miércoles, enero 24, 2007

"Lo Crudo y Lo Cocido"

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En un año 2006 en el que apenas si hubo alguna comedia rescatable (solamente "Little Miss Sunshine" se me viene a la mente), casi al estar terminando este, nos llegó un documental, filmado por el Ministerio Kazajo de Información, que amenaza con cambiarle definitivamente la cara al género cómico.

Por tal mandato supremo, que pretende obtener información para “mejoras culturales” en el país asiático, se envía a Borat Sagdyev, reportero estelar de la gloriosa nación asiática, para observar las costumbres y comportamiento de “la nación más grande del mundo”, los EEUU, desencadenando un shock cultural sin precedentes, en el que las víctimas son más los yankis que el ingenuo periodista. Sin embargo, todo marcha regularmente bien para el kazajo, hasta que este se enamora de Pamela Anderson, abandonando ahí su misión original, para llegar a California (desde Nueva York), lugar donde planea desposar a la rubia, iniciando así un viaje por las entrañas de la bestia.

“Borat: Cultural Learnings of America for Make Benefit Glorious Nation of Kazakhstan” es la película que resulta de este tour de force. Seguramente ya se han percatado que este no es en verdad un documental, y que Borat es en realidad el actor inglés Sacha Baron Cohen (“Da Ali G Show”) y no un presentador de televisión proviniente del ignoto ex país soviético. De hecho, la ridícula idea de querer enviar a alguien en una misión de "aprendizaje y mejoramiento cultural" a los Estados Unidos, debió haberlos puesto sobreaviso. Este film, que funciona muy bien como comedia, pues consigue un incontrolable vendaval de carcajadas, es también una exposeé del ser americano, repleta de bromas crueles e ironía, cosa que logra con grandes resultados.

Se puede decir mucho sobre ella. Que es una sátira en la tradición de Jonathan Swift, que toma una visión del yanki que no se había visto, con igual lucidez y mordacidad, desde Mark Twain, que es la mejor comedia “comercial” de la década, que lee la cultura de manera similar a Claude Lévi-Strauss, etc. Pero, me pregunto, ¿Hasta que punto se puede afirmar todo aquello de una película con tantos gags facilistas, una gratuita lucha de hombres desnudos y dosis desbordantes de escatología supina?

El humor grotesco y la narrativa “in your face” son un par de características filológicas que se han ido imponiendo lentamente dentro de la cultura occidental. Así como Quentin Tarantino validó la cultura pop, Irvine Welsh, Chuck Palahniuk y hasta Jackass, entre otros, han extendido muchísimo el límite del recato y de lo “admisible por el buen gusto”. Mucho de esto lo encontramos en “Borat”, que, amén de tal delimitación (o falta de ella), se permite asaltar (y exponer) el antisemitismo, racismo, chauvinismo, xenofobia, intolerancia política y religiosa, el sexismo y otros ríspidos temas; llevándolos, en el personaje de Borat, a extremos tan surreales que termina desnudando oscuras y profundas verdades del “hombre americano” (el gringo, entiéndase).

Es precisamente por aquello que esta película de Larry Charles, filmada con una técnica "de guerrilla" que tuvo al FBI y a la Policía perpetuamente detrás del reportero, de “sospechoso aspecto islámico” (Borat), alcanza cotas casi sublimes en los segmentos “reales”, donde la película deja de ser un mockumentary y se transforma en lo que cualquier documental que se precie aspira a ser : una muestra de la realidad en toda su crudeza, desnuda de salvaguardas socioculturales.

Ya sea en un rodeo sureño, donde es aclamado por apoyar la “Guerra Terrorista” (libérrima traducción mía de un hilarante malapropismo que aparece en la película), en una cena con miembros de la “alta sociedad”, que se muestran optimistas ante la posiblemente veloz americanización del mostachudo reportero, o bardeando a dirigentes del activismo feminista, apareciéndose en un desfile del orgullo gay, lanzando dinero a sus anfitriones judíos convertidos en cucarachas, o bebiendo entre universitarios que no dudan en renegar contra el empoderamiento de las minoríasy la falsedad de "sueño americano"; Baron Cohen le saca lo mejor (el extremo xenófobo, intolerante, antisemita, homofóbico, pseudo-fascista) al más típico y ferviente ciudadano americano. Y es que tal honestidad es casi imposible de conseguir de otra forma (satirizando, digamos, mediante personajes prefabricados, o en una historia pastoral, etc.). Además, uno no puede evitar imaginar la posible reacción propia ante dichas situaciones (¿Y si es que alguna vez grabaran nuestras conversaciones "racistas"? - tan frecuentes, por cierto, en nuestro íntimo entorno urbano).


En esta era de lo “políticamente correcto”, en la que con gran hipocresía también celebramos el fin de “todo lo sacro”, la inteligencia de esta obra se camufla muy bien en un humor deudor del estilo South Park, pues el antisemitismo (humor a costa del estereotipo judío, debería decirse para hablar con rigor) que en ella econtramos tiene poco que ver con el de Mel Brooks, por ejemplo; y parece ser más bien una actualización extremosa de lo que un día hicieran grandes como Lenny Bruce o Monty Python, salvando las distancias, claro está. Una cosa distinta, pero igualmente peligrosa, es la evidencia de una especie de pogrom mediático dentro de la comedia (en Borat más como vehículo que como realidad o compromiso).
Pero no estamos ante una película perfecta, ni mucho menos. El guión, a pesar ser inteligente, tener ritmo y ser una genuina orgía de risas, es bastante endeble, con demasiados fallos y omisiones, escondidos entre lo hilarante del desarrollo narrativo; errores que recuerdan demasiado el origen del personaje y su entorno, los sketches y un show de televisión. Incluso, tomándolos como sketches ensartados en un hilo conductor conceptualmente fuerte, me parece que al menos alguno de estos segmentos pudo haber quedado entre los descartes de la sala de edición. Descartados por su efecto negativo en el desarrollo de la historia, en el ritmo narrativo; no por su potencial ofensivo para algún grupo particular.

Entre las fortalezas del film sobresale la actuación de Baron Cohen, que me sabe al desopilante y descontrolado Andy Kauffman (genial figura de culto, prematuramente desaparecido), y que justifica plenamente su Globo de Oro como mejor actor de comedia; pues Baron Cohen demuestra una entereza sorprendente, al no salirse ni un segundo de personaje, sin importar lo álgido de la situación en la que se encuentre metido. No debemos olvidar tampoco el límite de la plausiblidad, quebrado por la diestra caracterización del inglés, que hace pasar a un intelectual británico, de rigurosa formación e hijo de una familia judía practicante, por un primitivo kazajo antisemita y chauvinista. Otro punto alto en la actuación corresponde a Ken Davitian (Azamat Bagatov, el ficticio productor kazajo del film, compañero de viaje de Borat), incluso más contundente en su capacidad para mantener la ilusión y evitar romper el "cuarto muro" en momento alguno.

También se debe reconocer la dirección de Larry Charles, veterano de la escuela Seinfeld (escribió varios clásicos episodios) y actualmente involucrado en la cínica y posmodernamente graciosa “Curb your enthusiasm”, que mantiene su mano sutil y firme, evitando, en gran parte de la película, revelar los segmentos premontados y aquellos editados según las intenciones del equipo de producción. Esto no se puede decir de la secuencia que involucra a Pamela Anderson, pero al ser esta tan breve y no precisamente climática, no le resta demasiado ritmo a la película, acaso sí sigilo y sutileza, considerada la buena factura de las escenas "documentales".

Filmada con un ínfimo presupuesto, escrita por un puñado de agudos graduados de Cambridge, actuada por un judío practicante, dirigida por uno de los popes de la comedia contemporánea, rodada con actores accidentales en los “estados rojos” (republicanos, WASP, Okies, etc.) de la unión americana; “Borat” sin duda es una película que desternillará a tantos como ofenderá.

“Borat: Cultural Learnings of America for Make Benefit Glorious Nation of Kazakhstan” es crítica de muchas maneras, algunas menos sutiles que otras; desnudando el shock cultural que sufrimos muchos hijos del subdesarrollo al toparnos con urbes cosmopolitas, a la vez que logra poner en vergüenza al estereotípico republicano, blanco, conservador y cristiano; que sí existe, y explica, entre otras cosas, a sujetos como George W. Bush.

Recompensada con una cantidad impresionante de litigios legales (demandas por grupos de gitanos ofendidos o por los actores de embarazosos y reveladores segmentos), un 92% de respuesta favorable entre la crítica (según Rottentomatoes y Metacritic), una recaudación portentosa para una película de este corte y clasificación restringida, casi independiente y lanzada de manera limitada, nominaciones a buena cantidad de galardones (los conservadores, medrosos y devaluados Oscar con toda seguridad no honrarán la única nominación "consuelo" que le otorgaron, a mejor guión adaptado); encuentra su mayor éxito al unificar la comedia más gamberra con la sátira más sofisticada, algo antes sencillamente impensable o dado por irrealizable. Y es que en la era de You Tube y los 15 Megabites de Fama, que una película Clase R venga y te enrostre, entre carcajadas y gruesos acentos, tus defectos más sombríos, debe doler. En palabras de Borat, “¡Gran Éxito!”.


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jueves, enero 18, 2007

La Invasión Uruguaya


En 1964 la beatle manía llegó a su tope, todo el mundo se rendía a los pies de los cuatro de Liverpool. La estética y la música beatlera se apoderaban del mundo entero, llegando a causar un revuelo sin precedentes entre los jóvenes, y los no tan jóvenes, de todas partes del mundo

Uno de los lugares donde también llegó esta manía fue Montevideo, la capital uruguaya. En el verano del 64, cuando las primeras canciones de los Beatles comenzaban a sonar en los boliches de Punta Del Este; con canciones que instantáneamente se convirtieron en la nueva sensación de aquel verano. La gente que iba a las fiestas en los boliches de la costa pedía escuchar los discos de esta nueva banda inglesa, para amenizar sus fiestas; lamentablemente esto perjudicó a los músicos que tocaban en vivo otras canciones en aquellos bares, con la esperanza de que algún ejecutivo de una disquera los escuchara y les ofreciera un contrato; un sueño que se estaba desvaneciendo debido a que la nueva moda musical los había dejado atrás, con sus covers de Little Richard y Chuck Berry, que ya no eran requeridos para entretener los encuentros de la alta sociedad de ambos lados del Río de la Plata.

Viendo que ya nadie los contrataba y que para seguir en el negocio tendrían que obligatoriamente afinar los instrumentos de otra manera, cambiar el corte de pelo a la melena moptop y abandonar la chamarra de cuero estilo grease por un traje de tela de dos piezas. De esta manera la naciente movida rockera uruguaya, que también había quedado pasmada con los nuevos sonidos provenientes del viejo continente, decidió cambiar y comenzar desde cero su nueva carrera musical.

Las nuevas bandas que se “re-formaron” se reunían en el Hot Club, un bar donde los músicos tocaban cada noche jams informales de jazz, algo de bossa nova, covers de los Beatles y de otra banda inglesa que también empezaba a causar furor: los Rolling Stones. Estas interminables sesiones, que cada vez convocaba más gente y que duraban hasta las primeras horas de la mañana, presenciarían el nacimiento y fortalecimiento de las dos bandas más importantes de toda la historia del rock uruguayo: Los Shakers y Los Mockers.

Rompan Todo

Formados en 1963 por un grupo de amigos y dos hermanos, empezaron a tocar en el Hot Bar mucho antes de que la fiebre Beatle, que llegaría recién el próximo año, lograse cambiar a la mayor parte de las bandas uruguayas, incluyéndolos a ellos también

Los Shakers fue la primera banda de toda esta creciente movida en componer sus propias canciones (en español e inglés) y tocarlas de una única y excelente manera, que dejaría claramente marcado un sonido antes y después de la aparición de esta banda en la historia del rock uruguayo.

En 1965 la banda cruzó al otro lado del río, causando un pequeño furor en la capital argentina, presentando covers impecables de los Beatles, convirtiéndose en ídolos adolescentes y convenciendo a la representante de EMI en Argentina, ODEON, de firmar un contrato con el grupo. La invasión había comenzado oficialmente.

Ese mismo año graban “Los Shakers” disco que contenía “Break It All” primer álbum que contaba con arreglos musicales de estudio nunca antes escuchados ni usados por este lugar del planeta. Este disco incluía un tema homónimo, “Break It All”, que iba a convertirse, a la larga, en la más popular y reconocida canción de la banda, que contaba con otros éxitos como “Don’t Ask Me Love” y “Thinking”, de la misma placa, además este álbum fue el más vendido de ese año, colocándose en los primeros lugares de las litas tanto argentinas como uruguayas.

Esa popularidad e idolatría haría que Los Shakers se presentaran alrededor de 15 veces en una semana. Tocando hasta en cinco clubes una sola noche, también presentándose en la televisión, prácticamente Los Shakers estaban en todos lados.

Para su segundo disco la banda presenta un sonido que se desmarca de los Beatles y empieza a experimentar con sonidos psicodélicos. Debido a que la banda canta en inglés, la compañía decide lanzar el disco en otros países como Australia, todo el continente latinoamericano y Estados Unidos, lamentablemente el disco no tuvo el mismo nivel de aceptación obteniendo resultados negativos.

Pero el éxito de Los Shakers continuaba en Argentina ya que eran considerados como los Beatles del Río de la Plata. Pero el éxito tendría que ser compartido, debido a otra banda que, a diferencia de sus compatriotas, emulaba el sonido de los Rolling Stones.

Los Mockers fueron otra banda que tuvo una gran aceptación en la capital argentina, pero que no tuvo el mismo éxito que Los Shakers. Esta banda se formo en 1964 con el nombre de Los Encadenados y que, al igual que las otras bandas antes de la llegada de la ola Beatle, tocaba covers de rock and roll de los cincuenta, para luego cambiar de estilo, pero en vez de irse al moptop beatlero, decidieron emular a la otra banda inglesa que pegaba en los bares de la capital uruguaya.

Desafortunadamente el sonido de la banda no fue tomando muy en cuenta ya que para su primera placa experimentaban con la nunca antes probada psicodélica musical y el sonido bubble gum pop, en una mezcla de vanguardia pseudos-comercial, dejando sin comentario alguno a los críticos y al público, que no supo reaccionar de buena forma.


El Fin

Con el poco comprendido experimento musical de Los Mockers, y con la fiebre de la Beatle que manía había llegado a un punto tan alto que les resultaba imposible a las bandas uruguayas igualar ese nivel. Pero al final del 68 la invasión comenzó a debilitarse y la última obra de arte de este movimiento salió el 69 “La conferencia Secreta Del Toto’s Bar” de Los Shakers fue una joya que se acercaba al Sargent Pepper’s, con impresionantes arreglos de estudio y con devaneos hacia ritmos y sonidos, que no habían sido experimentados antes en el rock latinoamericano. Lamentablemente este álbum salió luego de que la banda decidió separarse, por lo que su éxito no fue disfrutado por la banda, ni se pudo observar su subsecuente progresión musical.

Los Mockers corrieron con las misma suerte y a finales del 69 deciden separase, dando fin a una banda que iba a ser la creadora de la idolatría stone en Uruguay y Argentina.

Es así como un día las bandas uruguayas de rock conquistaron y llevaron el rock a un país. Invadiéndolo y sentando la base de un movimiento que iba a crecer hasta convertirse en una institución gubernamental.

martes, enero 09, 2007

"David Bowie Is Alive and Well and Living Only In Theory"

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Difícilmente nos podemos imaginar al futurista Ziggy Stardust invadiendo la tierra con un ejército de arañas marcianas, a un lord inglés enfundado en un impecable y blanco traje de escapista pop, o a un junkie mesíanico experimentando, a la sombra de la cortina de hierro, con las pericias técnicas de las frippertronics y el minimalismo ambiental, o a un elegante cockney invocando un beat bailable, potabilizado hasta el extremo del op art, o a un glam rocker alimentado con guitarras densas y dueño de una performance escénica mucho más cercana a Wagner que a Gershwin o a Orbison. Quizás un actor tremendamente dotado podría, apenas, interpretar a uno sólo de estos personajes; pero que todos quepan en un mismo y lunático recipiente, en la piel de un sexagenario camaleón, es simplemente imposible.

El nombre de ese receptáculo es David Robert Jones, que, para evitar cualquier confusión, adoptó el filoso alias de David Bowie, aludiendo a un célebre cuchillo (The Bowie Knife), que fuera amistad y compañero de forajidos y filibusteros; el que sería, además, su primer y más duradero ego alternativo, de entre una plétora de “egos” que adoptaría durante su carrera, en lo que es una suerte de salida a su latente esquizofrenia hereditaria. Jones nació un 8 de Enero de 1947, hace 60 años; Bowie lo hizo unos 17 años más tarde, Ziggy hace 35, el Duque Blanco unos 4 después que el anterior…

Lo prolífico de la carrera de Bowie, su megalomanía, su capacidad inventiva de auto evocarse en distintas encarnaciones (superada, acaso, sólo por la mercurial Madonna, pero seguramente superior a la de Dylan, por ejemplo) y su vida artista, perpetuamente “making love to his ego” (egos, más bien), la energía demencial de este sujeto, lleno de contradicciones y anacronismos, hacen que, tomando en cuenta sus disturbios emocionales y autodestructividad creativa, desafíe cualquier explicación psicoanalítica, filosófica o incluso socioantropológica. Bowie solamente puede ser entendido en sus propios términos. Procuremos, entonces, acercarnos a este personaje (o a estos personajes) desde una, cabalmente, descabellada teoría.

La visión de adelantado de David Robert Jones no pertenece a este mundo. Con el ojo izquierdo semi-ciego y su pupila permanentemente dilatada, a causa de un accidente de infancia (o talvez por designio de cierto sino superior), David parece observar a través de una puerta eternamente abierta, por medio de la que accede un continuum en perpetuo movimiento, en el que no existe distinción entre pasado y futuro, dentro del cuál tiene tanto sentido un Ziggy Stardust en plena Revolución Industrial, pero resulta igualmente anacrónico un Duque Blanco en el Studio 54.

Hombre capaz de la iconoclasia máxima, dueño de un dominio musical sin parangón y de cierta ingenuidad ante la vida, que lo llevó a fundar, a sus 17 años, la asociación contra el maltrato del hombre pelilargo – organización a la que tendré que adscribirme – para evitar ser llamado “Cariño” en las calles (no me ha pasado aún); curtido por una existencia extremófila y concupiscente, se transformó mucho más en un performer, un entertainer y artista de tablas, cuasi circense en su sofisticación alla Bolshoi, que un simple saxofonista (deseo que abrigó inicialmente, tras empaparse en la contracultura beatnik y el jazz, por culpa de su esquizoide y malogrado medio hermano) o un llano imitador de Elvis y Bing Crosby (papel con el que vadeó sus primeros meandros artísticos, alternando en pubs y tabernas, antes de alumbrar al forajido Bowie).

Así como Bowie no parece pertenecer a tiempo alguno, su actual faceta de padre devoto, capaz de quedarse tardes enteras viendo episodios de “Bob Esponja” junto a su hija; no contradice el hombre mayor que tuvo que dejar de tocar hace tres años atrás, a causa de una arteria ocluida. Pero tampoco extraña verlo en los conciertos de nuevas bandas neoyorquinas (donde actualmente reside), apoyando fervientemente a sus favoritos Arcade Fire y TV on The Radio, curando el Festival Highline, asomándose como un intrigante Nikola Tesla en “The Prestige” (2006) de Christopher Nolan, o prometiendo una gira para este año, que también podría ver un nuevo disco suyo. No es entonces extraño que el David Bowie actual parezca mucho más vital que el engendro, apenas salido de su tumba, que parecía en la portada de su disparejo “David Live” (1974).

A pesar de todo, la intemporalidad de vanguardia de Bowie le ha costado, en muchos casos, el tener que alternar fracasos de crítica y público con ovaciones cerradas de ambos frentes. Quizás a causa de su condición de viajero del tiempo, mucho de lo que ha hecho ha sido considerado como la labor de un pionero, un revisionista poco lúcido o un lunático descompuesto por las drogas.

Tampoco parece demasiado descabellado afirmar que David puede provenir de algún otro planeta. Su relación con el espacio exterior comenzó a hacerse explícita con “Space Oddity”, que se utilizó como tema oficial durante la transmisión que hiciera la BBC del primer alunizaje. El personaje de Ziggy Stardust y sus Arañas de Marte, la capacidad operística necesaria para preguntarse si la trivialidad urbana puede ser mejor que la vida en Marte, (pregunta retórica que resuena en “Life on Mars?”), que coincidentemente su primer gran rol cinematográfico haya sido encarnando un alienígena enfrentado a la vida terrícola (en “The man who fell to earth” de 1976) tampoco ayuda a dispensar las dudas, lo mismo que su capacidad para desarrollar, desde teorías sobre la demencia espacial, atmósferas de apabullante extrañamiento interno, que nada tienen que envidiar a Stanislaw Lem en su grandeza sci-fi, etc., Bowie, a lo mejor, sí proviene de alguna otra galaxia.

Un innovador en todo sentido, Bowie impuso un interés casi conceptual y no superfluo en el uso y composición de elaborados montajes escénicos, en el manejo de la apariencia e indumentaria como gimmick. Claro que este explotó con deliberación su flirteo con una ambigüedad que hacía parecer a Zappa y sus Mothers of Invention (también enfundados en vestidos femeninos) como travestís en fiesta de Halloween. Que haya lucido una especie de mullet intergaláctico (al menos 20 años antes que McGuiver o Billy Ray Cirus) y que se lo haya pintado de rojo (casi un lustro antes que el punk convirtiese tal moción en algo hip y reaccionario a la vez) o que se maquillara como un new-romantic antes de que estos dejaran de tomar biberón, habla de un genuino visionario.

Hablemos ahora de las, no escasas, virtudes musicales de Bowie. Entre su amplio catálogo resalta el futuro casi cyber punk de “The Rise and Fall of Ziggy Stardust and the Spiders from Mars” (1972) que 35 años después todavía suena como un trabajo “del mañana”. Capaz de relatar la historia del rock antes de que esta sucediese (pronosticó la muerte de Elvis, el punk y hasta el fenómeno Cobain) captura, desde el arquetipo sonoro del primer glam rock, la vida del rockstar por antonomasia; el mesías popular que es engullido por la vorágine de la fama y la encandilante idolatría masiva. Venido a la tierra para liberar al mundo de la banalidad, Ziggy es consumido y victimado por sus propios excesos, en una aliteración de la narración de la pasión y del rol de la víctima expiacional del imaginario judeocristiano, que confirma que con sutileza se puede ser más conmovedor que con un gran alboroto.

El viaje que nos propone este disco es sencillamente sobrecogedor. A momentos sombrío, en otras ocasiones abiertamente glorificante y vívido, esta suerte de opera rock, disco conceptual e intento por fundir el pop-rock y su estética (estribillos sencillos y pegajosos, armonías vocales aglutinantes) con el léxico del art rock, consigue dotar de accesibilidad a un trabajo de indiscutible vanguardia. Repleto de referencias a bandas y artistas que van desde The Velvet Underground a Norman Carl Odam (el Stardust original); “Ziggy Stardust” sobrelase como una de las obras maestras definitivas de los setenta.

No le haríamos justicia, sin embargo, al legado musical de Bowie si no mencionamos (dado que tratarlos a fondo es imposible por motivos de espacio) “Hunky Dory”, una obra redonda y casi perfecta que, a pesar de ser una gran precursora e incluir el hit perenne “Changes”, fue casi desestimada por completo. Otra joya ineludible es “Diamond Dogs”, un experimento Orwelliano por transmutar 1984 al lenguaje Stardust; “Station to Station” y la psicótica aparición soul de The Thin White Duke, “Aladin Zane” y el acento yanki de Ziggy en la cresta de la ola glam, y (por supuesto) la incomparable “Berlin Trilogy”, colaboración genial con Brian Eno y Paul Visconti, que abordó el minimalismo, el kraut rock, el ambient y el art rock, pavimentando la vía al industrial, al post punk y al new wave. Las magníficas “Low” (“If you cut me I’ll bleed ‘Low’ ” dice Bowie de esta depresiva introspección artística), “Heroes” (Fripp rebota en el muro de Berlin en la épica pista homónima de este furioso y oscuro disco) y “Lodger” con su exotismo neo pop; que vienen a confirmar que los setenta le pertenecieron a David Bowie.

Fue también durante esta década que Bowie produjo algunos otros trabajos geniales, particularmente los de sus admirados Iggy Pop (“The Idiot” y “Lust for Life”) y Lou Reed (“Transformer”) de quienes muchos afirman son precisamente estas colaboraciones con Bowie lo más alto de su carrera solista.

David Bowie y su trabajo, lo sabemos, no se entiende solamente desde la música. “Sound + Vision”, música e imagen, conforman una unidad completa, un espectáculo de sonido y figuras que acerca la obra del inglés a la opera, al ballet o a las performances más avanzadas. Su entrenamiento de escuela Brechtiana se nota mucho cuando se sube al escenario, que domina con envidiable tino. Quizás no desde la energía derrochada de James Brown, la visceralidad de Iggy Pop o el descaro de Mick Jagger, pero montando una lujuriosa experiencia sensorial (especialmente si hablamos de lo que hizo hasta 1980), los efectos especiales escénicos, la pornografía hilarante de la puesta en escena, la conjunción de una pomposidad visual y la fuerza atronadora de la música, hacen que los años de rock conceptual de Bowie sean una perpetua asignatura pendiente para sus fanáticos nacidos posteriormente. Grandeur, es la palabra justa para evocar aquellas experiencias.

David Bowie es también, natural y previsiblemente, un buen actor. Autodescrito como “un cruce entre Nijinsky y Woolworths” Bowie ha encarnado un vampiro posmoderno en “The Hunger”, le ha puesto rostro y aliento al mejor Andy Warhol cinematográfico en “Basquiat”, participó en Twin Peaks, al mando del genial David Lynch, se puso a ordenes de Martin Scorsese para interpretar a un notable Poncio Pilato en la polémica “The Last Temptation of Christ”, aún colabora con una troupé de teatro experimental, que ayudó a cofundar y tuvo también un reciente cameo en “Spongebob Squarepants” (su cartoon favorito). Resonando entre los futuros actores de reparto oscarizables (lo dudo mucho), no se puede esperar menos de quién, a sus cuatro años, llamó a la ambulancia y logró convencer a los paramédicos que el motivo de su llamada era que estaba muriendo.

Convertido hoy en día en una suerte de icono pop alternativo, David Bowie es mucho más que un Sinatra (o Jacques Brél) alienígena. Él, quizás anacrónicamente, encarna el devenir musical del siglo pasado. Ya presagió “the ultimate pop” con su etapa de alma plástica (plastic soul), apadrinó el grunge con el sonido cuasi-industrialoso de The Tin Machine, fue santificado por el astro minimalista Philip Glass, al adaptar este al formato Sinfónico el álbum “Low”, mientras Bowie narraba a Prokofiev, en pleno descarrilamiento punk. De la imitación krautrocker al disco de raíz funky, del jazz virtuoso del Pat Metheny Group a su primer sonido de garage sofisticado, del fracaso total de su banda The Hype al megaestrellato radial de “Let’s Dance”, Bowie ha transitado la ruta completa entre el pasado y el futuro.

“Diamond Dogs is still the future” reza un graffiti que alguna vez encontré por ahí. Ninguna otra cosa, ni la teoría del ojo que ve “más allá de lo evidente”, explica mejor lo intemporal de la obra de David Bowie. Y aunque suele pasar que el glam y el arte de alto perfil visual son más imagen que sustancia, con Bowie no sucede esto, pues él siempre fue imagen Y sustancia en su consumación definitiva. Quizás, junto con un puñado escasísimo de otros iluminados, solamente David Bowie comprende a cabalidad lo que es ser un músico. Y así como es imposible explicar la dialéctica cambiante de este vaivén de personajes, egos, géneros y estilos, nos refresca la anglófila certeza (adulterando palabras del Bowie que vivió ese “Rock ‘n’ Roll Suicide”) “The Thin White Duke will never grow up an old bat.”


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