domingo, septiembre 05, 2010

Canciones de la primera década después del futuro

Ese glorioso saxo artificial, el terciopelo de los coros armonizados por androides, la textura lustrosa y sensual de los sintetizadores… el soft rock debe ser la música de alcoba favorita de las computadoras. Si es verdad que la tecnología se ha inmiscuido en nuestras vidas tanto que incluso ha cambiado la forma en que funciona nuestro cerebro, no debería sorprendernos que ese tipo de música se esté convirtiendo también en nuestra favorita. Todavía no nos hemos transformado en los hipsters retro-robóticos de “I’m here” (Spike Jonze, 2010), pero nos encontramos en un punto en el que nuestro futuro parece decidirse según se mantenga el internet como un espacio público o no. Seguro que es patético para la generación que se suponía que en 2001 ya tenía que haber conquistado las estrellas, pero la verdad es que la guerra por el control de nuestro futuro la perdimos hace tiempo. Pero mientras ese problema puede interesarle a los teóricos de la sociedad post-digital, aquí nos preocupa cómo están reaccionando las expresiones artísticas a estos cambios. Nos encontramos en un momento curioso, pues todavía tenemos artistas enraizados en tradiciones expresivas que podrían considerarse en la pre-historia de las expresiones hoy hegemónicas (en la medida en que todavía se puede hablar de “hegemonías”), y la obra que estos artistas continúan produciendo no puede considerarse irrelevante. En días en los que se ha re-establecido el gusto cuasi masivo por los sonidos sintéticos, infrareales de las baladas de los ochenta, es en el diálogo entre ambas expresiones –el rock clásico y el indie soft, digamos– donde se originará la música que, podemos suponer, se escuchará diez años después del futuro.

La relación entre la música y la tecnología ha sido permanente y simbiótica desde la invención de los mecanismos de registro sonoro, lo que evidentemente no ha cambiado hoy. Para tratarse de una banda de explícito discurso retro y actitud suburbanita, Arcade Fire ha demostrado notable astucia en el uso de la tecnología como cómplice de su arte. Sea organizando un webcast de su concierto en el Madison Square Garden o lanzando un hipertecnológico vídeo para “We used to wait”, lo que más sorprendió en su consagratorio “The Suburbs” (2010) fue la inclusión de toques electrónicos en su sonido rockocó de estadio, gracias a la admitida influencia Depeche Modeistca de ciertas secuencias y texturas. Naturalmente, su éxito no se explica ni por su instinto tecnológico ni por su abrazo de los sonidos sintéticos –aunque esa actitud señala que hasta las bandas más alejadas de ese espectro no dudan en apropiarse de tales matices. Ejemplificando esa apertura por los modos dance, techno y balearic, encontramos el pop bailable de Delorean, las texturas experimentales de Flying Lotus, Emeralds o Oneohtrix Point Never, la onda global kitsch de M.I.A... artistas que en toda su heterogeneidad comparten una carga genética retro-electrónica que encuentra sus referentes en la ingenua, artificial libertad de los sintetizadores ochenteros. Esto puede no parecer novedoso para los bolivianos, que seguimos escuchando hits de eurodisco en boliches locales como si todavía fuese 1992, pero sin duda llama la atención que suceda dentro de una escena que incluso en su faceta bailable se preciaba de la angularidad –sirvan de ejemplo The Rapture, LCD Soundsystem o Franz Ferdinand. ¿Desde cuándo una producción abiertamente sintética, barnizada de una perfección artificial, se convirtió en parte “legítima” del rock?, ¿Qué diablos pasó para que suave –sí, como en soft rock– pudiese ser una palabra que no incomodara al aplicarse al rock independiente?


Con la aparición de Michael McDonald en “While you wait for the others” de Grizzly Bear como señal profética, el modelo en el que bandas como Gayngs, The XX o Ariel Pink’s Haunted Graffiti se miran parece ser el soft rock de 10cc (“I’m not in love”), Hall & Oates (“One on one”), Gerry Rafferty (“Baker street”) o “I keep forgetting” del mismísimo McDonald. Y no hablamos exclusivamente de las armonías melifluas, del tempo inferior a los 70 bpm, ese inconfundible groove MIDI o los sintetizadores trabajando como un coro etereo-cursi, se trata de una estética que se encarna a plenitud en “Before Today” de Ariel Pink -además uno de los discos más celebrados de este año. Si los Gayngs ofrecen un soft rock post Animal Collective (“Cry”, “Spanish platinum”), Ariel Pink inventa un anárquico supermercado de pop asentado en los ochenta. Y es que detrás de la excentricidad boho y la pose lo-fi, “Round and Round”, “Beverly kills”, “Can’t hear my eyes” son temas pop dignos de Kenny Loggins; vínculo que va más allá de lo estilístico, materializándose en una filosofía tan naif como honesta, que prefiere regresar al momento en el que lo sintético todavía no podía imitar la realidad como hoy (¿es realmente posible distinguir una marimba, batería o una guitarra real de una “tocada” usando una computadora?), obteniendo una contradictoria pátina de autenticidad gracias al coctel de clichés infrareales con el que los músicos y productores ochenteros pensaban estar listos para suplantar la realidad. ¿Escapismo? Sin duda. ¿Revisionismo como sucedáneo de capacidad inventiva? Más o menos, pero… ¿no hicieron lo mismo –apelando a la “crudeza” del rock setentero, del garage rock, del post-punk, del folk– bandas como los Strokes, Yeah Yeah Yeahs, Sufjan Stevens, Devendra Banhart o los mismos Radiohead pre “In Rainbows”? Pues de ser así, bienvenidos al eje creativo de la primera década después del futuro: el revival soft.

Claro, el reduccionismo es la mejor forma de verificar hipótesis tendenciosas. ¿Dónde quedan, con este reposicionamiento, los músicos enraizados en estilos propios del canon boomer o incluso más "tradicionales"? Durante la década pasada y sostenidos por el ludismo que los emparentaba con el boom indie, músicos surgidos en los sesenta y setenta consiguieron acoplarse al movimiento e incluso revitalizar su carrera; ahora, contra lo que podría suponerse, tampoco se han quedado a contramano. La sorpresa se da al ver qué músicos han sido los que apostaron por reinventarse en el modelo Cash-Rubin: Tom Jones y John Mellencamp. El primero, una lagartija lounge que solía gustarle a nuestras abuelas cuando ellas tenían nuestra edad, aterrizó en Island Records y se sacó de la manga un disco de spirituals y temas tradicionales del blues yanqui, grabados con escasísima producción y confiando en que las dotes interpretativas de Jones estarían al nivel de su conocida faceta de performer. Y lo estaban, como “Praise & Blame” lo confirma, evitando caer en obviedades sensibleras (pecado que Cash no siempre eludió) y manteniendo un registro soul que nos hace preguntarnos por qué no lo había perseguido antes el otoñal crooner galés. El caso de Mellencamp es igual de sorprendente, transformando su rock populista en un folk acústico que resalta tanto sus dotes compositivas (¡John Cougar es un gran narrador, quién lo habría dicho!) como su voz añeja y potente. Producido por el genial T-Bone Burnett, “No better than this” es parte de un ambicioso proyecto de reinvención artística, que con “On the rural route 7609” encontró a Mellencamp deconstruyéndose como autor mientras estudiaba las fuentes de la tradición musical norteamericana, emprendiendo luego una peregrinación por los santuarios de la música americana (los estudios Sun, los lugares donde grabó Robert Johnson) y otros sitios de fuerte carga histórica para los Estados Unidos (la primera iglesia afroamericana en Savannah), para empaparse de su energía y –en lo posible– grabar allí; trabajo que converge en “No better than this” casi tan bien como “Good as I been to you” condujo a “Time out of mind”.

Se podría decir pues, a la espera de los nuevos discos de Steve Earle y Neil Young, que el rock clásico apuesta también por regresar al punto de tensión tecnológica que lo originó. Si hoy el rock indie se vuelca al pop sintético, que en principio catalizó la reacción del underground ochentero (y de ahí a Nirvana y el boom digital hay pocos pasos), el rock clásico regresa al momento en el que todavía existía cierta reticencia a la grabación magnetofónica, a la amplificación eléctrica, a la inclusión de “negros y campesinos” en la industria musical. Claro que eso no quiere decir que no haya ramificaciones interesantes, que no se ajustan a este modus operandi, dentro del rock. “The Monitor” de Titus Andronicus es lo más cercano a un opus de rock clásico, grandilocuente y Springsteeniano que encontraremos hoy, con “High Violet” de The National clasificando como cercano contendiente. Avi Buffalo, Best Coast y Wavves siguen insinuando las posibilidades de un revival lo-fi guitarrero, mientras el exceso prodigioso de “The ArchAndroid” de Janelle Monáe casi desfalca a “Have one on me” como descomunal obra de pop a cargo de una vocalista femenina. De hecho, con un disco de Deerhunter a días de caer, cualquier predicción o conjetura sobre el futuro de la música post-digital puede caducar antes de alcanzar difusión. Nos queda, pues, el remedio de la paciencia.

Puestos a encontrar evidencia, hasta la versión “800% más lenta” de Justin Bieber pasa como un nugget de indie soft. Tampoco es que sus cultores hayan inventado mucho, pues rescatar texturas descaradamente artificiales es algo que ya hizo el hyperdub, las bandas hipnagógicas y hasta el sonido retro chic de Stereolab. El revisionismo, al final de cuentas y como vimos con los casos de Mellencamp y Jones, tampoco es potestad de los artistas post-digitales. Pero lo que nos interesa es la motivación detrás de ese deseo de volver la mirada al pasado como reacción a un momento de transformación tecnológica. No hace falta creerle a Eric Schmidt cuando dice que toda nuestra información personal está tan disponible en internet que pronto tendremos que cambiarnos de nombre para huir de ella; es incuestionable que la realidad es hoy construcción muy compleja, en la que lo virtual (y lo artificial) tienen tanto valor como aquellas certezas con las que crecieron nuestros ancestros. Eso ha cambiado la forma en que percibimos la música, con un impacto mayor al que evidentemente ha tenido en su comercialización, casi tan grande como el experimentado con la invención de la radio o de los métodos de registro sonoro. Ese es un futuro más avanzado y desconcertante que el que la ciencia ficción imaginó para el lejano año 2000. Mientras se solapen las generaciones y sus formas expresivas, tendremos distintas formas de enfrentar esas tensiones, de transmitirlas en nuestra música. El revisionismo folk o soft rock es una opción. Y parece que así serán las cosas hasta que, como dice Win Butler en “The Suburbs”, caigan todas las casas que construyeron en los setenta. Mientras eso no pase (o el mundo se termine el 2012), la música del futuro seguirá sonando como el pasado cercano.

domingo, agosto 15, 2010

Despedida al desierto de lo real


En un mundo perfecto Godard hace películas de robots y Abel Ferrara se especializa en space operas. Pero las cosas son como son y tenemos que confiarle nuestro entretenimiento sci-fi a directores como Christopher Nolan, cuya exitosa Inception ha recordado que es posible rentabilizar el género sin dejar de conquistar a la crítica. En la estela (infesta de gratuitas exploraciones 3D) de Avatar, The Book of Eli, Repo Men y la próxima Tron: Legacy, pareceríamos estar en un año excepcional para la ciencia ficción en el cine. Si le sumamos las recientes y aclamadas Moon o District 9, difícilmente se podría descalificar este momentum creativo como un simple espejismo. Extraño, pues si le creemos a William Gibson, la ciencia ficción estaría desahuciada desde el momento en que gran parte del futuro imaginado por el género está ocurriendo a nuestro alrededor. Ese no parece ser el problema, sino que los grandes temas de la ciencia ficción están quedando rezagados respecto a la evolución de nuestra visión del futuro –elemento narrativo central del género. Mientras el cine continúa en el molde de las películas de ciencia ficción de hace treinta años –con la evidente apertura de posibilidades narrativas que conlleva la evolución de los efectos especiales–, la forma en que la sociedad contemporánea se transforma no está siendo reflejada por la ciencia ficción como ésta conseguía hacerlo en el pasado: tomando a los marcianos para representar el miedo al enemigo comunista, dando Lacaniana rienda suelta al temor por lo tecnológico o jugando con las distopías para sugerir la opresiva influencia de los medios en el individuo, por ejemplo. Que Inception parezca una máquina del tiempo hacia 1999 en efecto anuncia la llegada de una nueva forma de hacer cine de ciencia ficción, pero a pesar de la obra de Nolan, no a causa de ella.

Coincidentemente, Christopher Nolan tiene su origen como cineasta en aquella época, compartiendo su obsesión por la incertidumbre de la percepción de la realidad con Pi (Darren Aronofsky, 1998), Dark City (Alex Proyas, 1998), eXistenZ (David Cronenberg, 1999) y de forma algo menos evidente con The Cell (Tarsem Singh, 2000) y Lost Highway (1997) y Mulholland Drive (2001), ambas de David Lynch. Sin embargo el vínculo fundamental entre Nolan e Inception y la ciencia ficción de la década pasada está en su similitud temática con la película-símbolo de la época previa al boom digital: The Matrix. También lanzada en 1999, The Matrix fue, hasta Inception, la última película de la que dijeron iba a cambiar la forma en que se hace cine de ciencia ficción. Y salvo el bullet time y la popularización de la gun kata fuera de Hong Kong, tal cosa no sucedió. El avance tecnológico le ganó la carrera a The Matrix y en un tiempo en el que estamos permanentemente conectados, dejó de tener sentido hablar de lo hiperreal: con Facebook y las conexiones Wi Fi lo virtual pasó a ser lo real, inmiscuyéndose en este dominio sin necesidad de suplantarlo. Con ese cambio, haciendo en una década lo que a la postmodernidad le tomó cuatro, toda una época de la ciencia ficción quedó obsoleta.



En primera instancia no había que asustarse, esto ya había sucedido antes y la ciencia ficción se había recobrado reforzada. Cuando la carrera espacial y la emergencia de la contracultura –junto al inicio de los cambios tecnológicos y culturales que condujeron a la globalización– hicieron irrelevantes las operas espaciales, la Nueva Ola de la ciencia ficción relanzó el género hacia nuevos horizontes artísticos y temáticos. Nuevas ambiciones formales y estéticas, fundamentadas en el avance cotidiano de la tecnología, en la exploración del “espacio interior” y la introducción de conceptos científicos novedosos, impulsaron este movimiento, que de cierta forma podemos considerar precursor del cine de finales de milenio descrito en el párrafo anterior. Dick, Gibson, Ballard, Moorcok, Delany, LeGuin, Aldiss son algunos de los grandes autores de esta fascinante época, todavía de marcada actualidad. Sin embargo, cuatro décadas más tarde y con varios de sus popes desaparecidos, la literatura de ciencia ficción está también batallando por encontrar un nuevo sendero, tanto temático como formal. Tiempos como estos parecen reclamar una literatura ergódica y The Raw Shark Texts (2007) de Steven Hall es una primera aproximación a ello, llegada en este caso desde lo que se ha llamado splistream –hoy el brazo más “experimental” de la ciencia ficción. Por otro lado, en Down and out in the magic kingdom (2003) de Cory Doctorow tenemos una exploración de las redes sociales traspuestas a un escenario casi de ciencia ficción clásica, mientras Dr. Identity (2007) de D. Harlan Wilson también trata el tema de la tecnología y su efecto en la identidad, presumible meta-tema de la próxima ciencia ficción. Entretanto, digresiones como el steampunk o el retrofuturismo han llenado ese vacío temático-productivo; poco acusado gracias al excelente trabajo (transicional) de Neal Stephenson, Michelle Houellebecq, China Miéville o Jonathan Lethem.

El cine, por su parte y a falta de un Tarantino que haga cool las facetas más geek de la ciencia ficción, trata de innovar por cuenta propia. Eternal sunshine of the spotless mind (2004), Children of men (2006), The Road (2009) y las anunciadas Boilerplate, High Rise o el remake de Total Recall son evidencia de ello. Nolan mismo es inteligente y ni se deja restringir por los mecanismos narrativos típicos de su universo ni deja de considerar la ubicuidad tecnológica de hoy –no en vano los sueños compartidos de Inception se logran por medio de un aparato biotecnológico y The Prestige (2006) puede pasar por una película steampunk. De hecho, los problemas de Inception van más allá del género del filme y su posible agotamiento. Al contrario, son defectos recurrentes en el director, que por ejemplo dice muy poco de sus personajes en una película que en esencia se desarrolla en sus subconscientes –defecto patente en varias de sus otras cintas. En cambio, su manejo de los artificios tecnológicos y de las secuencias de acción es admirable, como su capacidad narrativa general –el plan para implantar la idea en la mente de la “víctima” es de una concepíón estupenda. Lo indudable es que esperar más que simple entretenimiento en los filmes de Nolan, como sugirieron varios críticos al tildar a Inception como poco menos que el parteaguas de una nueva generación de cinéfilos acodados en la ciencia ficción, no es razonable ni posible.
Remakes de por medio, por ahora seguimos confirmando que el futuro pasó en los ochenta. Hoy es imposible pensar en el futuro como se lo hacía entonces –sea imaginando la llegada de vengadores cyborg o el apocalipsis televisivo–, el futuro ya no existe como antes y vivimos en un presente radical –potenciado por las nuevas tecnologías y señalizado por los filmes que The Matrix consolidó– que todavía no ha encontrado su correlato en el cine. Los ochenta y su impresionante cantidad de películas, series, cartoons y novelas de ciencia ficción tienen su raíz en la incierta relación entre la sociedad y el boom de la tecnología analógica, por lo que es de esperar que el boom de la tecnología digital tenga idénticos resultados en el futuro próximo. Filmes como los que se hicieron a finales del siglo pasado son documentos de esa transición tecnológica, que imaginamos pacífica e instantánea pero estuvo lejos de serlo. Hoy las distopías siguen existiendo (“Googlezon”), la hipertecnologización de nuestras vidas presenta nuevos dilemas (la autoconciencia en permanente escrutinio público del Facebook, por ejemplo) y hasta las space operas se han reactivado (muy serios proyectos científicos pretenden construir un ascensor a la Luna, la NASA trabaja en la misión a Marte). Si Brian Aldiss tenía razón cuando atribuyó la fertilidad de la Nueva Ola de la ciencia ficción a que ese era un mundo que no tenía Dios, con la web como un universo enteramente creado por el hombre, estamos frente a una edad de oro en potencia. Sólo falta tomar una cámara, o una libreta, y observar las posibilidades.

sábado, julio 24, 2010

Deerhunter - "Rainwater Cassette Exchange" (2009) / "Halcyon digest" (2010)


Hipster critics sure have their lips as badly swollen as hemorrhoid-sullied assholes. All of that restless, as consistent as unjustified, ass-kissing should guarantee them that –thus is the abhorrent side-effect of their hype-provoking addictions. Of course, we indie-kids are snotty enough to coat our praises with sufficient sarcasm and elitist detachment so as to bequeath the recipients of said ravings just enough fuel to sustain their hot-air sensation status one short year; yet a quick look at today’s media (read: blogs) will confirm that there are many more sorta-popular bands we feel safe to admit of being “great” now than, say, 15 or 25 years ago. Not to get tangled in an argument concerning how there have always been cool underground artists which failed to find the recognition they deserved, or how new technologies have revolutionized the way we produce and consume music (hence the indie boom) –after all this is nothing but an album review–, we can at least start by agreeing that if Jack White is the last denizen of classic rock in indie-ish territory, and Radiohead, James Murphy, Modest Mouse and Arcade Fire are the transitional heirs of post-punk and early indie/alternative rock, Bradford Cox (of Atlas Sound and Deerhunter fame) ought to have serious chances of being considered the first indie-bred genius, the rightful target of our usual hype-fever brown-nosing. Sure it all is a crass oversimplification (where does Animal Collective fit in there?), but with current indie idols aging fast, we urgently need a mobilizing metaphor this strong, don’t we? Ok, ok. Bear with me; we’ll see if this gets us somewhere.

Restless, hyperactive Bradford Cox ain’t the kind of guy who would tell you about writer’s block or even artistic restraint –he’s never heard of neither. Aside from keeping both Deerhunter and Atlas Sound active (is it 6 albums they’ve released in 3 years?), he uploads dozens of new songs, remixes, mixtapes and similar stuff on his blog with astonishing frequency. Then it should come as no surprise that shortly after the revered double-punch of 2008’s Weird Era Cont. and Microcastle (and Atlas Sound’s no less remarkable Let the blind lead those who can see but cannot feel), Cox would readily present us with a new Deerhunter offering: Rainwater Cassette Exchange. Short but at the same level achieved with the aforementioned albums, for a time available only in the form of cassette tapes, this is the kind of material one masterfully uses to bait fans (and critics) into not losing track of you. But such promotional cleverness doesn’t mean these are the leftovers of an already massive offering, subpar-fillers or undercooked material of Cox’s. No sir.

With a freshly condemned-to-prison Phil Spector –also confirming Cox’s fixation with prefabricated teen pop–, the eponymous opening track lushly hits the Wall of Sound bull’s-eye by coupling the famed Wrecking Crew sound with a Spacemen 3 nugget, pushing the reverb drenched vocals, barraging instrumentation and distorted ambient drones toward an evidently pop ground. “Disappearing Ink” instead recovers the urgency of adolescent punk to project it over a coy German vanguard (Neu!) canvass, a realm where garage-oddity “Famous last words” also inhabits. Back to exotic vintage pop, the surprisingly acoustic “Game of diamonds” evokes the isolated suffering of chemotherapy (or self-destructive behavior) without surrendering its Van Dyke Parks’ era Beach Boys aspirations. Sadly bringing an abrupt end to this EP(?), “Circulation” delves in a swift No Wave-meets-British-Noise-Pop beat which is just long and intense enough to qualify as the peak on this fuzzily memorable dessert to Deerhunter’s 2008 indie banquet.

So where does, in this string of cool-band-references and indie-cred-loaded musings, the genius of Cox show? First and foremost, although you can detect the Velvet Underground-ish, trippy space-rock, run-for-your-life experimentalism, shoegaze enamored blue-print the band is following, it is hard to pin-down where they are getting their sound from. I mean, you can tell what influences they fuse and how they try to pursue them, but it is not easy to spot The Sounds of Young Scotland, No New York or those C-86 compilations playing in the back of their heads while they recorded the album –and that is not something you can tell of every new, hot band (yes, The Drums, I’m looking at you!). True, it doesn’t account for originality, but after a decade of stealing post-punk’s best tricks, it is indeed refreshing in a manner only Ariel Pink would seem capable of giving a run for its money.

Nevertheless, anyone who’s heard Cox’s work knows it is the lyrics that give him the edge over his peers. We obviously do not talk about narrative juggernauts or poetic saplings; brandished by Cox as impressionistic, stream-of-consciousness improvs, truth is his lyrics cannot play down their author’s personality and background (Marfan syndrome, awkward teenage years, etc.) and rely so heavily on personal experience that such condition turns them as in-tune with our times as anything can be. However inflicted with the drowsiness of today’s egocentrism, those lyrics conceal the impeding menace of solitude and decay as well as Jeff Magnum used to do (a still operative knack which “Helicopter”, off Deerhunter’s forthcoming Halcyon digest, proves). Granted, sometimes his lyrics are borderline emo (is that word still in use?) or reveal too much of the freaky innards of a guy that used to talk about his own feces on his blog, but such banal, overtly public confessionalism is a crime that almost commits itself today (do you not have a Facebook account?) and the fact that Cox can turn that into verses lacking a trace of celebratory whim, is the core of his songwriting skill.

Waking up to the blurry, distant sound of a party blasting the Black Eyed Peas’ latest hit might still be our musical bread-and-butter for years to come, but Deerhunter’s aesthetic gamble must stand as an epiphany for any kid growing up in what has been baptized as indie rock’s golden age, as TV on the Radio’s Dear science, song heralded –at least for us who were fresh out of Kindergarten when Pavement, Sonic Youth and Teenage Fanclub were the shit, or who were too Internetless (and busy popping pimples) to pay attention to the turn-of-this-century revivaloution. Sure this is not punk’s generational send-off to boomer rock (bury those hippies already!), but Deerhunter indeed is the first band born and creatively active within indie rock’s dominance, and even if the band or Brandon Cox (or whoever else fits the role) fail to live up to their promise and disappear, it will be bands stemming from this generation that will take indie rock to new places. And that sure will be a golden age. For the time being, while Deerhunter’s Halcyon Digest aims to become the first landmark on such a road, taking the spot for the most-eagerly-awaited-Best-Album-contender of the year (sorry Arcade Fire), I am more than ready to put my purple, suppurating hipster-critic lips to the service if it is half as good as Rainwater Cassette Exchange was. So, let the countdown begin.

Harry Nilsson - "Aerial Ballet" (1968)

All hail Uncle Sam. When a Nilsson-obsessed John Lennon called him on the phone to express his admiration, inadvertently identifying him as the man himself (hardly the kind of call a former bank employee could expect), Nilsson quickly repplied by tagging himself as Uncle Sam and, quite possibly, hanging up. By the time Paul McCartney reached him, or he saw the Beatles name-drop him on TV as their favorite American musician, Harry Nilsson must have realized he truly was the most-famous-band-in-the-planet’s favorite act, which potentially put him on the verge of global stardom. Of course, today we know such breakthrough didn’t happen that way; but still, in a year so generous for nostalgia and star-studded tribute albums (Shel Silverstein, Burt Bacharach, Graham Nash, etc.), Harry Nilsson remains conspicuously absent. Such oblivion is indeed strange, given his Tarantino-Scorsese approved pop-culture stature, safe from boomer-commoditization, or his epochal but bright baroque pop, the finest example of which is found on Aerial Ballet (1968). Almost five years from his last indie-rock appearance (via The Walkmen’s 2006 track-by-track appraisal of Nilsson’s Pussy Cats), time seems right for an early-career Harry Nilsson revival –for his 70s material hatches in your nearest oldies station.

Overlooking how he became their protégé-cum-drinking-buddy, or Lennon’s kindred spirit of sorts, Harry Nilsson was known as the American Beatle for a good reason: his songs from the 1967-1968 period. Perfectly baroque, psychedelic-music-hall pop tunes laden with a melodic gist which made the Beatles obsession a two-way affair, those songs encapsulated eccentric narrative chops and moving hooks unlike anything within the bubble-gum spectrum. Think of an Emmitt Rhodes fronted Monkees, add Serge Gainsbourg’s iconoclast infantilism and the self-aware skill for sarcasm that would later become Nilsson’s trademark –which was anything but embryonic on Aerial Ballet, his second proper album (with 1966’s Spotlight on Nilsson being more of a haphazard singles collection)– and you’ll get a glimpse of the fascinating glee found on this album, capable of reaping the perfectly sown seeds of 1967’s Pandemonium Shadow Show.

Scraping the circus show gimmickry of his debut, Nilsson kickstarts the album with the playful tunes of “Daddy’s song”, contradictorily wrapping bleak, heavy on daddy-issues lyrics (a signature of Nilsson at the time), with the sounds of an extravagant Broadway pastiche as it could only be found in the Summer of Love aftermath. The same musical traces are found on other songs of the album like “Bath” o “Good Old Desk” –an still unresolved metaphor on divinity or a love song for a trusty piece of furniture–, in a testimonial to Nilsson’s Brill Building-bred skills. But Nilsson excelled in contemporary pop as well, and “Don’t leave me” proofs it by posing as the best Paul McCartney song Macca didn’t write, outdoing Paul Simon’s simile-sppouting ways to express the sadness and longing of a character immersed in an, otherwise pretty ordinary love song; a transcendental capability of Nilsson that the Bacharachian “Together” and “The wailing willow” proof all too well.

Narratively speaking, Nilsson’s prowess lies on the way he was able to imbue his songs with a piercing loneliness, a deep sense of dissatisfaction and regret channeled through the sweetest of pop melodies, something found a-plenty on Aerial Ballet. This we can attest on “Mr. Richland’s Favorite Song”, a Scott Walker-esque study of the performer as a tragically public character, or the suicide-note-according-to-Randy-Newman which “I said goodbye to me” is; but also on “Mr. Tinker”, Nilsson’s take on “Eleanor Rigby”, a Revolver link that becomes evident on “One”, an incredible elementary ballad on collapsing relationships that is made a-new, propelled and spurred by a terrifyingly sparse instrumentation and Nilsson’s spooky croon. The peak of this modus operandi comes with the Fred Neil penned “Everybody’s Talkin’”, a beautiful pop song shrouding the permanent schizophrenia of having to trade the errant freedom of happiness pursuit with the losses it always implies, all accentuated by an equally emotional, as-still-as-a-river-can-be arrangement.

With Aerial Ballet far from being a hit, it would take Midnight Cowboy’s soundtrack rediscovery of “Everybody’s Talkin’” to put Nilsson finally on the spotlight. By that time he had already abandoned baroque pop and was on the way to becoming the yin to Warren Zevon’s yang, (in the way Leonard Bernstein was von Karajan’s yin, if such snobbery allowed). Nevertheless, equal amounts of self-sabotage and bad luck would prop the ever-ready-to-do-his-talent-an-alcoholic-disservice Nilsson in a freefall that seemed to have him delighted. But using pranks and Jekyllesque antics to vent out inner ghosts was a Nilsson signature move from the start. It might be true that 1971 Nilsson Schmilsson, and not this, is what he will be remembered for, but Aerial Ballet is the summation of his first years of activity, the result of his formative run with George Tipton and Phil Spector, working as an anonymous songwriter, the full realization of the gleaming, ambitious yet humane pop he pursued through those years. Time would make Nilssson’s lyrics more convolutedly quirky, dirtier and extravagant, as his sound would also move toward a rock-faceted, simpler pop (fortunately as free of the vacuity of arena-rockers as his baroque sobriety was from the rococo madness of the hippie era), but not a bit of his capacity to share his intimate joy, to present his stark sadness as sardonic, playful melodies, would be lost. “He is the something else the Beatles are” said a hyperbolic Derek Taylor in his liner notes for Aerial Ballet; in the time when the wild mercury sound Bob Dylan envisioned himself as a trapeze artist, I’m pretty sure Nilsson would have been pleased to be remembered as a highwire ballerina. And that’s precisely this album’s testament.

Tom Petty and The Heartbreakers - "Mojo" (2010)


Poor old Tom Petty, kindness is his ruin. In 2008 he wanted to reach out to his original bandmates and offer them some sort of karmic justice, reforming Mudcrutch in an attempt to share a taste of the stardom he achieved with the Heartbreakers, the band he formed right after Mudcrutch disbanded. The result of that was Mudcrutch (2008), an album leaning on the country undertones of Petty’s sound, decidedly retro but rightfully so (after all, it was Tom trying to seize back his mid-70s inflections), while managing to maintain the strengths of Petty’s songwriting. Two years later and back with the Heartbreakers, Mojo finds Petty still on a generosity streak, as this time he has decided to assemble his new album around Mike Campbell’s guitar, taking an authorial sidestep to showcase his band’s skills with a sound that bets hard on blues rock, in an unlikely turn from Petty’s usual style. This time, however, the gamble doesn’t pay-off too well.

Ironically enough, the problem with Mojo is its lack of mojo. Impeccable musically, technically and all –a feat, considering the album was recorded mostly “live” and on single takes, but not a surprise given the accolades of the musicians involved–, the album just doesn’t seem to have a soul, a driving force other than the wish to churn out bluesy riffs and sail a sea of classic rock conventions with the panache of knowing how awesome performers the Heartbreakers are. Take the opening track, “Jefferson Jericho Blues”, a narrative stab at Chicago’s Blues tradition which has everything in the right place (rampant soloing guitars, a steady rhythmic drive, harp riffs, etc) but fails to reveal why a band like this would be interested in cutting its teeth on such run-of-the-mill material. Yet, with its quasi-garage intensity, this is one of the highlights of the album. Apart from adopting the sound of vintage blues rock, Mojo embraces its canonical iconography as well, with lyrics plagued by booze (“Well I don’t drink Coca Cola/But I sure like that old moonshine”, sings Petty in “Candy”, which contains most of the aforementioned clichés), mean women, preachers, old cars and endless highways. Sure that simplicity and straightforwardness mimic the spirit of early electric blues –which Petty cites, along with “southern landscapes”, as the inspiration for the album–, but the real problem is that Petty doesn’t own the songs and, in spite of shining its mastery through them, the band too has troubles inhabiting the material beyond a mere epidermic approach, failing to do what (as past year’s monumental The Live Anthology proves) has always been one of their strengths: a very clever way for re-imagining classic rock staples.

Perhaps “First flash of freedom”, a strange hybrid that sounds a lot like The Doors take on the blues, with its slow-as-melting-ice aura and introspective lyrics, is the only standout; the sole Mojo song that could blend in with the rest of Petty’s songbook. But it is not a matter of weak songwriting, since even on the songs where the band is supposed to be on fire (“I should have known it”) it struggles to ignite. Although after the bland duo of “Candy” and “No reason to cry” (the latter with a bit of the jangly guitars that made Petty famous), “U.S. 41” more clearly transpires Chess Records’ biting genome; thereafter, the band quickly stumbles in the increasingly-washed-out shadow of Jimmy Page’s hard rock riffing (“Takin’ my time”), just to crash in the painfully naïve, mock-reggae of “Don’t pull me over” –the lowest point of the album, for sure.

Fifteen songs later, the mystery still haunts us: Why did Tom Petty suddenly develop a taste for reflecting the past through his music? In the short documentary accompanying the album (found on Petty’s YouTube channel), he explains that he wanted to show people “what [music] the band hears (…) where the band lives when it’s playing for itself”. For this they conjure the names of true heavyweights, as Mike Campbell lists them: Muddy Waters, Jimmy Reid, Howlin’ Wolf, Lightning Hopkins, in what is a fair attempt at reconciling with a side of rock’s history that the band hasn’t explored. But such rationale forgets that Tom Petty and the Heartbreakers are a rock’n’roll institution on their own. And that’s not a minor detail.

On the other hand, the “going for the roots”/”back to the basics” speech usually conceals the fact that an artist is getting old and revels in past day’s swagger, imagining how it is still possible to connect with his muse by following the wisdom of the ones that came before him. And unless your name is Nick Cave (in which case you deal with age by playing fire-breathing vitriol à la Grinderman), “back to the basics” often means diving in the tried-and-true pool of older music. However, in the case of Petty such a move rings as contradictory by nature, not only as a side effect of blues’ overexposure, but due to Petty’s status as a master of pop tunes which, while rooted in rock tradition, reflect on the feelings of utterly postmodern individuals, capturing the woes and joys of life in suburban environments. The musical style chosen to convey such motifs is just one of multiple creative avenues open for their taking, as Petty sure knows. With an album filled with blues songs lacking in originality, fierceness and else, one is left to wonder if there weren’t other paths, truer to what Petty can do as a musician. Whatever the case, Petty has deemed Mojo to be a simple snapshot –albeit a very forgettable one–, and hopefully it is just that: “A Polaroid more than a painting”. Speaking of which, I still remember going to the barbershop carrying a copy of Damn the torpedoes’ sleeve, telling the barber to style my hair following Petty’s classic bangs. Perhaps sick of looking at the same grinning blonde guy every month, the barber insisted on me getting a picture of myself sporting the haircut instead. I never did it, for you can’t mimic a classic. And that could be the recipe Tom Petty needs to remember right now; he is the classic he is looking for, there is no need to go back to Chicago (or elsewhere, for that matter) to come up with gut-wrenching tunes. All we need in order to feel the same kind of thrill Chess classics give us is the perfect pop of the Heartbreakers. And that’s your mojo, Tom.

domingo, junio 06, 2010

Primavera Sound 2010: Celestial desorden postraumático

Hoy "La Ramona" publicó una extensa crónica del festival San Miguel Primavera Sound 2010, realizado en Barcelona la pasada semana. Por motivos de espacio no pudimos "embutir" -es la palabra justa- más contenido en las páginas del suplemento, por lo que allí se publicaron crónicas de los conciertos más taquilleros del festival (Pavement, Pet Shop Boys, Broken Social Scene, The XX, etc.), dejando para este blog a otras bandas y artistas que también pudimos disfrutar en esos tres días de extasis indie. (Aquí pueden leerlas) A continuación, y sin más preámbulo, los dejamos con las mini-crónicas de los conciertos de Wilco, Pixies, Delorean, Orbital, Lee "Scratch" Perry y algunas otras bandas que igualmente se presentaron en ese fabuloso y agotador Primavera Sound 2010.



Delorean: La bestia que vino del Cantábrico
Escenario Pitchfork – Jueves 27 de Mayo, 3:15 am

Esto de pensar que el producto nacional es inferior parece que también lo heredamos de los españoles. Delorean, una banda vasca que está mereciendo el “amor” de toda la comunidad indie-hipster global, es prácticamente ninguneada en su país (que sigue prefiriendo el repulsivo pseudo-folk de Astrud, por ejemplo). Tuvo que ser la todopoderosa Pitchfork la que le recordase a los españoles que ésta banda existía y merecía “mucho” la pena. Tocando un miniset de media hora, por eso mismo plagado de hits, los de Zarautz se despacharon con una impecable presentación que no pocos calificaron entre lo mejor del festival. Evidentemente, para muchos de los asistentes al Primavera Sound, que apenas curioseaban por ahí ese trasnoche de jueves, también debió tratarse de uno de los descubrimientos más gratos de la jornada.

Cebando en su exitoso EP “Ayton Senna” del año pasado tanto como en su reciente disco “Subiza”, la indietrónica post-Animal Collective hibridada con ondas baleáricas de los Delorean abarrotó el último escenario en pie de una noche que en principio debía llevar solamente la impronta Pavement, pero que se la supieron robar –de a poquito– también sus herederos.


Wilco: Secuelas de la vida en pareja
Escenario San Miguel - Viernes 28 de Mayo, 22:30 pm

No funcionan tus pedales, amplificadores, monitores, o algo peor. ¿Qué haces? Tomas la acústica y le pides a los 20 mil presentes que canten contigo. Claro, una maniobra de esa naturaleza no está al alcance de todos, y probablemente sólo Wilco (y de entre su catálogo, especialmente "Jesus etc.") se pueden permitir algo así. De acuerdo, esa clase de gesto te pondrá en el mismo vagón populista-pop que las más atrofiadas bandas del siglo pasado, pero cuando eres capaz de reflotar el show -que se te iba de las manos a pesar del interludio "de fogón"- con salvajadas ruidosas como "Kicking Television", no tienes nada de que preocuparte. ¿Esto es lo que la gente llama oficio? Si es así, Wilco tiene toneladas de eso. Ni duda cabe.

La verdad es que con el frecuente paso de Wilco por Barcelona, sopesando esto con las 6 otras bandas que tocaban en simultaneo, es muy posible que buena parte de su público aquella noche los haya estado viendo por primera vez. Entonces se agradece mucho más que la banda no haya escaqueado la revisión de sus "clásicos", ofreciéndonos de entrada la genial "I'm trying to break your heart", a la que siguieron "Via Chicago", "Heavy Metal Drummer", "I'm the man who loves you", "Handshake drugs", "Impossible Germany", etc. Cayeron también algunos de los temas de su reciente "Wilco", con lo que repitentes y primerizos pudieron darse -imagino- por satisfechos.

Claro, si algo hay que reprocharle a la banda, es el gustito descafeinado que a veces se le percibía a las performances. Sí, genial escuchar canciones capaces de empujarnos al llanto "en vivo" por primera vez, pero como que uno notaba que Tweedy, Cline, Sansone, Kotche y compañía ya no pueden encontrar la misma garra al momento de tocar esas canciones. Con un catálogo tan amplio como el suyo (¡No tocaron ni una de Woody!) eso no debería ser un problema. En todo caso, reducir la frecuencia de giras tampoco le vendría mal a una banda que seguiremos admirando a pesar de todo.

Cuando Jeff Tweedy se permitió decirnos que el Primavera era el mejor lugar para tocar porque todas las bandas que importa ver estaban tocando allí, pareció innevitable sentir un poquito de miedo. Ese tipo de autoconciencia es precisamente lo que mató a varias de las grandes bandas que Wilco, con su alt-ernativo acercamiento en los noventas, canalizó y reimaginó. Tal vez por eso es que algunos le colgaron la etiqueta de dad rock (lo que los más veteranos cultores indie escuchan) a Wilco. Bah, da igual. Si esto es dad rock, quiero reproducirme ahora mismo. Y es que, ¿No tocó ya Tweedy alguna vez con su hijo a la batería?



The Pixies: La gravedad lo puede todo
Escenario San Miguel - Viernes 28 de Mayo, 01:15 am

Entonces, ¿ya no es cool que te gusten los Pixies? Cuando el revival ochentero de finales de la pasada década parece estar agotándose cronológicamente, resulta irónico que la postrera "masividad" de los Pixies los haya expulsado del canón indie. Ya, se los emparenta demasiado con lo peorcito del grunge y el rock alternativo (¡puag!), pero esos pecados no son ni de lejos razón suficiente para privarse de un show como muy pocas bandas pueden ofrecer hoy. Un repertorio fuera de serie, el rodaje y "profesionalismo" asentados ya tras su ¡quinto! año de reunión, un público vendido antes del primer acorde y el festival más cool de este lado del Atlántico -¿habrá una combinación más infalible?- es lo que esta banda fue capaz de ofrecernos esa noche de viernes. ¿Puede alguien en pleno uso de sus facultadas hacerle ascos a eso?

Evidentemente apegados a un guión que les vio salirse de los consabidos "Doolittle" y "Surfer Rosa" ("Head on" el mejor rescate de esa inmersión a la segunda parte de su carrera), los Pixies fueron capaces de entretener por casi dos horas a una multitud que retrocedió en el tiempo y hasta saltó y gritó con inusual energía -al menos en públicos indie/europeos. Pero tal vez así, ahogados en la multitud, es como se tiene que disfrutar a los Pixies. En fin, cumpliendo al milimetro su papel, la banda tampoco bajó el ritmo, demostrando así que la edad no es pretexto para comenzar a "racionar" energías escénicas. Que están (y nosotros también, no le hagan la gambeta al espejo) más gordos, viejos, lentos... seguro que sí. ¿No es un maravilloso testimonio del poder eterno de sus canciones, precisamente, que aún más viejos, gordos y calvos, nos sigan haciendo sentir así?

El momento de la noche, a juzgar por la cara de Kim Deal, llegó con el cierre: treinta mil personas coreando "Where is my mind?" -imposible evitar que se le ponga a uno la piel de gallina. Felicidad eterna para un eco que se hará infinito en la memoria de todos los presentes. Uuuuuuuu, Uuuuuuuu, Uuuuuuu...



Gary Numan: Todos lo haremos mejor en el futuro
Escenario Vice – Sábado 29 de Mayo, 0:15 am

Esperar por un buen concierto de rock suele ser tolerable y hasta normal. Pero cuando lo que se obtiene a cambio de los minutos de retraso está tan por debajo de las expectativas, la cosa se pone menos agradable. Obvio, nada de eso tiene que ver con la valoración “objetiva” del concierto. Igual, cuesta mucho hablar mal de uno de tus ídolos, de quien se sabe fue inventor de ese sonido mecánico, agudo como el punk pero sintético como casi todo lo moderno. Bueno, si es que las bandas actuales pueden sonar mejor que tú, tocando un material cultivado en tu parcela, hay algo que no está funcionando. Treinta minutos después de lo anunciado, frente a un público que menguaba sin parar, Gary Numan apareció en el escenario comandando una banda que recordaba más el sonido industrial de NIN o Killing Joke que el minimalismo electrónico de sus días con Tubeway Army, o del magnífico “The Pleasure Principle” (1979). ¿Nos timaron o era éste el Gary Numan que debíamos estar esperando? En cualquier caso, ¿Qué demonios le pasó a Gary Numan para estar tocando esta basura?

Era de esperarse que Numan, uno de los bendecidos por el advenimiento del retrofuturismo –rehabilitador de la electrónica y pop de teclados ochentosos, proyectándolos como fantasías cyberpunk y ya no las visiones naif de un futuro que jamás llegó–, retornase a los escenarios para reinar sobre sus herederos, pero no fue así. Casi sin dejar concesiones a los teclados, base esencial de su minimalista sonido electrónico original, Numan adopta ahora una formación de Guitarra-Batería-Bajo que suena duro y como el metal industrial alemán (más estilo "chorizo blanco" que KMFDM), completando su paleta con dos músicos armados con laptops, polymoogs y una maraña de otros aparejos electrónicos que no justificaron su sofisticación. Con esta plataforma Numan arremete sobre algunos de sus hits: “Cars”, “Are friends electric” (le sale mejor a The Dead Weather, una banda que saben que detestamos) o “Metal”, pero se resiste a entender que el sonido industrial es parte del pasado. El futuro sigue estando en el sonido que el propio Numan engendró a finales de los setenta. ¿Para darte cuenta de eso, hacía falta montar toda esta patraña, Gary?



Lee “Scratch” Perry: Intergaláctico pastor de Jah
Escenario Pitchfork – Sábado 29 de Mayo, 01:30 am

En lo que debió ser la mayor concentración de cannabis por metro cuadrado de Europa, unos pocos curiosos y más fumetas de los que pueda contar, se dieron cita para la ceremonia que oficiaría Lee “Scratch” Perry, titán del reggae, inventor del dub y leyenda jamaiquina apenas ensombrecida por su ocasional socio Bob Marley.

Parecía que todo iba a marchar a la perfección, pues unos diestros músicos, arrancados de los estereotipos más profundos del roots reggae -con un groove intergaláctico como punta de lanza- esperaban prestos a un Lee "Scratch" Perry que por lo menos había que intuir como legendario. Hablando de eso, el aspecto y estilo de Perry en vivo distan muchísimo de su obra de estudio, donde se beneficia de los trucos, efectos, ecos y demás artimañas que son baza del dub. En vivo la cosa apunta más a un soul-reggae divagante pero sin duda hipnótico. Eso sí, el carisma de Perry no merma en absoluto, y se proyecta tanto en su atuendo estrafalario como en sus letras, que ya nos mandan a clamar por la liberación de África o a sacudir las rodillas como si fuésemos un pollo descontrolado.

Combinando temas propios con estándares del género (reggae en el Primavera Sound, sí, sí), algún saludo a Sly Stone y Bob Marley, el set de Lee “Scratch” Perry era más cosa de iniciados y amantes del reggae que de la habitualmente tan curiosa como despistada fauna festivalera; pues sin duda los que no estaban colgados de la nube narcótica, saltando-bailando (¡Como el guitarrista de Wire!), seguro se aburrieron antes de la sexta canción y, pidiéndole disculpas al septuagenario músico, abandonaron el escenario hacia las mieles, más inmediatas, de vaya uno a saber qué otra banda.


Orbital: Que bailen esos cerebros
Escenario Ray-Ban – Sábado 29 de Mayo, 3:00 am


Durante los noventa parecía una anomalía que una “banda” electrónica tuviese la capacidad de llenar estadios. Los músicos electrónicos eran -a lo mejor limitados por la tecnología- invisibles bestias “de estudio”, apenas disponibles en clubs o discotecas. Con el cambio de siglo y gracias a bandas como The Prodigy, Daft Punk o The Chemical Brothers, esto cambió, y es hoy perfectamente cotidiano encontrar ya no bandas, sino festivales enteros enfocados en la electrónica. De hecho, el Primavera Sound habitúa cerrar sus jornadas con una fuerte, y trasnochadora, apuesta electrónica. (Claro los que más disfrutan de esa propuesta son los que mejores camellos tienen, pero esa es otra historia).

Los pioneros de ese movimiento son, sin lugar a dudas, Orbital. Antecesores de todas las bandas arriba mencionadas, fueron ellos los “inventores” de los shows multimedia e hiperestimulantes que explotaron desde la escena techno (Evidencia puntual, ¿quién puso de moda eso de que los DJs usaran linternas en sus cabezas?), y continuan ejerciendo como maestros de las experiencias sensoriales fuera de serie. Precisamente eso ofrecieron la última noche del Primavera, empeñados en agotar hasta la última pisca de energía de un público que abarrotó las graderías, pista y aledaños de este anfiteatro-escenario. También conscientes de que este festival quería, de algún modo, reivindicar a los ídolos de los “otros noventa” (allende grunge, rock alternativo y similares esperpentos), Orbital se afincó en sus hits más perdurables, iniciando con una brutal “Satan”, a la que siguieron “Chime”, “Halcyon on and on” y “Remind”, intercaladas con algunos temas nuevos e improvisaciones que, por una hora, arrebataron la imaginación, intelecto (¡intenten reconocer todos los samples usados!) y caderas de todo el Primavera Sound 2010.

domingo, mayo 09, 2010

Cuando bailar estaba permitido o los últimos días de la música disco


Hay algo fascinante en los finales de década. Esa agitación vertiginosa en la que se mezcla el temor por lo desconocido con la ansiedad de lo nuevo. El último año de los setenta no es una excepción, y por el contrario ofrece uno de los vórtices creativos más fecundos del siglo pasado –un adecuado final para una década esquizoide y ambigua, además. Producto de las múltiples tensiones que entran en juego cuando una década termina, las expresiones artísticas experimentan el shock de procesos que se cierran y encaran contradicciones que se multiplican con los retos de la novedad. Ese es el caso de 1979, un año de transición en lo social, político y económico, pero de radicales transformaciones en los espacios artísticos. De cara a un cambio generacional y sobrellevando las cada vez más veloces alteraciones de la modernidad, los productos creativos de aquel año esconden, tras un subvalorado perfil, el origen de gran parte de lo que hoy consideramos arte. Por ello es que, saliendo ahora mismo un final de década, aprovechamos este espacio para meditar al respecto.

Por supuesto, cuando uno piensa en los setenta lo primero que se le viene a la mente son afros esponjosos y música disco. Pero, ¿qué sucedía con la música popular durante 1979? Aparentemente el acontecimiento más importante tenía que ver con el declive del segundo ciclo generacional del rock. Si el primero había sido el que pasó del twist a Elvis, extendiéndose por la música surf y el rock’n’roll de Chuck Berry y Little Richard; el segundo ciclo se vio dominado por las bandas alumbradas bajo el efecto de la Invasión Británica y de la música psicodélica. Fue recién en 1977 que se produjo el tercer quiebre generacional en la historia del rock, potenciado por la irrupción del punk, que propició nuevos movimientos, formas expresivas y espacios dentro de la música popular, desafectados de las viejas formas e “instituciones” pero no por ello capaces de anularlas. Esa es la naturaleza contradictoria que observamos en la música de 1979, año en el que el punk ya había implosionado, escindiéndose en grupos con aspiraciones comerciales (la New Wave) y en otros con claras intenciones artísticas (el Post-punk). Pero también en 1979 alcanzaba su mayor momentum la música disco, impulsada por los mismos protagonistas del segundo ciclo del rock. Así encontrábamos, al mismo tiempo, a viejos astros “vendiéndose” al vilipendiado estilo discotequero mientras, en el coletazo final del punk, surgían auspiciosas señales de relevo generacional en el rock.

Lo extraño es que todo comenzó con un espejismo. Tras cinco años de dominación disco aparecía una canción que –sin ser bailable ni renunciando a cierta crudeza heredada del garage rock– pudo conquistar a las masas y encandilar a los críticos. “My Sharona”, ese grasoso one hit wonder, era lo que reavivó la esperanza de longevidad rockera; pero en realidad –como pronto lo corroboraría el abrupto pinchazo de la banda– The Knack y su megahit eran apenas un destello aislado. Todavía un producto del segundo ciclo del rock, ese que se había dejado arrollar por la brillantina y los zapatos de plataforma, el repentino éxito de The Knack se explicaba sólo como un efecto colateral del evidente hastío disco. En cambio, los Bee Gees (uno de los buques insignia disco) y Chic (que tras un perfil más bajo escondía al genial Nile Rodgers) lanzaban en ese mismo año discos con sus “grandes éxitos”, a pesar de acreditar carreras bastante breves. A pesar de todo, el impacto mediático de ese hit fue decisivo, ya que puso al público a hablar de una supuesto resurgimiento del rock y del esperado hundimiento disco. A esto debe sumarse el efecto de la “Disco demoliton night”, una maniobra publicitaria en la que un DJ solicitó a sus escuchas llevar LPs de música disco a un partido de los White Sox de Chicago, pues en el entretiempo los dinamitaría en una pila. Steve Dahl, ideólogo de este mitin, no había previsto la magnitud de la respuesta popular, que no sólo desbordó la cantidad de vinilos aportados y el aforo del Comiskey Park, sino que escaló en su animosidad hasta invadir el campo de juego, iniciando una revuelta que arrasó con el estadio y los negocios circundantes. Al margen del exabrupto vandálico, quedaba absolutamente claro que la música disco no sólo había dejado de gozar el favor popular, sino que ya era un enemigo declarado. La oleada de repudio que siguió a aquella jornada –no en vano apodada “El día que la música disco murió”– fue inmediata y contundente: muchas radios dejaron de pasar música disco, las disqueras evitaban apoyar artistas de ese género (por miedo a repercusiones incurables en su reputación y ventas) y hacia septiembre de 1979 ya no quedaban temas disco en los charts de los Estados Unidos. Y eso, si recordamos que en enero de aquel año los mismos rankings estaban invariablemente copados por artistas disco, es poco menos que una debacle de proporciones bíblicas.


Pero, como mejor que nadie lo sabrá la oposición boliviana, tener un enemigo común nunca es suficiente para poner en marcha una “contra-revolución”. Efectivamente se consiguió aplacar el éxito de la música disco, pero el rock no daba mayores señales de revitalización. Los Beatles se habían separado hace una década, los Stones –que con “Miss You” y “Emotional Rescue” cayeran en terreno disco– estaban ocupados haciendo shows de beneficencia para eludir condenas por posesión de narcóticos, The Who lidiaba con la muerte de Keith Moon y Pink Floyd lanzaba sus dinosaurico “canto del cisne” en la forma de The Wall. Ya el punk había dado cuenta del rock progresivo, pero a su vez terminó colisionado con los muros de la industria discográfica y sucumbiendo al germen autodestructivo de su propio discurso. Sin embargo, en ese paisaje que invitaba tan poco a la esperanza, se encontraban señales de indudable regeneración.

Por ejemplo, Joy Division y Public Image Limited debutaban ese 1979, fundando auspiciosamente el post-punk. También innovando en una vena cercana, Wire con 154 y Gang of Four con Entertainment! expandían el concepto del punk hacia una retórica que no entendía de fronteras (y fagocitaba influencias funk o el minimalismo por igual). En la vereda opuesta –la New Wave– Blondie ofrecía legítimamente divertidos coqueteos con la música disco, el ska y el reggae se acoplaban al impulso punk de Madness y hasta la excentricidad de DEVO o XTC parecían aceptables. Emergían también cantautores de aspiraciones más clásicas, como Tom Petty, Elvis Costello y el propio Mark Knopfler –cuando Patti Smith se jubilaba temporalmente y Bob Dylan ingresaba en su etapa cristiana. Incluso la música electrónica, parte del genoma disco, se revalidaba gracias al electropop vanguardista de Gary Numan y Tubeway Army, a la abstracción de Nurse with wound o al reproceso sonoro que hicieran, de los sonidos sintéticos, tanto el Hip Hop como el No Wave. Sin duda la mejor señal de este nuevo ciclo expresivo, matizado por una amplitud impresionante de influencias y aspiraciones, lo ofrece The Clash con su disco London Calling, lanzado en los últimos días de 1979 pero con la suficiente fuerza para sintetizar todo lo sucedido con la música popular tanto durante los setenta como lo que se vendría en los ochenta. Hablamos, pues, de la obra capital de esa tercera generación de rockeros.

Entonces, ¿qué era lo que estaba mal con la música disco? Tendría que haber sido algo genuinamente aborrecible, para merecer una reacción tan afiebrada y maliciosa como la que sufrió. A decir verdad, el problema con el estilo disco pasaba poco por lo musical, y se enraizaba más bien en la imagen y valores que defendía. En la consumación del hedonismo setentista, la ostentación y derroche disco resultaron aún más enfurecedores para los yanquis debido a que ésta era una música ostensiblemente popular en clubes homosexuales y entre latinos y personas de color. Así fue que, al terminar los setenta, el estilo de vida disco se topó con los primeros síntomas de la reacción conservadora que engulliría Estados Unidos en los ochentas, con Reagan, el tele-evangelismo, los yuppies y el SIDA como sus jinetes del apocalipsis. De ahí que entre eso de “Disco sucks” y “God hates fags” haya tan poca distancia.

En lo musical, en cambio, el sonido disco parecería seguir una progresión natural desde el soul psicodélico de Sly Stone o del funk sureño del enorme Isaac Hayes. Añadiendo la influencia de la electrónica europea (Giorgio Moroder, Kraftwerk, ABBA y Jean-Marc Cerrone) y de la percusión latina, la música disco estaba diseñada para obligar al baile; cimentada sobre el célebre beat “four-to-the-floor” y con líneas de bajo de perniciosa simpleza, los arreglos de cuerdas y montajes sintetizados que arropaban las voces de Donna Summer, Gloria Gaynor o Barry Gibb, pronto se expandieron a otros ámbitos musicales. Ya mencionamos a los Rolling Stones, pero incluso más paradigmáticos resultan los casos de KISS, Rod Stewart o Electric Light Orchestra. Pero, a su descargo podemos decir que hasta el genial jazzista Herbie Hancock, o el camaleónico David Bowie, cayeron en las redes disco sin precisamente resultados notables. Al interior de las trincheras disco existían también geniales exponentes, como KC & The Sunshine Band, Chic o Barry White. Eludiendo la condena sufrida a mediados de 1979, apenas dos años después del rompedor suceso del filme Saturday night fever, la música disco conseguiría extender su influencia en los ochenta, y por eso se encuentra sus huellas en las canciones de Prince, Madonna o Afrika Bambaataa. Valga también, como corolario, reconocer que Off the wall de Michael Jackson –el pie para la reinvención de la música negra y por ende de la conquista de toda la música pop– también se presta muchísimo de los arreglos disco.

A primera vista uno no se jugaría por 1979 como un año tan fértil y revolucionario para el desarrollo de la música pop como, digamos, 1966. Puede también parecer que la acumulación descrita se debe a procesos no necesariamente vinculados con el último año de los setenta; pero lo que sí resulta indiscutible es que, durante esos meses, se conformó mucho de la expresión musical contemporánea. En resumen, si alguna enseñanza dejó el ciclo de dominio disco, debe ser que querer producir música inocultablemente bailable no es motivo de escarnio. Como fuera, tomó veinticinco años para que esto pudiera ser comprendido por el rock, que en su faceta indie hoy llega a las pistas de baile con una naturalidad extraordinaria. No demasiado lejos del espectro disco se halla el efecto de la revolución punk. Tenemos el ejemplo de James Chance de The Contortions o John Lydon de los Sex Pistols y PIL, quienes se ocuparon de dejar claro que, a pesar de su origen punk, admiraban la flexible sensibilidad pop de la música disco. Así dieron origen a un Post-punk que se podía disfrutar orgánicamente mientras la letra incitaba a las reflexiones más profundas y la composición no resignaba calidad. Hoy que la música más innovadora que se hace tiene claras influencias disco y punk (LCD Soundsystem, !!!, Klaxons, M.I.A., The Rapture), conformando ese movimiento que se denomina Nu-Disco, tal entrecruzamiento hasta se antoja como una unión natural. Disco y punk ya no están enemistados. Claro, si le decimos eso a un rockero de los que protestaba contra aquellos años en los que estaba permitido bailar, lo más probable es que nos mire como si los estuviéramos invitando a que nos acompañe en una coreografía de Village People. Pero claro, nunca es para tanto.

domingo, abril 25, 2010

De los bóvidos como armas de destrucción masiva

Si las miradas matasen… Hemos escuchado esa frase suficientes veces como para tomárnosla en serio –por mucho que estaríamos en verdadero peligro de confirmarse la fatalidad de un vistazo agudo. Conociendo la paranoia militarista estadounidense, doblemente peligrosa por el dinero que tiene disponible como por contar con el poderío suficiente para implementar hasta el plan más descabellado, no debería sorprendernos que a algún general yanqui se le hubiese ocurrido experimentar con la mirada como arma letal. Para los que conozcamos estrategias como el bombardeo incendiario usando murciélagos, el espionaje urbano por medio de gatos en los que se había incorporado un sistema de radio, la “tortura sónica” que se aplicó al sitiado dictador panameño Manuel Noriega o los –afortunadamente no ejecutados– planes que intentaban detonar una bomba atómica en la Luna para destruirla antes de que llegasen a ella los soviéticos, instalar una base militar en ese mismo satélite o hacer explotar “misteriosamente” un cohete Geminis para echarle la culpa al sabotaje cubano, pensar que por un momento el ejército yanqui se interesó por los poderes paranormales, nos parecerá de los más comprensible. Sobre esa premisa se construye The men who stare at goats (2009), que nos presenta la historia de una unidad secreta del ejército estadounidense dedicada a la exploración de habilidades psíquicas, poderes extrasensoriales y técnicas de combate alternativo, todo tras la idea de crear un batallón de guerreros Jedi capaz de vencer a cualquier enemigo.

Basada en la investigación del periodista Jon Ronson, que podemos encontrar en el libro homónimo, esta película no es inusual por “atacar” al ejército yanqui, sino por contar con un reparto magnífico y en el estilo de los más clásicos ensemble cast: Ewan McGregor como Bob Wilton, el periodista desencantado que se marcha a Iraq para cubrir la guerra y se encuentra con la historia del misterioso batallón paranormal; George Clooney en modalidad cómica (¡y con bigote!) como Lyn Cassady, el más poderoso de esos guerreros, ahora alejado del ejército pero aparentemente en medio de una misión; Jeff Bridges en un papel que parece hecho a su medida, se encarga de Bill Django, gurú y comandante del “Ejército de la Nueva Tierra”; Kevin Spacey como el Bill Murray-esco Larry Hopper, un psíquico reclutado posteriormente por la unidad; además de otros “secundarios” de lujo como Robert Patrick o la Cabra, que muy a pesar de la brevedad de sus papeles, hacen del reparto una masa crítica de talento y condiciones comedicas muy difícil de igualar. Tal vez esa es una de las principales virtudes del filme, que intenta superar las falencias de guión gracias al carisma de unos actores capaces de enriquecer hasta al más defectuoso de los personajes.

Durante los primeros dos tercios de la película, que son llevados con un gusto muy Coeniano -y no sólo por la aparición de sus habituales colaboradores Clooney y Bridges-, se nos muestra el origen e historia del “Ejército de la Nueva Tierra”, comandado por Django siguiendo las instrucciones de un general alarmado por el (supuesto) avance comunista en el uso tácticas de combate paranormal. Tal vez lo más gratificante, si bien no todas las bromas se resuelven con igual tino, es la evolución de los personajes de Bridges, Clooney y McGregor, que más allá de las paparruchadas New Age o las sesiones de Percepción Extra Sensorial, son un atractivo ensayo sobre la forma en que los vínculos de amistad se forjan entre los hombres, en cómo se construye esa comunidad de iguales (por mucho que entre Clooney y Bridges hayan subtonos de una relación padre-hijo). Es, lamentablemente, en el desenlace del filme cuando los problemas que desde un inicio tuvo éste, comienzan a agudizarse. Repentinos e inexplicables cambios en algunos personajes los vacían de todo su encanto, varios cabos sueltos se dejan sin resolver en la trama –cuando simplemente se pudo evitar incluirlos del todo– y un aura muy predecible domina todo el segmento final de una película que cae en picada y se debilita hasta el último segundo de un final de vergonzante ingenuidad. Así uno no puede evitar quedarse con gusto a decepción tras una película que daba para muchísimo más como comedia y que ni siquiera intenta despegar en el lado crítico-político que, cuando es bien abordado desde la sátira, produce maravillas del calibre “Dr. Strangelove”. Una lástima.

Claro, ésta crítica no quiere decir que The men who stare at goats sea una película pésima. Con sus numerosos defectos, bien puede tratarse de una de las pocas “comedias inteligentes” que veremos en salas locales. Aunque difusa y muy “de momentos”, los homenajes cinéfilos y pop (desde la insistente mención a los Jedis hasta Samuel Taylor Coleridge, pasando por la onda Coeniana, con soundtrack setentero incluido) hacen de la película bastante más disfrutable de lo que tendría pasar por un endeble ensayo por aproximarse a un riquísimo hecho histórico. El Proyecto Stargate, las PsyOps, el proyecto MKULTRA, el Primer Batallón de la Tierra (dirigido en la vida real por Jim Channon, mellizo perdido de Jeff Bridges, que aquí -con Bill Django- le da vida a un alterego de Channon), etc. son todas iniciativas reales del ejército yanqui, que intentó e intenta no sólo matar cabras con la mirada, o torturar prisioneros con la canción de Barney el dinosaurio, sino que está dispuesto a cosas bastante peores. Que el director Grant Heslov haya hecho quedar a ese ejército como una inofensiva fuerza –salvo el momento de la toma de la gasolinera iraquí por grupos de seguridad privada– es una crítica necesaria pero no suficiente para desestimar esta película. Recomendando a los interesados en el tema dirigirse al libro que la inspira, o a la serie de documentales que ya generó esa misma obra, nos quedamos con la oportunidad de ver una comedia que no ceba en el agotadísimo cliché de los gags físicos o escatológicos, ni se contenta con explorar la, ya segura, “alternativa Appatow” para producir comedias un tanto distintas a las producidas según "el molde"; además contamos con nuestro tótem y role model personal en ella (el recientemente oscarizado Jeff Bridges), suficiente razón para disfrutarla mientras esperamos que Heslov, que ya está pre-produciendo la versión “de ficción hollywoodense” de Our Brand is Crisis –celebérrimo documental sobre la campaña presidencial de Goni en 2002– tenga la genial idea de elegir a Bridges para interpretar al inimitable Gonzalo Sánchez de Lozada. ¿Se imaginan ver a The Dude en el Palacio Quemado? Eso sí que podría matar a una cabra.

domingo, abril 11, 2010

Un punk entre punks

Siempre que un conocido de este blog fallece, recibe quí una suerte de “último adiós” y/o el agradecimiento definitivo -por así decirlo- por haber compartido su arte con el mundo. Esta es una regla que no sólo se aplica para nosotros, ya que absolutamente todos crecimos con la idea de que no hay ningún muerto que sea mal tipo. Desde Slodoban Milosevic hasta Hugo Bánzer, jamás existió nadie que por muy despiadado que haya sido no recibiese un tributo antes de emprender su viaje al Valhala. Esta oportunidad es un tanto distinta porque el homenajeado es una figura bastante impopular en el rock, y por supuesto en el punk. Este personaje es acusado de haber estafado a miles de jóvenes, sin aparente futuro, para ingresar en la misma espiral de consumo que sus padres y el sistema que repudiaban, un lastre heredado de las clases acomodadas que tanto despreciaban. Este fue el único hombre que comprendió a cabalidad cómo los medios gobiernan sobre masas ignorantes, que se conforman con cualquier producto que les arroje la industria cultural. Una especie de McLuhan radical. El medio no es le mensaje, el medio es el control. El medio es la basura.

Este jueves dejaba de existir Malcolm McLaren, en un hospital suizo luego de un cáncer que se adelantó a todo diagnóstico. Irónicamente podríamos nombrar a la causa de su fallecimiento como la segunda tienda de ropa que tuvo a comienzos de su carrera:” Too Fast To Live…” A diferencia de Jaime Escalante, McLaren no murió junto a la mujer de toda su vida. Lo hizo con su novia coreano-americana Young Kim y su hijo Joe. Bastante en su ley.

La mayoría de los homenajes que recibió este empresario tuvieron mucho que ver con su pasado como mánager de The Sex Pistols. Toda la controversia que tuvo con los míticos punks opacó un poco las demás ocupaciones que tuvo McLaren a lo largo de su existencia. Desde ser un estudiante de arte, discípulo de un colectivo anarco violento, a convertirse en uno de los primeros raperos blancos ingleses, pasando por okupa universitario, productor, músico, actor y director; McLaren lo hizo todo. Lo suficiente para erigirse como hombre renacentista del Siglo XX postmo-postero.

De joven McLaren se encontró fascinado con las ideas de los situacionistas franceses y un grupo radical que buscaba la revolución social, se denominaban “King Mob”. A partir de su contacto con ambos colectivos comenzó a entender la importancia de la obra de arte en la preparación de una revuelta. Era imperativo que a través de las creaciones artísticas el pueblo obtenga el conocimiento suficiente para liberarse de los que rigen sus destino. El francés Guy Debord estaba convencido que había que utilizar los mismos mecanismos de la industria cultural para cambiar el pensamiento del proletariado.

Sin embargo ambos grupos no pasaron del par de años de vida y sus contribuciones físicas no quedaron en la mente del público; y tampoco trascendieron porque se realizaron en una década, los sesenta, donde el recambio cultural encabezado por el movimiento hippie opacó cualquier otro colectivo revolucionario. Una vez plantada la idea del arte como herramienta necesaria para la revolución, McLaren abrió una tienda con la mítica Vivienne Westwood con indumentaria para cine y productos relacionados con la estética rockanrollera inglesa de finales de los cincuenta, de esos sujetos mejor conocidos como los Teddy Boys.


Luego vendría SEX, la ropa para sadomasoquismo, el fracaso como mánager de los New York Dolls y el primer encuentro con Richard Hell, su muso para la posterior estética de The Sex Pistols. Luego cuando un muchachito llamado Jhon Lydon audicionaba en la tienda, el rock estaba por cambiar nuevamente de curso. Más allá de las declaraciones de McLaren en las que admite haber creado The Sex Pistols como una herramienta de escándalo y entretenimiento para las masas, el impacto de la banda es incuestionable. También controló los derechos y regalías de un puñado de jóvenes que se sintieron engañados hasta el extremo, cierto. Desde un punto de vista económico Malcolm McLaren sí estafó a todo el mundo, pero musicalmente, artísticamente y estéticamente hizo lo contrario. Nos abrió las puertas a lo auténtico.

Es absolutamente comprensible el odio de Lydon hacía McLaren por haberlos tenido casi de esclavos musicales, sin embargo el cliché de creer que Malcolm McLaren es un astuto pillo que se burló de la música y de los jóvenes es la mayor mentira que se haya difundido sobre este personaje. Luego del tortuoso paso como mánager de The Sex Pistols comenzó a trabajar con otros experimentos musicales que eran tan escandalosos y polémicos como la banda de Sid Vicious. Bow Wow Wow y Adam & The Ants son las dos bandas mas reconocidas que produjo y condujo durante esos días.

Pero su aporte a la música va más allá. Durante los ochentas, McLaren introdujo en la escena londinense el hip hop hecho por blancos. Su primer disco llamado “Duck Rock” era un paseo por las calles del Bronx y también por las coloridas estepas africanas; un trabajo que incluso fue reconocido por el inventor de la mezcla del hip hop con matices del continente negro: Afrika Baambataa. Que un ex miembro del movimiento punk se dedique a las rimas no es una sorpresa, ya que el propio Dee Dee Ramone se convirtió, también en la octava década del siglo pasado en Dee Dee King. Pero la versatilidad de McLaren queda demostrada en esta arriesgada aventura musical.

Si bien no contaba con un nombre de guerra, McLaren logró meter algunos hits en las radios inglesas e influyó a que otros raperos blancos samplearan sus temas, como Eminem. Pero McLaren no se quedó por mucho tiempo en este género, ya que muy pronto grabó “Paris”, un disco conceptual que contaba con la colaboración de Françoise Hardy y Catherine Deneuve. Luego compuso con Yanni la música que iba a ser utilizada por British Airways por más de una década. (Si hay algo más punk que eso, prometo comerme mi zapato.) Volvió a grabar una secuela de su “Duck Rock” quince años después sin el mismo éxito y también estuvo relacionado con proyectos que van desde el Spoken Word hasta el vals del sur americano, dando vida a una carrera extensa e inmerecidamente desdeñada por un público que le tenía como un matoncillo y estafador.

Puede que McLaren no haya sido un virtuoso, pero llevó a la música por nuevos rincones y le otorgó esa energía política que perdió luego de que el movimiento hippie desapareciera. Puede que haya inventando a The Sex Pistols como una burla hacía el consumismo y la sumisión de las personas ante los medios de comunicación, o tal vez haya tenido esa idea recién un par de años antes de morir, queriendo darle un twist final a la que pasará como su obra más relevante sobre esta tierra; nunca lo sabremos con certeza. Malcolm McLaren vivió intensamente sus aventuras en el mundo de la música y disfrutó cada momento de ellas porque sabía bien que era un “outsider”; un tipo que grababa discos sin saber tocar nada, un verdadero estafador. Un punk entre punks.


domingo, abril 04, 2010

El mundo de Dick


Fue uno de los pequeños milagros de la capitalización. Mientras en La Paz vivían el tránsito violento de una burocracia estatal apolillada al efímero dominio de los yuppies criollos, en Cochabamba las cosas, como siempre, cambiaban muy poco. Tal vez la novedad más interesante se encontraba en los kioscos de periódico de la plaza, junto a esos diarios que hablaban del “Plan de Todos” y de Sánchez Berzain. Llegados casi en cantidades unitarias, esos anaqueles comenzaban exhibir comics de la DC, que venían a completar la usual oferta de Nippur, Fantomas y El Hombre Nuclear. Y lo mejor de todo era que aquellos comics de Batman o Superman no eran las reliquias mexicanas de la (querida) Editorial Novaro. No, se trataba de actualísimos comics editados por la española Zinco, deslumbrándonos con sus colores, tamaño A4 –dos veces más grande que Novaro– y con una traducción castiza pero pasable. El retraso de 5 (o 6 u 8) años era normal por entonces, y hasta emocionaba leer casi en “tiempo real” lo que estaba sucediendo con nuestros superhéroes favoritos. Así, muy pronto se hizo tradición sabatina ir a buscar el siguiente número de esa colección que furtivamente comenzábamos al amparo de los saldos de la ejemplar editora ibérica.

Sin importar la influencia que haya tenido la llegada de las transnacionales en la aparición de esa oferta comiquera, estábamos viviendo el sueño de todo niño. Y de cualquier fanático del comic, pues las series que nos llegaban eran las superlativas Superman: The Man of Steel de John Byrne, la intricada Crisis on Infinite Earths o la gloriosa etapa post Year One de Batman. Dentro de poco, o como 32 páginas de historieta no son suficiente para aguantar una semana, el interés comenzó a pasar de los héroes de papel y tinta a enfocarse en los hombres que inventaban sus historias. Y de entre todos esos extraños nombres de resonancia judía llamaban la atención unos pocos, ya por la calidad de la obra o por su recurrencia en aquellas páginas. Uno de los pocos que a esos dos factores sumaba el aparecer tanto en las revistas de Batman y Superman era el de Dick Giordano. Entintador de buena parte de esos comics, Giordano era también el Editor Ejecutivo de DC Comics, lo que hacía imaginarlo –junto al sopranistico Carmine Sabatini– como una especie de pimp daddy súper cool. De ahí surgió una devoción intensa por el trabajo de Giordano, que luego nos enteraríamos se extendía varias décadas para atrás, y que continuaría apareciendo mucho después de esos gloriosos días ochenteros (noventeros para Bolivia). Por ello fue que enterarse de su reciente deceso fue algo sorprendentemente nefasto, pues esta no es una de las noticias que uno espera encontrar en el New York Times, y tampoco es que Dick Giordano haya sido inmortal, pero uno lo imaginaba de algún modo protegido por esa pátina mágica de la memoria infantil. O, al menos, por los poderes de los superhéroes a los que ilustró por tanto tiempo.

Uno de los hombres más influyentes de la industria del comic, el prolífico Richard Joseph “Dick” Giordano encarna la arquetípica historia del artista de comic del Siglo XX. Nacido en Manhattan en 1932, estudió diseño e ilustración industrial, para luego hallar trabajo como freelancer en la pequeña editorial Charlton Comics. Gracias a su talento, pronto se convirtió en Editor en Jefe de Charlton, que debido al repunte logrado siguiendo los planes de Giordano, sería comprada por la gigante DC Comics. Ya allí Giordano se erigiría como uno de los puntales de la Edad de Plata del comic, abriendo las puertas de la industria a talentos como Jim Aparo o Denny O’Neil, y él mismo revitalizando a Linterna Verde mediante su fructífera alianza con Neal Addams en la eminente serie que compartiera el vengador esmeralda con Flecha Verde. A pesar de estar temporalmente alejado de la DC durante los setenta, Giordano regresaría en 1981 a la compañía, pero en esta ocasión como Vicepresidente Editorial. Desde esa posición Giordano guió a la DC por una época gloriosa, conocida como la Edad de Bronce del comic, que incluyó la publicación de hitos como The Dark Knight Returns de Frank Miller, Crisis on Infinite Earths y Watchmen de Alan Moore, creadores noveles por los que Giordano no sólo apostó, sino que incluso respaldó prestándoles ocasionalmente sus servicios como entintador. Al margen de los éxitos comerciales, Giordano también se empeñó en crear la sublínea Vertigo, donde la DC daba cabida a historias de temáticas maduras y proyectos creativos arriesgados (cuna, entre otros, de los celebrados Sandman, John Constantine o Preacher), demostrando un sorprendente balance entre el olfato comercial y la apuesta artística. En 1993 Giordano decidió “retirarse”, dejando el puesto ejecutivo en DC pero manteniendo sus deberes como entintador y portadista durante muchos años más. De hecho, incluso a pesar de la leucemia que lo fulminó el 27 de marzo pasado, Giordano continuó desarrollando proyectos independientes y colaborando con pequeñas editoriales, con una energía insospechada en una persona de su edad.

Resumida en un párrafo, la carrera de Dick Giordano puede parecer modesta. Todo lo contrario, pues pocos personajes han tenido la influencia e impacto que Giordano tuvo sobre la industria. Claro, ser entintador (por mucho que como Giordano seas el mejor del mundo), es tan ingrato como ser el baterista de una banda de rock. Pero sea guiando el destino de la editorial de comics más grande del mundo, “cazando” talentosos creadores o renovando el estilo de ilustración con sus tintas sobrias, sutiles y dinámicas, lo que Giordano hizo para el noveno arte se mide en una escala similar a la de Jack Kirby, Wally Wood o Curt Swan. No tendrá la visibilidad de Jim Aparo, Kurt Busiek, Mike Grell, Gerry Conway o Alan Moore, autores a los que Dick Giordano efectivamente auspició –a pesar de sus melenas y jeans, como recuerda un divertido Marv Wolfman–, pero su papel como padre de la Edad de Bronce del comic es incuestionable. De algún modo, debido a su apertura hacia nuevo talento –cosa que no sucedió en DC comics durante 3 décadas, justamente hasta la llegada de Giordano–, éste comparte los logros creativos de sus herederos. Un hombre que estuvo en todos los comics importantes de su tiempo, no sorprende encontrarnos en su página web una declaración en la que dice que su amor al comic nace gracias a que en ellos encuentra un portal eterno a su infancia. Es lógico entonces que su trabajo nos haya llegado a nosotros de la misma forma. Descubrir cuán divertido puede ser todo lo que Giordano hizo entre viñetas, capas y extraterrestres no es tarea para un arqueólogo. Eso hay que dejarlo en manos de los niños. En esas divertidas tardes de sábados y comics en el mundo de Dick.

N. del E.: En "20th century Danny Boy" encontramos una estupenda entrevista a Dick Giordano, en la que rememora toda su carrera. Pueden leerla aquí.

domingo, marzo 28, 2010

Corredor sin salida


Si nos propusiéramos encontrar la más cercana de las “eras mitológicas” de la humanidad, esas que se tejen sobre construcciones legendarias (arturianas, isabelinas, etc.) tanto como desde realidades entroncadas en verdades tan oscuras como escondidas, tendríamos que convenir que la más reciente encarnación de esa imaginada época mitológica equivaldría a la década de los cincuenta en los Estados Unidos, en el periodo que va de 1945 a 1962. Una época de ambigüedades, un agujero negro histórico en el que una suerte de ignorancia desencantada se desmarcaba de los problemas (sociales, bélicos, generacionales) que explotaron en la década posterior, y que hace muy poco ha comenzado a ser explorada con ánimos deconstruccionistas por el cine -entonces acechado por la “Lista negra” de McCarthy y sus cazadores de brujas. Sin embargo, naturalmente al margen de las marquesinas Hollywodenses, cineastas como Samuel Fuller, Nicholas Ray, Edgar Ulmer o Kenneth Anger comenzaban a examinar con afanes críticos (a veces más explícitos, valiéndose de alegorías y hasta desde la sátira) esos tiempos, con el mérito de tener un pie puesto en esa década y escoltados –entre otros– por los ya establecidos Orson Welles o Stanley Kubrick. Precisamente Fuller es uno de los que más hizo por desarrollar esa mirada punzante y precisa. Tenemos así su serie de filmes bélicos y westerns revisionistas, o la genial Underworld U.S.A. (1961), o la polémica y reverenciada Shock corridor (1963), producto evidente de esos días e intenciones, además de una fenomenal inmersión en las instituciones psiquiátricas, los tratamientos a los que se somete a los pacientes y, claro está, la locura misma.

Shock corridor, como gran parte de las películas transgresoras de sus días, ha corrido suertes en extremo contradictorias a lo largo de su existencia. Primero prohibida y vilipendiada por su excesiva crudeza visual (sexo, violencia, terapias de shock brutales, racismo, etc.), fue luego elevada a su actual estatus clásico gracias a la admiración demostrada por maestros del cine como Truffaut, Kaurismaki, Jarmusch o Wenders, todos reconocidos fanáticos -y herederos- de Samuel Fuller. Vendida en sus días como un thriller psicológico de “increíble realismo”, fue catalogada luego casi como “cine basura”, para finalmente entenderse -ya más cabalmente- como una sátira adrede sobreamplificada en lo camp, simplista en lo “real” o “psicológico” de su trama pero con un valor cinematográfico indiscutible; además de servir como una reflexión intensa sobre la sociedad norteamericana y sus pilares sociales e institucionales.

En Johnny Barret, un reportero que piensa ganar el Pulitzer resolviendo un crimen perpetrado dentro de un sanatorio, y que para ello deberá internarse en el mismo asilo, tenemos a un arquetípico personaje pulp y al protagonista principal de Shock Corridor. Interpretado estupendamente por Peter Breck, tanto el actor como el guión de Fuller consiguen capturar la intencionalmente sobreactuada locura del reportero al hacerse pasar por un fetichista con apetitos incestuosos (lo necesario para convencer a los médicos de internarlo en el asilo), como la (ya no intencionalmente pero igual sobreactuada) locura “real” del periodista, que atreviéndose en el terreno de la demencia, y aquejado por los tratamientos a los que se lo somete en la institución, termina enloqueciendo. Rodeado de personajes que en su trastorno creer ser generales confederados, líderes del Klu Klux Klan o cantantes de ópera, la locura violenta y sin justificación de Barret adquiere un certero sentido de realidad. El único cuerdo entre los locos termina convertido en el único loco entre inofensivos pacientes mentales.

En el asilo Barret procurará obtener declaraciones lúcidas de tres internos, testigos únicos del crimen, pero que a pesar de otorgarle la información deseada, lo arrastrarán lentamente hacia el corredor, hacia la locura insalvable. Con un jefe psiquiátrico llamado Dr. Cristo y dos asistentes/guardias en perfecta dinámica de “policía bueno-policía malo”, Barret será sometido a terapia de electro-shock (la única “cura” entonces disponible para la “enfermedad de la locura”), sufrirá el ataque de sus compañeros y deberá aprender a convivir entre los dictámenes alucinados de los otros internos. Claro que lejos de mostrar la realidad de estas instituciones, lo que tenemos aquí es un relato impecable del descenso personal en la locura. No es necesario creer que se continue haciendo hidroterapia o bailes mixtos como tratamiento para los pacientes, pero enfocándose uno en el corredor como metáfora final del desastre de la mente, o la contraposición moral de Cathy, la novia stripper de Barret, su jefe Swanson, los médicos de la institución y el propio Johnny Barret, tendremos suficientes razones para disfrutar y analizar la película sin preocuparnos por las deficiencias actorales o los cambios estéticos producidos por los casi cincuenta años que nos separan de esta película.

Las comparaciones argumentales con One flew over the cuckoo’s nest de Kesey, Forman y Nicholson, es inevitable por mucho que las intenciones y temporalidades sean tan distintas. Sin embargo tal paralelismo no se sostiene tan pronto uno comienza a ver Shock Corridor, pues la monomanía de Barret –que obliga a su novia stripper a hacerse pasar por su hermana y víctima– no será el único flanco por el que la demencia llegará a atacarlo. Fuller se planteó exponer los recovecos más oscuros de la vida contemporánea (su mérito está en que aún hoy los vicios por él detectados sigan siendo nuestros vicios hoy), y aunque a uno le parezca ridículo, esa especie de locura que es la competencia despiadada, el hambre de éxito a cualquier costo, es mucho más común en nuestros días de lo que quisiéramos admitir. El cruce de las otras pulsiones -predominantemente sexuales- sirve como un puro ejercicio de exageración camp, en el que los tonos deliberadamente altisonantes hacen tanto de anzuelo masivo como bofetada burlona para aquellos que prefieren permitir films con interludios ninfomaníacos que críticas sobrias y austeras a la sociedad contemporánea. Que Fuller haya empaquetado todo eso en Shock Corridor es otro de los méritos de su mayúscula e influyente carrera.

Justo ese aspecto, el aparente devaneo berreta, fue duramente criticado en sus días. Lógico, es el más evidente para el ojo poco dispuesto a ir más allá de las boas, los corsés o el griterio racista. De cualquier forma, el amasijo de lugares comunes sobre locos y las tipologías psiquiátricas ridículas no es otra cosa que un burlón intento por incluir y reflejar, de la forma más escandalosa posible, cada una de las más importantes problemáticas políticas y sociales de los EEUU de aquellos años. Asómbrese uno al notar que 50 años después muchas de esas situaciones se mantienen vigentes (racismo, explotación sexual, violencia, jingoísmo, etc.) y por “bondades” de la globalización incluso se han estirado por el mundo. Entonces, así como el asilo es una efectiva metáfora de la sociedad yanqui de los cincuenta, si es que inserto en un microcosmos demente cualquier “cuerdo” termina indefectiblemente trastornado, pues mal hacemos hoy en tildar, desde nuestra posición de cordura, de “loco” a nuestro propio mundo. Será cuestión de tiempo para que terminen arrastrándonos también a nosotros al corredor sin salida.

Con un estilo visual y un ritmo narrativo enérgico y directo, típico del estilo “primitivista” de Fuller, su agresividad gráfica se completa fantásticamente con la cinematografía preciosa y efectiva de Stanley Cortez (The magnificent Ambersons, The night of the hunter, etc.), y se permite “lujos” impropios del cine de bajo presupuesto, pero luego confirmados como marcas estilísticas del propio Fuller. Hablamos, claro, de las secuencias en color que inundan la pantalla cada vez que uno de los pacientes ingresa en uno de sus lapsus de “lucidez”. El montaje veloz y emotivo fue sin duda otro de los factores que tranformaron a este periodista y soldado devenido en director, en el maestro de la Nouvelle Vague, de Leos Carax, Tarantino y Scorsese. Sus primerísimos planos de encuadres detallados y breves, las logradas superposiciones visuales o la voz en off suplantando la introspección silenciosa, se contraponen sorprendentemente a los ambientes sanitarios, que son mostrados mediante tomas estáticas y abiertas, incrementando la claustrofobia por medio de la afasia de Barret. Son estos juegos compositivos los que le ha granjeado a Fuller el merecido apodo de “Orson Welles del bajo presupuesto”. Un elogio para nada exagerado.


Algo que hay que tener muy presente al ver Shock Corridor es que se trata de un film Clase B. La sobreactuación, los diálogos desopilantes, la ridícula forma en que los internos pasan de raptos de locura a la lucidez plena, etc., conforman la dosis exacta y necesaria de “Cine basura” que Fuller asignó a esta su obra -o simplemente no pudo evitar. Por supuesto que hay que tener un gusto amplio y suficiente paciencia para comprender esta obra, esencial para la filmografía de Samuel Fuller sin ser siquiera su mejor trabajo, aunque quizás sí el más accesible. Shock Corridor, puntualmente en la obra del cineasta, merece el rótulo de clásico por las virtudes que le han permitido mantener intacto su poder crítico e innovador casi a medio siglo de su concepción. Fundadora del género exploitation -eufemismo acuñado para designar el amarillismo cinematográfico–, Shock Corridor consigue, al mismo tiempo, rivalizar con Dr. Strangelove de Stanley Kubrick como una de las críticas más agudas de la sociedad norteamericana en los años cincuenta. Y eso es algo francamente admirable, venga esa película de la trinchera del cine under o de lo más alto del star system americano.

Ya desde la frase de Eurípides con la que abre y cierra el film, “Aquel al que Dios quiere destruir, primero enloquece”, Shock Corridor es una experiencia profundamente inquietante. Y lo decimos porque el film intercala momentos narrativamente flojos con otros tremendamente contundentes, momentos de gran cine con unos pocos de acabado infumable. El anticomunismo se reduce así al nivel de las arias operísticas del compañero de habitación de Johnny Barret. Las violaciones colectivas, tormentas eléctricas bajo techo y revueltas intra-raciales se hacen tan naturales que uno las puede rastrear y acomodar en el periodismo sensacionalista, la prosa púrpura y la sencilla diversión del cine negro; todos géneros y campos en los que Samuel Fuller se sumergió con notable genialidad. Definida por Jean Luc Godard como “Una obra maestra del cine bárbaro”, no hay posibilidad de equivocarse con ella. No podemos estar tan locos para no verla.