Aguirre, quien también interpreta la obra. Esto tampoco es del todo común: el grupo de Yotala presentando una comedia ligera y de tonos populares. Mutatis mutando, el teatro, en uno y otro caso, nos sorprende por temas y contradicciones.

Comencemos aclarando que "120 kilos de jazz" no me gustó, lo que no quiere decir que haya carecido de la calidad usual del Teatro de los Andes, ni mucho menos. Tal vez ése es, parcialmente, el problema. César Brie y su talentoso equipo mantienen las expectativas demasiado altas, y que yo no haya podido disfrutar de su más reciente producción no quiere decir otra cosa que el problema debe ser mío, pues hay cientos de personas que podrán alabar la obra, con razones propias, seguramente valederas ¿No es así? Advertidos de una opinión divergente, podemos comenzar a tocar algunos puntos que, personalmente, considero pertinentes.

Daniel Aguirre es el versátil actor que se pone en las macilentas carnes del Gordo Méndez, un obeso personaje condenado al desdén de una sociedad obsesionada con mujeres hiperdelgadas, de plásticas maneras, y hombres de quijada tan cuadrada como su espalda trabajada en gimnasio. Y El Gordo, como es de esperarse, ama –desde el silencio y tan tímidamente escondido como su robustez lo permite– a una preciosa señorita de “clase media-alta” (que es hoy algo así como el nuevo lumpen, permitiendome la digresión), y que, es lógico, jamás se va a fijar en él. La celebración de una exclusiva e importante fiesta servirá de pretexto para que Méndez encuentre una forma de escabullirse dentro, al no poder contar con una invitación. El resto, casi una sucesión de chistes, nos lo contará el narrador desde el entarimado de su cuerpo, con gran vitalidad, y al finalizar los cincuenta minutos de hiperkinesis y carcajadas sabremos cómo puso El Gordo su talento de contrabajo humano a su servicio, y si es que finalmente pudo, o no, conquistar la gracia de su doncella.


Hay que recordar que 120 kilos de jazz es un monólogo. Es importante apuntarlo puesto que Aguirre presta su cuerpo, rostro y voz a un puñado de personajes muy distintos, con una soltura y eficacia sorprendentes. La gruesa humanidad de Méndez, el garbo porteño de El Flaco, las “chingonas” evoluciones de unos mariachis devaluados y algunos otros personajes más, son recreados por el actor casi de la nada. Su virtud para narrar una acción tan profusa con recursos tan escasos es sorprendente. Lo lamentable fue que, a momentos, Aguirre no manipulaba el “switch” de personajes a tiempo, y terminábamos escuchando al narrador hablando como El Gordo, o al director de orquesta como un mariachi agauchado. Entre ese problema y una de las más tristes parodias del estereotípico “argentino melancólico y vividor” que haya visto, la interpretación flaquea un poco (no pun intended); aunque la gran proeza física de Aguirre para “engordar” lo suficiente y encajar en el abultado vientre del Gordo, o para transmitir el juguetón dinamismo del texto, es admirable, salvando cualquier pequeña imperfección.

"120 kilos de jazz" no solamente debe representar un reto histriónico para Aguirre, quien demuestra por demás su capacidad para la actuación física. Su imitación del contrabajo humano es memorable y queda perfectamente sincronizada con una coordinación musical impecable. La elección de las piezas que versiona El Gordo, con maromas y gesticulaciones cercanas a las de un sapo en electro-shock, y el sonido de un fuelle sincopado, es más que correcta para cumplir los propósitos escénicos y generar la avalancha de risas pretendida. Se nota ahí una conocedora mano, pues el uso de la música no es ni de lejos incidental, sino casi protagónico. Trabajo coordinado que corresponde a Aguirre (que seleccionó la música), Gianpaolo Nalli (el gordo "original", que además de ser el gestor moral de la obra que inspira, también prestó la fonoteca de donde terminó saliendo la música) y al director y autor del texto, "La jam session de Méndez", César Brie.

En cuanto a lo temático, la enternecedora premisa de la obra me parece demasiado ligera para significar algo. Quizás no hace falta, esta es una “simple comedia”. Lo mismo sucede con el par de “apuntes críticos” que se cuelan en la obra. Sí, la clase media es (auto)racista. Pero eso es algo que todo el mundo sabe, hasta la misma clase media. Criticar lo que ya es convencional criticar no es criticar, no vale la pena hacerlo. Mucho menos si es que consideramos el público natural del Teatro de los Andes, que es - a saber - el más progresista y (pretenciosamente autoproclamado “culto”) de la ciudad.

Sería demasiado lapidario tildar a "120 kilos de jazz" como “Tra-la-la para snobs”, pero los elementos para conformar la comparación están ahí. Esta es una obra inocente y ligera, y cumple su objetivo, que no ha de ser otro que el de divertir y hacer reír lo más posible, por cuanto es una comedia popular (no es lo mismo que “teatro popular”, está claro). Y Aguirre lo consigue gracias a su notable capacidad actoral, esto hay que reconocerlo.

¿Si la obra fue un éxito? El público rebasó la capacidad del espacio habilitado para la representación, se vio a no usuales adeptos teatrales junto a “notables personajes del mundo cultural cochala”, casi compartiendo asiento y riendo juntos, es decir, se confirmó el rótulo de "taquillazo" que la obra arrastraba de anteriores presentaciones. Sí, el público disfrutó, rió, vitoreó y ovacionó de pie. Aunque la obra no me haya terminado de convencer, aquí huele a un triunfo. Bueno, es el Teatro de los Andes, ¿no?