sábado, agosto 29, 2009

El año que viene nos vemos los sábados


“Oye alcahuete, ¿no te da pena ver a tu equipo así?”
Hincha reclamándole al vacío del estadio

El Wilster huele a descenso. Por mucho que me duela admitirlo, siendo antiguo hincha del club, cumplimos ya todos los requisitos para calificar como equipo de segunda división. El juego irremediablemente errático, la desconexión y pasotismo de los jugadores, la deriva dirigencial, la mala suerte crónica. Aunque las estadísticas del “Punto promedio” lo dejaban claro hace varios meses, recién tras el contundente mazazo moral que representó perder consecutivamente ante Aurora y Bolívar, nos percatamos de la inminencia del abismo. La crisis se antoja irreversible y la naturaleza lúdica del fútbol de pronto se transforma en tragedia. La frustración de los hinchas, al desatarse en violentas reacciones contra el camerino aviador, o el silencio del fanático sumido en la desazón, nos demuestran precisamente aquello. El desesperante juego del Wilstermann, empantanado en una mediocridad mayúscula, ya no es un síntoma, sino la materialidad de un destino inevitable. Es cierto que todavía quedan puntos y partidos suficientes para revertir la situación, pero dudo que a quien haya percibido el aura derrotada del equipo, o sufrido con su larga “caída libre” futbolística, le quepa la menor duda de que el año que viene los rojos nos vamos a encontrar en el Félix Capriles los sábados por la tarde. Claro que da bronca. Claro que tenemos historia para no merecernos semejante humillación. Pero todo eso no va a evitar que, por deméritos propios y siguiendo la más fría lógica, este 2009 nos toque descender de categoría.

Tanto frente a Bolívar, como en el clásico contra Aurora, se pudo ratificar lo que hace tiempo se observa en el Wilster –aún a pesar del cambio de entrenador; el equipo ha degradado su juego a tal punto que adoptó la desesperación como toda estrategia. Improvisando, sin contar con una estructura futbolística base o careciendo los recursos para articular el juego, nuestras posibilidades se reducen a lo que la voluntad y la suerte permitan –ambas últimamente bastante escasas en filas aviadoras. Nadie negará que el nivel del fútbol boliviano es (siendo generosos) muy pobre. Pero frente al campeón nacional, cuyo juego dista de ser brillante, el Wilster parecía menos que un equipo amateur. No por la imposibilidad de materializar el dominio del balón, sino por la cantidad de pifias cometidas por los jugadores (quizás las más vergonzosa de ellas haya sido cuando, intentando amagar a un zaguero celeste, Pablo Salinas se tropezó con sus propios pies, perdiendo el balón por la banda lateral), su deficiente estado físico, su incapacidad de pelear un pelota o de lograr un desmarque por velocidad o técnica. Todo se redujo a intentar, pelotazos de por medio, vencer a un Schiaparrelli intratable en el juego aéreo. Sin un armador, con la proyección por los carriles anegada y acusando la ausencia de un orden defensivo eficiente, poco pudo/puede hacer el equipo rojo para procurar vencer. Y eso no es culpa de Eduardo Villegas, actual director técnico, y tal vez ni siquiera de los jugadores como individuos, sino de la planificación futbolística del club. Cierto que los “refuerzos” extranjeros no dan la talla, que los jugadores transitan la cancha como sombras anodinas y que el planteamiento táctico es inexistente. Pero así como los campeonatos no son éxitos repentinos, tampoco lo son las derrotas, y la catástrofe del Wilstermann tiene antiguo origen (por mucho que el declive lo maquillen efímeros “logros” como el campeonato de 2006). Tal vez, incluso y salvando el pragmático maquiavelismo, el revulsivo que necesitamos para repensar al Wilster sea justamente un órdago tan doloroso como el viaje al infierno de la segunda división.

Pero este desenlace lógico, que infortunadamente ha tocado sufrir al Wilstermann, encarna los defectos del fútbol boliviano actual a plenitud. No en vano los equipos más regulares de los últimos cinco años son los “chicos” Universitario, La Paz F.C. y Real Potosí. El extravío de nuestro fútbol se manifestó en la irregularidad de los equipos tradicionales, que no juegan un fútbol acorde con las formas modernas de este deporte ni tienen claros sus objetivos elementales, por ello deambulando sin destino alguno. Mucho menos podemos hablar de las modalidades de gestión de los clubes, que jamás han conseguido entroncar aspectos deportivos (fomento de las escuelas y divisiones inferiores, establecimiento de políticas deportivas para los fichajes) con los aspectos financieros, de infraestructura o de espectáculo. Así es que el Wilster, uno de los tres únicos clubes que jamás perdió la categoría, se convierte en víctima propiciatoria de una estructura liguera zozobrante. El “condenado” podría haber sido el Strongest u Oriente, pero ahora le tocó al Wilster pagar por todo lo que está mal en el fútbol boliviano. Ojalá, es lo único que nos queda desear, éste sacrificio no vaya a ser en vano, y provoque reflexión en la LPFB y en el propio Wilstermann. Pero, la verdad, dudo que sirva para cambiar algo.


Por otro lado, la debacle del equipo aviador no deja de ser parte de un proceso de desmontaje mayor, ya previsible con el contundente golpe simbólico de la desaparición del LAB –empresa íntimamente ligada al club desde su fundación. Tampoco es coincidencia que parte de la dirigencia del Wilster esté vinculada a los grupos de poder derrotados por el proceso de cambio (frente al Bolívar, por ejemplo, Gamal Serham y Patato Méndez se dejaron ver en las tribunas), o que Cochabamba también atraviese una importante transformación en sus estructuras socioculturales, que sin embargo no se refleja en la construcción simbólica del departamento. Sumida en una profunda crisis desde hace casi una década, el vaciamiento de la institución aviadora es hoy total. Es por ello estremecedor atestiguar cómo la frustración del hincha parece poseer al jugador-caudillo Edgar “Cucharón” Olivares durante los partidos, o hace crecer al guardameta Hugo Suárez: ambos son hombres de condiciones técnicas difícilmente calificables de extraordinarias que, al habitar la rabia de los hinchas, se transforman en algo similar a lo que fue el cadáver del Cid en el asedio de Valencia. Entonces, Olivares o Suárez posibilitan la presencia del hincha sobre el gramado, y por la fuerza de ese impulso hasta consiguen compensar sus limitaciones originales y encarrilar los partidos (¿Cuántos goles lleva Olivares en este campeonato?). Pasa algo similar, aunque con intermitencias indiscutibles, con Carballo y Angulo, también “jugadores recipiente” de ese influjo. Tal vez por eso es que las furias de los hinchas se descargan con hombres como Pintos, Sánchez o Taboada, escasamente inmiscuidos en la historia del Club. Al menos son esos los nombres más recurridos cuando una turba roja asalta el portón trasero del vestuario local. Pero igual podrían ser los del Presidente del Club (el actual o el anterior), del técnico o hasta del utilero. En fin, los nombres sobran, pues este destino no se revierte ni trayendo de vuelta a Jairzinho –o a Rivaldo, su probable equivalente actual. ¿O es que alguien va a negar que el Wilster, durante los últimos años, nos hace ir al estadio sólo para angustiarnos?, ¿No era entonces de anticipar una hecatombe de esta magnitud?

Es curioso que, así como hace exactamente un año Cochabamba se volcaba para apoyar un casi épico primer campeonato aurorista, hoy suceda lo mismo pero anhelando el descenso aviador. No hace falta más que darse una vuelta por los corros futboleros (a puertas del estadio, en oficinas, sobremesas, bares o hasta en Facebook) para ver cómo suman los deseos de fracaso para/contra los rojos. Y no es que el juego aburrido del equipo haya secuestrado el interés, entusiasmo y compromiso de la hinchada. Todo lo contrario, pues los últimos partidos se jugaron con el Capriles lleno. Es más, el público no se resintió ni a pesar de la derrota ni al fútbol rácano desplegado por los rojos –que era mucho menos interesante que la “Guerra de Petardos” desatada entre la barra celeste y los Gurkas. Lo que pasa es que la prepotencia del Club y su simbología decadente (jamás me he podido tragar la iconografía filofascista de las barras ni el ridículo slogan “Cuestión de orgullo”, ambas manifestaciones ligadas a una tradición pseudo oligárquica muy arraigada en la dirigencia Wilster) comienzan a pagar el impuesto de largos años de abuso. Y tal gravamen puede equivaler a una extensa “condena” en segunda división, como sucedió, a su turno, con Aurora, San José o Guabirá. Pues, créase o no en los milagros, ni los ruegos de la Virgen de Urkupiña (un grupo de fans peregrinó hasta su santuario, pidiendo salve al Wilster del descenso) podrán ayudar a un equipo que, como ante el Bolívar, no puede rematar ni una sola vez al arco durante 90 minutos. Y es que en verdad aquello se me antoja tan inútil como organizar una cena de lujo queriendo reflotar un club que, entre sus crónicos problemas, cuenta la improvisación y lo visceral. Entonces, ¿qué sigue? ¿Una kermesse para financiar el complejo deportivo que seguimos sin tener? ¿No sería infinitamente más útil –coyuntura al margen– organizar una plataforma de hinchas para que se haga cargo del club y lo modernice? Pero esos son temas que no conviene tratar cuando tenemos a un moribundo entre manos. ¿O no es más importante salvar la temporada cómo sea, para mantener las apariencias y evitar que la podredumbre que se esconde bajo la epidermis del Club estalle y nos ensucie a todos?

Siempre me pregunté qué sintieron los hinchas auroristas cuando el equipo se les fue al descenso. ¿Acaso no pudieron hacer algo para evitar un final tan espantoso? ¿Los sobrecogió la impotencia y amargura de una espiral imposible de abandonar o detener? ¿Reaccionaron demasiado tarde? Nos quedan cuatro partidos para evitar repetir esa historia, pero ante la acumulación de síntomas, no quiero ni imaginarme (contra lo que sugiere la lógica) qué podría pasar si es que la matemática no nos beneficia. Es cierto que no podemos descontar los milagros o las ocurrencias inverosímiles, y la porción caliente de mi sangre –desde donde soy hincha aviador– quiere creer que todavía hay esperanza. Pero veo las repeticiones de los partidos, escucho el reclamo ahogado que se escabulle desde las tribunas del estadio, y ya no me lo creo. El espíritu Wilstermannista está extraviado y parece que le toca renacer de las cenizas más amargas. Verdad que no tenemos que esperar favores ajenos para salvarnos del descenso directo, y esa es una ventaja. Pero el Wilster depende de sus propios resultados, de su propia entrega y empeño. Y, visto lo visto, ese es el principal de nuestros problemas. Como fuera, es hora de reaccionar; pues yo sí que no quiero ver a mi equipo así. Y mucho menos los días sábado.