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sábado, abril 20, 2013

Postales de la caída: A diez años del fin de la industria discográfica como la conocíamos (VI)



My Chemical Romance acaban de separarse. Puede que no signifique nada para los que conectamos con las bandas mencionadas en esta serie de posts, pero es torpe negar que, el que integraba el desaparecido quintento de Nueva Jersey, se trató de un movimiento importante. Su pico popular también coincide con 2003, a pesar de que se puede rastrear las raíces del género hasta los noventas (Sunny Day Real State) o los ochentas (Rites of Spring). Pero lo de Jimmy Eat World, con esta canción que fue uno de los hits más grandes de los años anteriores a 2003, no pasa por ahí. Este cuarteto de Arizona llevaba una década rondando las ligas menores del rock alternativo, practicando un power pop tan voluntarioso como ordinario. Cansados de la desidia y la mala suerte, con “Bleed American”, disco donde está “The Middle”, ‘traicionaron’ a sus fanáticos de base, firmando con una major (Geffen, la misma de Nirvana) y rodeándose de modelos en ropa interior para el vídeo de su single promocional. Lo paradójico es que así se condenaron a ser un one hit wonder anónimo para la continuidad mainstream. Es más, marcados por el estigma de la ‘traición comercial’ entre sus viejos fans, anularon también la posibilidad de una reunión postrera, como hicieron en 2010 los propios Sunny Day Real State. Hoy una movida así de kamikaze no es necesaria, como lo están probando Japandroids al triunfar desde la independencia con un rock simple y melódico, no del todo distinto al de The Descendents o Andrew W.K., que en 10 años pasó de ser visto como el Weird-Al de esta generación a consolidarse como un creador tan anómalo como respetado.

La simetría estética entre el vídeo de “The Middle” y “Spring Breakers”, la película indie más visible en lo que va del año, tampoco es casual. Ahora mismo la EDM americana, capitaneada por Skrillex –que firma la banda sonora de “Spring Breakers”–, se gesta como un enorme movimiento juvenil… con demasiados puntos de cruce con el nu-metal y el rock que tan bien representa Jimmy Eat World: crudo pero melódico, agresivo pero sensiblero, tan lleno de contradicciones como un adolescente Si hay algo de verdad en eso de que el cine encuentra su espectador ideal en un niño de ocho años, puede que también lo haya en el argumento que fecha nuestro aprendizaje musical en torno a los quince años. Que “Spring Breakers” pueda ser un intento de película generacional para los que cumplimos quince después del 2000, es madera de otro artículo; lo que aquí queremos decir es que la mejor muestra de lo degenerada que estaba en 2003 la comprensión del vínculo entre adolescencia y rock, la tenemos en este vídeo: con cuarentones cantando sobre lo feo que es ser chango, pero insistiendo que basta con aguantarse un poco, pues al final estas cosas pasan. No es inverosímil, ya que al arrancar este milenio la industria discográfica la seguían dirigiendo los mismos adolescentes que se emocionaron con el fulgor original del rock, allá por los sesenta. Sobran las canciones que tratan esa sensación de incomodidad existencial inherente a la adolescencia: “Smells like teen spirit”, “Sixteen blue”, “Teenage Kicks”, “Baba O’Riley”, “Teenage Riot”… y de cierto modo todas han aglutinado escenas (y movimientos generacionales) a su alrededor. Pero si a lo que apuntamos es a cosas como “Strange” de Galaxie 500, que es el sonido que saldría de la boca de un adolescente si pudiera articular las nubes de angustia que rondan su cabeza, ni el chango más despistado se creería la inane “Teenage dirtbag”, otro hit de los primeros años de este milenio. O “Back to school” de los Deftones, la que seguro más de un ejecutivo apostó sería la “Teen spirit” del nu-metal, al punto de lanzarla con un vídeo que era tan pastiche del hit de Nirvana como de "Baby one more time".

El fondo del problema era ese. El shock tecnológico de la digitalización de su soporte no habría sido el primero que enfrentó la industria discográfica –aunque en este caso resultase tan drástico en sus efectos sobre los consumidores. La introducción de los cassettes, la invención de discos de 45 rpm más fáciles de producir, la masificación de los sintetizadores, etc., son crisis que la industria resolvió con facilidad. Lo que de verdad amplificó el alcance de ésta fue el componente generacional, desatando un cambio que va más allá de lo económico, afectando al paisaje cultural y la forma en que interactuamos con el arte. Para ponerlo de alguna forma, si los baby boomers pudieron extender la transformación generacional de los sesenta a los setenta y ochenta, a la generación que explotó en 1991, coronando el rock alternativo como una de las ramas de la industria, se le negó esa oportunidad. Ya en 2001 este desenlace parecía inevitable, a pesar de que la industria seguía tratando de vender innovación y riesgo en The Strokes o Radiohead, impulsando el revival neoyorquino o los hypes infinitos del NME; en cualquier caso, abrazando una música agotada, el cascarón vacío de lo que el rock supo ser. En 2003 el derrumbe fue completo, y de las ruinas de la industria emergió un ámbito paralelo: el indie como dominio discursivo en el que, durante una década, hemos visto apasionantes transformaciones. Es cierto que se puede discutir que en 2010 esta versión masificada del indie tocó un punto de inflexión, a partir del que se ve agotado como estética, pero para eso debemos admitir primero que fue el campo de mayor vitalidad durante los siete años precedentes. Las diferencias entre 2003 y 2013 atestiguan la profundidad de esta metamorfosis. Hoy James Murphy está produciendo a Arcade Fire, R. Kelly es cabeza de cartel del Pitchfork Festival, Animal Collective ya no parece una banda tan extraña, la industria de memes de Ryan Gosling florece, retorna The Postal Service, 3OH!3 son parte del Warped Tour y los Strokes lanzan un pésimo disco con una major. Hoy el rock cumple una década al borde del abismo. Y hay pocas cosas tan emocionantes como el vértigo de vivir al límite. Mucho más si ese es el acantilado en el que se forma la música de esa generación que comenzó a hacerse notar en 2003 y que hoy, en 2013, se ve dispuesta a alcanzar la madurez.


jueves, abril 18, 2013

Postales de la caída: A diez años del fin de la industria musical como la conocíamos (IV)



¿Cómo se inventa una nueva escena? Si Pitchfork iba a convertirse en la bandera del movimiento indie, tenía que poder responder esa pregunta. Al momento de lanzar a Broken Social Scene en 2002, Pitchfork todavía no tenía el músculo para impulsar toda una escena. Tampoco cuando Arcade Fire explotó –un grupo que, en todo caso, encontraba su precedente en las bandas del colectivo Elephant 6. El webzine existe desde 1996 y, durante los ocho años previos a su consolidación como barómetro del gusto indie, zigzagueó entre la continuidad del rock alternativo, el apoyo al espejismo del post-rock y unos tímidos escarceos con la electrónica (Boards of Canada y Prefuse 73, no Daft Punk). Varias de sus bandas tótem hasta ese momento (Radiohead, Wilco, …And you will know us by the trail of dead) llegaban a 2003 agotadas en lo creativo. Un vistazo a los rankings de mejores discos del año de Pitchfork, entre 2000 y 2004, nos sorprenderá al encontrar muchos grupos hoy desaparecidos, o de los que el webzine se ha distanciado en lo posterior: The Wrens, The Books, The Decemberists, The Microphones, The Avalanches, The New Pornographers, etc. A estas alturas tampoco parece tan sacrílego pensar que la década pasada no la dominó Radiohead, sino Animal Collective. Lo curioso es que la encarnación definitiva del cuarteto de Baltimore corresponde también a 2004. Si nos animamos a trazar una historia paralela bajo la hipótesis de que los de Oxford son los últimos dinosaurios del rock alternativo y no los padrinos del indie contemporáneo, veremos que es a partir de 2003 que surge la “nueva realeza” del indie: Joanna Newsom, Arcade Fire, Kanye West, Madvillain, MIA (y Diplo), así como los mismos AnCo de “Sung Tongs”, todos debutaron en 2004; siendo sus obras más relevantes para entender lo acontecido en la música pop de los últimos diez años que cualquier trabajo de las bandas que tocaron su techo antes de 2003.

Es posible que esa sensación de final de época también se haya percibido en otros ámbitos. Por algo la “Rolling Stone” publicó su canon en la forma del ranking “The top 500 albums of all time” en ese año. Como era de esperar, el centro de gravedad de tan exhaustivo listado estaba en los sesenta. De hecho, por mucho que los medios alternativos lo intentaron durante los noventa, no consiguieron desmontar ese canon, siendo más bien absorbidos por la institución del rock baby boomer. Esto no ha pasado con el rock surgido a partir de 2003. Recordemos que, a pesar de no haber aparecido en la portada de la revista, la “Rolling Stone” incorporó “Funeral” como el décimo quinto mejor debut de todos los tiempos, en un ranking publicado hace pocas semanas. Un puesto elevado, si consideramos que está muy por encima de los debuts de Elvis, Led Zeppelin, The Doors o Pearl Jam, bandas afines al repertorio de la revista. Antes que un gesto de apertura, esta inclusión reconoce un quiebre generacional que no hace falta superar. Todos aquellos cuya educación sentimental –y por tanto su consumo musical– esté fechada antes de 2003, tienen 40 años de música para saciarse. De ahí que siempre tendrá más sentido ver a Bruce Springsteen en la tapa de la “Rolling Stone”, aunque el Boss haya tocado varias veces con los canadienses. Confirmamos este síntoma terminal también en lo cinematográfico, pues “Almost famous” y “High fidelity”, lo más cercano a una lápida para la narrativa del rock boomer, se estrenaron en 2000; a casi cincuenta años de la explosión original del rock’n’roll y en el preciso momento en que la industria musical comenzaba a dejar de ser lo que por muchas décadas fue.

Este fenómeno tiene una sencilla explicación demográfica. En los Estados Unidos, en los ochenta nacieron tres veces más niños que en los setenta. Esto sin mencionar que fue ésta la generación que cayó de lleno a la revolución digital. Siguiendo con la hipótesis de que Animal Collective fue la banda símbolo de la década pasada, vale la pena recordar que integraron en sus inicios la escena naturalista, la primera articulada desde la blogósfera. La expansión de las redes sociales ha hecho que esta experiencia sea imposible de repetir, pues se potencia la consolidación de nichos aislados antes que la formación de colectivos transversales; aunque tiene sentido que el grupo fundamental de la década pasada encaje con esa forma organizativa, casi una aplicación de la hermenéutica DIY en lo virtual. Del mismo modo que es natural que en los ocho años que van de 2004 a 2012, los ochenta hayan pasado a ser el referente creativo principal, y ya no los sesenta. Tiene poco sentido, en una expresión tan generacional en su appeal como el rock, mantener un filamento nostálgico con la misma temporalidad que alimentó los imaginarios de tus padres. Para descartar la hegemonía de Radiohead o el revival neoyorquino, basta ver su conexión con los setenta tardíos. En cambio, el maximalismo de Animal Collective requería un público con acceso a Wikipedia y YouTube, para poder ir ensamblando las piezas de una música excéntrica, tribal y dionisíaca a pesar de su exigencia en términos de capital cultural. Hablando de eso, la película “School of rock” también se estrenó en 2003. Ahí se plasma, de forma grotesca, la radical diferencia en la visión que se tenía del rock: el lado canónico se pensaba como una escuela, sin reparar que no hay nada menos cool que eso, mientras que el indie de AnCo te invitaba a bailar en pelotas alrededor de una fogata, aunque después tendrías que correr a Google para averiguar quién diablos eran J Dilla, Popol Vuh o Tony Conrad.



lunes, abril 15, 2013

Postales de la caída: A diez años del fin de la industria musical como la conocíamos (I)


Es 2013 y llegamos a la primavera septentrional con una noticia inesperada. Un estudio de la Comisión Europea afirma que las descargas ilegales no dañan a la industria discográfica. Siendo precisos, en realidad no se sabe qué efecto tienen; si bien, en caso de ser negativo, no es suficiente para explicar más del 25% del descenso en los beneficios del sector. Pocos días antes, la IFPI anunciaba que los ingresos de la industria habían crecido por primera vez en una década. Al margen de lo anecdótico de ese incremento (0.3%), el repunte puede deberse a un cambio en la forma en que se contabilizan los réditos del ramo. Por ejemplo, hoy las reproducciones en YouTube suman con el mismo peso que la venta de un single. Pero dejemos las precisiones econométricas para la gente que escribe papers sobre el tema. Lo indudable es que el estado de la música popular en 2013 se parece poco al de 2003, por no mencionar 1998 o una fecha anterior. La forma clásica de narrar esa metamorfosis, adoptando la digitalización de la música como línea maestra, es de sobra conocida. Puede ser más interesante tomar la baraja de canciones que nos ofrece aquel año y, al azar, extraer de ella unas cuantas postales; reparando en lo que estas nos dicen del presente. Así, antes que una historia paralela, esperamos descubrir algunos guiños y señales que escapan de la narrativa dominante, revelando las claves que nos permiten comprender mejor el tiempo transcurrido desde ese big bang que denominamos boom indie.

Claro que ese es un experimento que se podría ensayar con cualquier otro año (1954, 1980, 2011, etc.). Lo que marca a 2003 como un momento decisivo en su conexión con el presente se encuentra en las curiosas coincidencias que observamos entre los lanzamientos de ese año y los que ahora mismo llegan a la bateas. Parecería que entre ellos hay cierta continuidad, que toca tanto al pop (Justin Timberlake, Beyoncé) como al rock (Thom Yorke de Radiohead, los Strokes, Sigur Ros, YYY). Estos protagonistas repetidos, y otros que aparecen justo a partir de la ruptura que representó 2003 –para la industria musical, nuestras formas de consumir entretenimiento y de construir estéticas–, nos sugieren la existencia de ciclos que se amplifican a lo largo de esta década, en una interacción que describe mucho de lo que sucede en la música pop contemporánea. Más allá de la aleatoriedad o lo casual. De nuevo, sin pretender elaborar un ensayo profundo sobre el tema, comenzamos este repaso por media docena de canciones lanzadas en (o cerca de) 2003, que esperamos estimulen nuestra imaginación y nos ayuden a evocar lo que estaba pasando en la música popular hace más o menos diez años.


Por varias décadas, y hasta no hace demasiado, salir en la portada de la “Rolling Stone” representaba la bienvenida a las ligas mayores del rock. Es cierto que en los últimos tiempos la tapa de la revista, dedicada más a celebridades y políticos, se ha devaluado; pero no por ello deja de ser llamativo que la relación de este medio y el rock contemporáneo esté marcada por una omisión. A pesar de estar activa desde 2004, la que puede ser la banda indie más grande del mundo, jamás ha ocupado esa portada. No es que los canadienses tengan un perfil bajo, pues en 2011 ganaron el Grammy a mejor disco del año –no te puedes poner más mainstream que eso–, telonearon a U2 en 2006 y mantienen un consenso crítico que se extiende desde el “New Yorker” a “Mojo”. A REM, otra banda paradigmática en la transición del indie a la masividad, le tomó menos de 5 años conquistar la portada de esa misma publicación. Incluso revistas más cercanas al canon alternativo como “Spin” tardaron en reaccionar, ofreciéndole a Arcade Fire su portada recién en 2010. Esa fue la reacción generalizada de la prensa musical ante un fenómeno que no sabía cómo entender. Si algún medio se jugó al promocionar temprano a los de Montreal, este fue Pitchfork. Sin discutir la inocencia o imparcialidad del webzine que amamos odiar, su papel en la explosión de Arcade Fire fue esencial. Ya antes había promocionado a otras bandas indie, lanzando al estrellato al menos a Broken Social Scene, pero sólo con Arcade Fire consiguieron tocar segmentos tan amplios y alejados del rock indie. No pocas veces he escuchado alguna canción de “The Suburbs” mientras hago cola en el supermercado, algo que no pasa con otras bandas con un disco “Best New Music”.

En esa ambivalencia, en la combinación de los modos DIY y la capacidad masiva que exhibe Arcade Fire, se materializan las tensiones creativas que emergieron en el indie a partir de 2003. La diferencia está en que este boom no traspasó los estandartes independientes a majors, como pasó en 1991 con “Nevermind”; en cambio, potenció un consumo centrado en nichos que no se comunican entre sí. El disco más vendido de 2011 fue el de Adele, que publica con XL Records, una casa indie, pero es poco probable que los fans de Grimes, una de las sensaciones del año pasado, hayan escuchado alguna canción de la británica... y viceversa. Lo mismo pasa entre los públicos de The Black Keys y Death Grips, y eso que estos artistas se mueven más o menos en la misma órbita indie –no es raro verlos en el cartel de un mismo festival, por decir algo. Esa desconexión era imposible en los noventas, en los que un fan del rock alternativo no podía ignorar a Pavement si le gustaban los Breeders. Volviendo al asunto de los festivales, tanto los de Stockton como el grupo de las hermanas Deal integraron el cartel del Lollapalooza a mediados de los noventa. Es cierto que en años recientes el menú que ofrecen eventos como Coachella o el Primavera Sound se aproximan a una densidad más pantagruélica que totalizadora, pero la diferencia está en que en los días del boom alternativo un importante porcentaje del público asistía al Lollapalooza enfocado en tres o cuanto cabezas de cartel más o menos homogéneos (Sonic Youth, Hole, Beck y Red Hot Chili Peppers, por decir algo); ahora resulta poco verosímil que el mismo público enganche en el Lolla de 2013 a The Lumineers, DIIV y Thievery Corporation. Diferencias de estilo al margen, se puede notar una transición desde un tejido común hacia una red de microescenas vagamente cubiertas por el paraguas de lo independiente.

En lo que hace a las formas que tenemos de consumir el indie actual, el crecimiento de sus bandas más representativas desembocó en dos formas de experimentar la escena: siguiendo a los grupos cool del día (en algo muy parecido a una moda), o manteniéndose cerca de las bandas de la primera oleada indie. El resultado de esta dualidad es la consagración del indie como música de masas juveniles. De acuerdo, Foster the People tendrá siempre más tirón popular que Deerhunter, pero ambas funcionan al tope de su capacidad de convocatoria. Aunque tal vez haga falta distinguir entre una música (mainstream) con ciertas inflexiones prestadas de lo indie, y otra que se guía por la independencia como código ético. E incluso se podría perfilar una suerte de oficialidad dentro del mismo indie. Como fuera, con ayuda de las nuevas tecnologías, se ha purgado el elemento underground del género. Hay que recordar que las bandas indie originales flotaban más cerca de la estética de Sebadoh que de la de Beach House. Su realidad la marcaban las giras sin roadies, en vagonetas destartaladas y tocando en salas ruinosas; nada que ver con los megafestivales corporativos de hoy, las carreras paralelas como modelos de ropa o los vídeos con actores de renombre. Todo esto comenzó a cambiar en 2003. Por algo la presentación en sociedad de Arcade Fire fue en un evento llamado “Fashion Rocks”, con David Bowie de invitado y Alexander McQueen entre el público. Y esto no significa que Arcade Fire vaya a ser tan conocida como U2, Depeche Mode o Radiohead, bandas en su momento surgidas de escenas muy específicas. Aunque este proceso de desconexión funciona en ambos sentidos. Sin ir muy lejos, el otro día un fan del indie de tendencias, comentando las bandas que esperaba ver en el Primavera Sound, se refirió a Fiona Apple como “la nueva Regina Spektor”. Y no estaba siendo irónico. ¿Se imaginan a un fan del alternativo definiendo a Sonic Youth como “los nuevos Nirvana”?