Mostrando las entradas con la etiqueta literatura. Mostrar todas las entradas
Mostrando las entradas con la etiqueta literatura. Mostrar todas las entradas

domingo, agosto 15, 2010

Despedida al desierto de lo real


En un mundo perfecto Godard hace películas de robots y Abel Ferrara se especializa en space operas. Pero las cosas son como son y tenemos que confiarle nuestro entretenimiento sci-fi a directores como Christopher Nolan, cuya exitosa Inception ha recordado que es posible rentabilizar el género sin dejar de conquistar a la crítica. En la estela (infesta de gratuitas exploraciones 3D) de Avatar, The Book of Eli, Repo Men y la próxima Tron: Legacy, pareceríamos estar en un año excepcional para la ciencia ficción en el cine. Si le sumamos las recientes y aclamadas Moon o District 9, difícilmente se podría descalificar este momentum creativo como un simple espejismo. Extraño, pues si le creemos a William Gibson, la ciencia ficción estaría desahuciada desde el momento en que gran parte del futuro imaginado por el género está ocurriendo a nuestro alrededor. Ese no parece ser el problema, sino que los grandes temas de la ciencia ficción están quedando rezagados respecto a la evolución de nuestra visión del futuro –elemento narrativo central del género. Mientras el cine continúa en el molde de las películas de ciencia ficción de hace treinta años –con la evidente apertura de posibilidades narrativas que conlleva la evolución de los efectos especiales–, la forma en que la sociedad contemporánea se transforma no está siendo reflejada por la ciencia ficción como ésta conseguía hacerlo en el pasado: tomando a los marcianos para representar el miedo al enemigo comunista, dando Lacaniana rienda suelta al temor por lo tecnológico o jugando con las distopías para sugerir la opresiva influencia de los medios en el individuo, por ejemplo. Que Inception parezca una máquina del tiempo hacia 1999 en efecto anuncia la llegada de una nueva forma de hacer cine de ciencia ficción, pero a pesar de la obra de Nolan, no a causa de ella.

Coincidentemente, Christopher Nolan tiene su origen como cineasta en aquella época, compartiendo su obsesión por la incertidumbre de la percepción de la realidad con Pi (Darren Aronofsky, 1998), Dark City (Alex Proyas, 1998), eXistenZ (David Cronenberg, 1999) y de forma algo menos evidente con The Cell (Tarsem Singh, 2000) y Lost Highway (1997) y Mulholland Drive (2001), ambas de David Lynch. Sin embargo el vínculo fundamental entre Nolan e Inception y la ciencia ficción de la década pasada está en su similitud temática con la película-símbolo de la época previa al boom digital: The Matrix. También lanzada en 1999, The Matrix fue, hasta Inception, la última película de la que dijeron iba a cambiar la forma en que se hace cine de ciencia ficción. Y salvo el bullet time y la popularización de la gun kata fuera de Hong Kong, tal cosa no sucedió. El avance tecnológico le ganó la carrera a The Matrix y en un tiempo en el que estamos permanentemente conectados, dejó de tener sentido hablar de lo hiperreal: con Facebook y las conexiones Wi Fi lo virtual pasó a ser lo real, inmiscuyéndose en este dominio sin necesidad de suplantarlo. Con ese cambio, haciendo en una década lo que a la postmodernidad le tomó cuatro, toda una época de la ciencia ficción quedó obsoleta.



En primera instancia no había que asustarse, esto ya había sucedido antes y la ciencia ficción se había recobrado reforzada. Cuando la carrera espacial y la emergencia de la contracultura –junto al inicio de los cambios tecnológicos y culturales que condujeron a la globalización– hicieron irrelevantes las operas espaciales, la Nueva Ola de la ciencia ficción relanzó el género hacia nuevos horizontes artísticos y temáticos. Nuevas ambiciones formales y estéticas, fundamentadas en el avance cotidiano de la tecnología, en la exploración del “espacio interior” y la introducción de conceptos científicos novedosos, impulsaron este movimiento, que de cierta forma podemos considerar precursor del cine de finales de milenio descrito en el párrafo anterior. Dick, Gibson, Ballard, Moorcok, Delany, LeGuin, Aldiss son algunos de los grandes autores de esta fascinante época, todavía de marcada actualidad. Sin embargo, cuatro décadas más tarde y con varios de sus popes desaparecidos, la literatura de ciencia ficción está también batallando por encontrar un nuevo sendero, tanto temático como formal. Tiempos como estos parecen reclamar una literatura ergódica y The Raw Shark Texts (2007) de Steven Hall es una primera aproximación a ello, llegada en este caso desde lo que se ha llamado splistream –hoy el brazo más “experimental” de la ciencia ficción. Por otro lado, en Down and out in the magic kingdom (2003) de Cory Doctorow tenemos una exploración de las redes sociales traspuestas a un escenario casi de ciencia ficción clásica, mientras Dr. Identity (2007) de D. Harlan Wilson también trata el tema de la tecnología y su efecto en la identidad, presumible meta-tema de la próxima ciencia ficción. Entretanto, digresiones como el steampunk o el retrofuturismo han llenado ese vacío temático-productivo; poco acusado gracias al excelente trabajo (transicional) de Neal Stephenson, Michelle Houellebecq, China Miéville o Jonathan Lethem.

El cine, por su parte y a falta de un Tarantino que haga cool las facetas más geek de la ciencia ficción, trata de innovar por cuenta propia. Eternal sunshine of the spotless mind (2004), Children of men (2006), The Road (2009) y las anunciadas Boilerplate, High Rise o el remake de Total Recall son evidencia de ello. Nolan mismo es inteligente y ni se deja restringir por los mecanismos narrativos típicos de su universo ni deja de considerar la ubicuidad tecnológica de hoy –no en vano los sueños compartidos de Inception se logran por medio de un aparato biotecnológico y The Prestige (2006) puede pasar por una película steampunk. De hecho, los problemas de Inception van más allá del género del filme y su posible agotamiento. Al contrario, son defectos recurrentes en el director, que por ejemplo dice muy poco de sus personajes en una película que en esencia se desarrolla en sus subconscientes –defecto patente en varias de sus otras cintas. En cambio, su manejo de los artificios tecnológicos y de las secuencias de acción es admirable, como su capacidad narrativa general –el plan para implantar la idea en la mente de la “víctima” es de una concepíón estupenda. Lo indudable es que esperar más que simple entretenimiento en los filmes de Nolan, como sugirieron varios críticos al tildar a Inception como poco menos que el parteaguas de una nueva generación de cinéfilos acodados en la ciencia ficción, no es razonable ni posible.
Remakes de por medio, por ahora seguimos confirmando que el futuro pasó en los ochenta. Hoy es imposible pensar en el futuro como se lo hacía entonces –sea imaginando la llegada de vengadores cyborg o el apocalipsis televisivo–, el futuro ya no existe como antes y vivimos en un presente radical –potenciado por las nuevas tecnologías y señalizado por los filmes que The Matrix consolidó– que todavía no ha encontrado su correlato en el cine. Los ochenta y su impresionante cantidad de películas, series, cartoons y novelas de ciencia ficción tienen su raíz en la incierta relación entre la sociedad y el boom de la tecnología analógica, por lo que es de esperar que el boom de la tecnología digital tenga idénticos resultados en el futuro próximo. Filmes como los que se hicieron a finales del siglo pasado son documentos de esa transición tecnológica, que imaginamos pacífica e instantánea pero estuvo lejos de serlo. Hoy las distopías siguen existiendo (“Googlezon”), la hipertecnologización de nuestras vidas presenta nuevos dilemas (la autoconciencia en permanente escrutinio público del Facebook, por ejemplo) y hasta las space operas se han reactivado (muy serios proyectos científicos pretenden construir un ascensor a la Luna, la NASA trabaja en la misión a Marte). Si Brian Aldiss tenía razón cuando atribuyó la fertilidad de la Nueva Ola de la ciencia ficción a que ese era un mundo que no tenía Dios, con la web como un universo enteramente creado por el hombre, estamos frente a una edad de oro en potencia. Sólo falta tomar una cámara, o una libreta, y observar las posibilidades.

domingo, enero 31, 2010

El mito Finn


Seguro estaban listos desde hace ya unos cuantos años, pero los obituarios y homenajes póstumos a J.D. Salinger tardaron en aparecer. No es extraño, había que confirmar que el nonagenario escritor-recluso efectivamente estaba muerto; tarea difícil tratándose de un personaje tan hermético como él. Desaparecido de la escena pública desde los sesenta, su latencia se manifiesta en la notable repercusión mediática que ha suscitado su muerte, en la cantidad de textos dedicados a su memoria. Lo curioso es que parece haber tantos panegíricos suyos como “despedidas” a Holden Caulfield, el emblemático protagonista de The Catcher in the Rye (1951); es más, se produce una superposición incómoda. Era de esperarse que el recuerdo del escritor se basase en su obra central, pero la simbiosis entre Holden y Salinger no deja de llamar la atención –incluso si nos percatamos de la permanente lucha entre la impresión mítica que rodeó al escritor y las tangibles virtudes de su obra. Sin sobreestimar el significado de The Catcher in the Rye (CIR), podemos calificarla como la bildungsroman americana por excelencia y a Holden Caulfield como el arquetipo monomítico del adolescente. Esto no necesariamente quiere atribuirle a Salinger y su novela el haber “inventado” la adolescencia, pero sí propone reconocer el impacto que tuvo la publicación de la misma, inaugurando un momento cultural (y generacional) aún vigente. En estas líneas procuramos analizar el legado de J.D. Salinger, el más brillante, influyente y cautivante de los escritores estadounidenses en el Siglo XX, desentrañando la influencia e impacto que ha tenido su obra y cómo afecta el modo en que hoy afrontamos ese gesto de fútil pero hermosa rebeldía que llamamos adolescencia.

Como no hay nada más delicioso que la nostalgia propia, la “novela formativa” (bildungsroman desde que el filólogo alemán J.C. Morgenstern acuñase el término), el relato del crecimiento y experiencias de un individuo joven, ha sido siempre uno de los géneros literarios más cultivados –independientemente del tiempo y lugar de autoría de la obra. Es más, cuando no se dice que The Catcher in the Rye es un género en sí misma, se la suele describir como una bildungsroman. Originada en el siglo XVIII gracias a Cándido (1759) de Voltaire y Las cuitas del joven Werther (1774) de Goethe, esta “novela de maduración” tiene en el tránsito vital de sus atormentados pero sensibles, personajes suficiente justificación argumental, ensamblándose desde la pérdida y los conflictos de adaptación de su protagonista principal (muchas veces también narrador). En ese pie David Copperfield (1850) de Charles Dickens y Adventures of Huckleberry Finn (1884) de Mark Twain, marcan la aparición moderna del género, que en el caso de Twain correspondió también con el origen de la novela americana. Una primera lectura de The Catcher in the Rye la muestra como una reescritura “actual” de la gran metáfora del escape que presupuso Adventures of Huckleberry Finn; pero tal análisis no consigue explicar porqué hoy –a casi 60 años de su publicación– millones de adolescentes siguen encontrando resonancia en las acciones de Holden Caulfield, porqué siguen viendo en la lectura de esa novela un “rito de pasaje” y no una amodorrada pieza de anticuario. Y eso no es algo que pase con todas las novelas de este tipo.

Claro, reparando en el detalle, es fácil preguntarse lo mismo respecto a músicos y películas de aquellos años (o los 60s, o los 70s), llegando a pensar que no se trata de un mérito exclusivo de CIR. Restringiéndonos en nuestro análisis a la obra de Salinger –lo que no quiere decir que estos argumentos no sean válidos para similares productos de la época– vemos que el autor consiguió establecer un filo de rebeldía generacional en su obra sin hacer mención alguna a un contexto o temporalidad determinados: Holden no se pinta el pelo como un punk ni se larga a la carretera como Kerouac, tampoco es un hippie ni está inmerso en los “locos años 20”. Esa universalidad, por otra parte, halla un puente de cercanía en el discurso, en unos diálogos que se nutren de la expresión vernácula de los jóvenes neoyorquinos de los 40, pero que destilan tan perfectamente la mezcla de ironía, arrogancia, confusión, rabia e iluminación instantánea propia de la adolescencia, que hace poca falta “traducir” esos diálogos a los modismos de cada generación; su sintonía es más fina, casi espiritual. Presuponer que la novela fue escrita con un público adulto en mente, y no para quienes luego la supieron abrazar con mayor fervor, es una conjetura innecesaria. Pero la carencia de una resolución “madurativa”, mucho menos trágica o gloriosa, hace que esta novela –protagonizada por el arquetipo del adolescente (confundido e infeliz sin realmente saber porqué, aunque tan ávido de vida como desesperado por eludir las convenciones del mundo adulto)– sea todo lo que podríamos esperar encontrar, precisamente, en una novela adolescente. Esa anticlimática circunlocución, quién lo duda, es un disparo de adolescencia en su más pura manifestación.


No hay que olvidar, sin embargo, que CIR fue publicada en 1951 y el uso de “palabrotas”, tanto como la (para los estándares de hoy moderada) actitud contestataria de Holden Caulfield, ocasionaron un revuelo sin precedentes. Faltaba un lustro para que The Wild One (1953) y Rebel without a cause (1955), y el mismo Elvis Presley, impulsaran el cisma generacional al estatus de inevitable fenómeno humano. Antes de CIR la rebeldía era una categoría adulta –sea en la forma de forajido en el viejo oeste o pirata o gangster– y la adolescencia (y hasta la juventud) apenas una breve etapa de expresión de cambios fisiológicos. Un motorista veinteañero y enrabietado con el mundo era tan impensable como el extravío interno de Holden, que fue el personaje encargado de desencadenar esa progresión. Y aquí se hace difícil advertir la dirección del vínculo, pues CIR se publicó en un momento perfecto, cuando el baby boom estaba en su pico, la economía de posguerra florecía y la industria cultural que se nuclearía en los jóvenes y su consumo (por medio de la música, películas y también literatura) comenzaba a levantarse. No sabemos si la novela podría haber tenido el mismo impacto en cualquier otro año, como tampoco imaginamos qué habría pasado de tratarse de una novela mucho menos lograda que ésta. Una enorme ventaja que contaba CIR para aprovechar de esa oportunidad histórica fue carecer del regusto marginal –y dado a la oclusión desde el manejo de códigos– de la contracultura, que de la mano de los beatniks ya se acercaba a su momento de explosión, como tampoco aspiraba a la alegorización (desde un prisma adulto) de Lord of the flies (1954) de William Golding. La genialidad narrativa de Salinger, su simpleza y vigor, se vinculaba a la perfección con los adolescentes de esos días que, sin las premuras de las Guerras Mundiales o la Gran Depresión, tenían una oportunidad de acceder a la reflexión y ocio, pudiendo así comportarse egocéntricos, sarcásticos, extraviados, violentos, un poquito quejumbrosos e inevitablemente vulnerables –justo como Holden.

En efecto, lo que Salinger consiguió probar con CIR es que la adolescencia es una lifestyle disease, un padecimiento posmoderno, una especie de diabetes que se tiene a los diez-y-algo años; ofreciendo con esta novela, en las palabras de Louis Menand, “un manual de estilo de la [forma de] infelicidad que está de moda en estos días”. Lo cierto es que Salinger jamás pretendió construir un arquetipo como Joseph Campbell, ni siquiera madurar la automitificadora kunstleroman. Salinger estableció con Holden un paralelismo con Hamlet, y por ello oscureció todo viso de “triunfo” en la conclusión de su novela, dejándola pendiente en su inevitabilidad –aún así visible en la sugerencia de un Holden que anunciaba que la postrera nostalgia que él experimentaba por volver al colegio y a su vida cotidiana era algo que también podía sucedernos a nosotros. El brillo genial de ese instante lo explica todo, no hace falta enterarnos, luego y en otro cuento del mismo Salinger, que Holden desapareció en acción durante la Segunda Guerra Mundial. El triunfalismo rebelde que persigue a la obra es un añadido posterior, producto de una época y sus urgencias, pues el final de CIR es desolado y previsible. El modo en que Salinger nos presenta esa sensación, la prolongada experiencia de caída libre del camino hacia la madurez, busca mostrar que la lucha de la adolescencia es una batalla perdida de antemano. Y cuando nos percatamos de aquello, quedando desnudos como Holden frente al carrusel, se puede decir que ya todo ha terminado. Hemos crecido.

Inventor de la figura del escritor recluido detrás de su muro de silencio (aunque otros como Pynchon y Wharton tampoco son afectos al público, sólo Salinger fue capaz de la renunciación última, incluso dejando de publicar sus obras), el final de sus días es tan perfectamente adecuado como lo fue el de Seymour Glass en “A perfect day for bananafish”, o el del propio Holden. En su particular humor macabro, con el laconismo de su prosa y su dominio absoluto de la técnica narrativa, el final de J.D. Salinger parece también el destino de uno de sus personajes. Es innegable que su influencia estilística ha sido mayúscula, extendiéndose desde sus contemporáneos como John Updike o Don DeLillo hasta los actuales Jonathan Zafran Foer o el cineasta Wes Anderson, pero sigue pareciendo imposible disociar a Salinger de Holden Caulfield, separar su memoria de The Catcher in the Rye y el mito Finn. Y me he de permitir aquí disentir con mi maestro J.F., pues no es que haya sido siempre anómalo encontrar un joven “sumiso y complaciente”; es después de Holden que se ha hecho natural y “deseable” que los jóvenes se muestren rebeldes. Ahí está el corazón del mito que construyó Salinger. Pero el adolescente tampoco es un inadaptado terco e irredento. Su inadaptación es un defecto en realidad ajeno pues, al contrario de lo que usualmente parece, el adolescente es un hombre desesperado por adaptarse, que se aferra a una humanidad de la que –parafraseando a William Faulkner hablando justo de The Catcher in the Rye– ya no quedan trazas en el hombre, que se ha extinguido. Sentirse, como Holden Caulfield, el último faro de inocencia, es entonces natural –por mucho que nos consuma la urgencia de volver a ese terreno perdido, al campo de centeno. Habiendo todos atravesado esa temporada helada, ya la simbiosis Holden-Salinger no parece extraña en absoluto, y cedemos a despedirnos del genial autor maravillándonos con su más grande creación: el mejor y último de los Peter Pans, el guardián en el centeno.

domingo, julio 05, 2009

Si los poetas fueran menos tontos

Había nacido cuando el movimiento (artístico) que debía dominar, desaparecía, y murió antes de comenzar la década en la que –probable y finalmente– su creatividad prolífica, sus rarezas, podrían haber hallado un sistema, herederos, ampliaciones y genuina “comprensión”. Tanto un perpetuo adelantado como una criatura de sus tiempos, Boris Vian es uno de los personajes más fascinantes y definitivos del Siglo XX. Novelista, poeta, dramaturgo, traductor, trompetista, cantante, compositor, crítico de jazz, ingeniero civil, pornógrafo, ejecutivo discográfico, ensayista, periodista, matemático, inventor, actor, libretista, mecánico, patafísico… la genialidad inagotable de este enormísimo francés apenas se desplegó entre 1920 y 1959, 39 años en los que explotó el extremo de su hiperactividad torbellínica, la voracidad de su iconoclasia –ambos hasta su fatal resolución. Al cumplirse cincuenta años de su muerte, prematura aunque predicha, recordamos al príncipe de Saint-German-des-Prés, al creador del Paris cool de la posguerra, al autor de la fascinante "La Espuma de los días", al macabro misógino Vernon Sullivan, al hombre que habitó demasiadas vidas y que nunca quiso morirse; al enigma insondable que fue Boris Vian.

Imposiblemente polifacético, Vian encuentra en su infancia explicaciones a muchas de sus posteriores conductas. Hijo de una familia burguesa, vio cómo la comodidad de su primera infancia era derrumbada por el Crack de 1929, que condenó a su padre –hasta entonces un “bohemio” que no conocía trabajo alguno– a una mundana rutina laboral, y a su familia, a la sensación terrenal únicamente posible en la clase media. También en estos años infantiles fue que Boris Vian enfermó, sucesivamente, de tifoidea y fiebre reumática; problemas éstos que marcarían permanentemente su salud, generándole la afección coronaria que terminó cobrando su vida. Fue, igualmente en su infancia, que descubrió el jazz –gracias a la banda de Duke Ellington– y comenzó a convencerse que el brillante matemático que había sido, iba a terminar doblegado frente a un trompetista dignamente sucesor de Bix Beiderbecke. A partir de ese momento la vida de Vian no sería comprensible sin la música, aún después de avocarse “seriamente” al ejercicio literario.

El amor que desarrolló Vian por el jazz era desbordante. Trompetista excepcional –más por su potencia expresiva que por su virtuosismo– y socio conspicuo del “Hot Club de France”, llegó a integrar algunas orquestas dixieland, alternando regularmente en los bares y clubs del barrio parisino de Saint-German-des-Prés. Pronto fundaría un bar propio, el Café “Le Tabou”, donde se cuajó toda la vida intelectual (particularmente “underground”, si cabe el término) del Paris de los cuarenta y cincuenta. Una vez recibido como Ingeniero Civil, habiendo también cursado brevemente Filosofía, la precoz juventud de Vian fue la de un músico de jazz; tristemente, cuando apenas comenzaba a consolidarse como tal, Vian vio saboteado su intento de “profesionalización” a causa de su corazón elongado, que difícilmente podía aguantar el rigor de la rutina del jazzman, o la intensidad de sus performances. Apartado, casi por orden médica, de su primer amor, poco duró la “deriva” de Boris Vian, que muy pronto se vería reconvertido en el escritor y personaje por el que se le recuerda más ampliamente.

Cuando hasta entonces apenas había escrito poemas para divertir a su primera esposa, o para acercarse al jazz, la influencia de su amigo Jean Paul Sartre terminó de abocar a Vian a la escritura. Por entonces, mientras trabajaba en el Departamento de Normalización, en búsqueda de la “botella perfecta” (cuesta imaginar ocupaciones más ideales para el bebedor Vian), el polímata comenzó a interesarse más seriamente por las particularidades de la experiencia vital moderna. Hecho un juerguista desenfrenado (“Yo bebo sistemáticamente”, cantaba el inventor del recordadísimo pianoctel), Vian solía frecuentar, organizar y animar legendarias “surprise-parties” en las que, al combinar alcoholes y el ejercicio de todas las libertades, terminó convirtiéndose en una especie de azote (cabalmente satírico) de los pacatos y aburridos franceses de la segunda posguerra. Desaforado y desopilante, Vian plasmó dichas experiencias en su primer libro, "Vercoquin et le plancton" (1943), que pasó desapercibido, salvo por contener la promesa de un autor como no se había visto.

Tal vez las más recordadas obras suyas son "L’écume des jours" (“La espuma de los días”, 1946) y "J’irai cracher sur vos tombes" (“Escupiré sobre vuestra tumbas”, 1946), ambas novelas con historias tan memorables como su propio contenido. El caso de “La espuma de los días” es probablemente más célebre por considerarse una de las novelas clave de la literatura francesa contemporánea. Un canto de amor a la locura organizada de nuestros días, al absurdo más absoluto y sublime al que podemos aspirar como seres humanos; “La espuma de los días” es un experimento fantástico en el que, al avanzar la novela, las certezas de un mundo mecanizado y cruel descubren la frágil desesperación que se acumula detrás de ese aparente derroche surrealista. Sin querer ser satírica explícitamente, ésta es una novela que –entre brumas surrealistas y humor delirante– corta tan profundamente que nos obliga a ver el rostro propio reflejado en la sociedad a la que ridiculizaba.

El caso de “Escupiré sobre vuestras tumbas” es, en cambio, totalmente distinto. Escrita bajo el pseudónimo de Vernon Sullivan –un negro autor de novela negra–, es la primera de una serie de pastiches noir, políticamente incorrectos ya desde el título, que perpetró Vian. Surgida casi por encargo, al querer regalarle un “best seller” a un amigo editor que atravesaba problemas económicos, esta obra pulp (escrita en 15 días) se halla atravesada por un cinismo hiperrealista que, al margen de la crítica social o el impulso mórbido de una trama de venganza interracial, ensaya un fiero retrato urbano del individuo de color en los EE.UU. Efectivamente convertido en el prometido éxito de ventas, Vian enfrentó polémicas, demandas y multas por culpa de este hiperviolento libro, que encontró al menos otras tres “secuelas” igualmente salvajes, pero que no alcanzaron la repercusión o ventas de “Escupiré sobre vuestras tumbas”.

Indetenible y aborreciendo la pereza, Vian gestó una obra inabarcable en volumen y genialidad: 50 tomos de novela, cuento, poesía, ensayo, teatro, ópera, guión, etc. aunque –al margen de la literatura– también fue un compositor copioso, acreditándose hasta 400 canciones, de las que unas pocas (pero buenísimas) se recogen en el disco "Chansons posibles ou impossibles". Entre las más memorables se encuentran el himno progre-pacifista “Le déserteur” y la infumablemente divertida (debería ser nuestro himno nacional) “Je suis Snob”. Si bien como compositor e intérprete informal, Vian prosiguió con su carrera musical –especialmente al ver disminuir su éxito como escritor. Así, sin abandonar jamás el jazz, pudo pronto torcer hacia el bebop y el swing, asimiló también el tango, el cha cha cha, la chanson, el “vodevil paramilitar” y la bossa nova, cultivando un estilo que prefiguró hasta el propio rock’n’roll (es poco conocido que es co-autor de las primeras canciones francesas de dicho género). Amigo y celestino de Duke Ellington, Charlie Parker y Miles Davis durante sus estancias parisinas, periodista y crítico de jazz en el diario de Albert Camus y Director Artístico de Philips Records, es evidente que Vian quizó ser tan músico como escritor, o que jamás dejó de verse como un músico en eventuales incursiones literarias.

Durante sus últimos años, desalentado cuando su habitual editora “Gallimard” rechazó el manuscrito de "El arrancacorazones", Vian comenzó a inclinarse hacia la poesía y la creación de libretos de todo tipo: operísticos, cinematográficos, para shows de cabaret, teatrales, etc. Cada vez menos interesado por la escritura de ficción, y con su situación financiera definitivamente desestabilizada, Boris Vian debió vender los derechos fílmicos –contra su voluntad– de “Escupiré sobre vuestras tumbas”. Percibiendo una trágica adaptación, pronto eliminó todo nexo con la empresa, aunque se permitió visionarla, de incognito, luego de su estreno. Horrorizado por los resultados, indignado y víctima de su vida desenfrenada, Vian falleció la tarde de ese 23 de junio de 1959, en plena butaca de un cine, mientras en la pantalla se masacraba su novela, exclamando postreramente: “¿Se supone que esos tipos sean americanos?, ¡Me cago!”

Sorprendió poco que, durante las protestas juveniles de Mayo del ’68, Boris Vian figurase como uno de los íconos del movimiento. Ya para entonces las cifras de ventas de sus libros (particularmente “La espuma de los días”) se habían disparado, su canción pacifista había convocado protestas contra las guerras de Indochina y Argelia, las transformaciones sesentistas habían hecho admirable el polifacetismo alucinado de Vian, etc. Pero el inagotable autor ya estaba muerto hace mucho. Su voracidad vital había rebasado a sus tiempos, y aunque ya más inteligible, seguía rebasando a los nuestros. Las multiplicidades de este “especialista en todo” son sencillamente incomprensibles en un mundo empujado hacia una hiperespecialización ridícula. Vian decía que “Tener un diploma serio te permite decir estupideces”, y así se arrojaba a la creación de bizarros instrumentos musicales, de ruedas elásticas o de argumentos fantásticos. Hoy yo necesito un diploma para ajustar una tuerca, pero si quiero clavar una tachuela, debo recurrir al experto correspondiente. Eso no sólo hace irrepetible el genio de Boris Vian, sino que lo eleva a un ideal casi renacentista. Rehabilitado hoy como escritor, y parcialmente como músico, todavía queda pendiente la –tal vez imposible– tarea de recopilar todos esos sus recorridos artísticos y vitales “paralelos”.

Es fácil, grato y divertido, recordar a Boris Vian como un iconoclasta de prodigiosa imaginación y humor surrealista, pero normalmente olvidamos el momento (y contexto) en el que desarrolló el pleno de su obra. Rodeado por Sartre, Camus o Beauvoir y adelantado a Queneau o los OULIPO, Vian debió haber desentonado entre sus congéneres como un epícuro hombre con cabeza de paloma. Pero, aunque para percibirlo haga falta zambullirse algo más en sus textos, el creador indetenible que fue Vian parece haberse alineado con una suerte de “existencialismo pragmático”, materializado –antes que combatido– por la actividad turbulenta, incesante, típica del hombre aplastado por las infinidades (inútiles) de la libertad. Convencido de que podía hacerlo todo, pero su fecha de caducidad era brutalmente próxima, el Vian de "No me gustaría palmarla" parece el más auténtico. Decidido a vivir muchas vidas dentro de la suya, definitivamente multiplicó sus 39 años más allá de todo prodigio, hasta agotar la espuma de los días, ese tiempo –siempre breve– que nos toca habitar. Aborrecido por la académica y casi un apestado de los círculos literarios establecidos (hasta su amigo Sartre renegó de él), habiendo sido el primer revisionista del legado de Alfred Jarry (“Los perros, el deseo y la muerte” no es otra cosa que una actualización de las premisas patafísicas, y no en vano fue Vian sátrapa del Collège Patafísico), ahora –al cumplirse los cincuenta años de su muerte– Vian acaba de entrar a ese “fantasmario deluxe” que es "La Pléiade". A más de uno le da risa, y a Vian seguro que mucho más. Por fin queremos darnos cuenta que, si los poetas fueran menos tontos, quisieran ser un poco más como Boris Vian; como ese genial personaje que se describía así: “Un ser único/ En montones de ejemplares/ Que no piensa más que en verso/ Y no escribe más que en música/ Sobre motivos diversos/ Unos rojos y otros verdes/ Pero magnificos siempre”.

martes, abril 28, 2009

J.G. Ballard: Retratos de la psicología del futuro


“Un arquitecto de sueños –a veces pesadillas”
Ballard sobre Ballard


“El mundo se parece cada vez más a los relatos de Ballard”, lanza Andrés –como quien dice mucho sin realmente proponérselo– mientras almorzamos y decidimos cómo recordar al recientemente fallecido escritor J.G. Ballard. No reparamos en lo planteado, hablando de Dick y Gibson, hasta que, alguna horas después, me topo con "The drowned world" (1962), primera novella publicada por Ballard. Ambientada en un futuro –entonces como ahora– muy cercano, nos encontramos con un planeta sumergido tras el derretimiento de los hielos polares. Nada sería el muy plausible escenario construido por el autor inglés, o acaso otro más de los certeros chispazos futuristas comunes a la ciencia ficción, de no ser por la precisa cercanía de la ficción psico-arqueológica con la que esta narración derrumba y reconstruye la idea de humanidad. Emprendiendo la revisión, reparamos con “Why I want to fuck Ronald Reagan”, y observamos los desconcertantes paralelismos entre el estudio de personaje que Ballard dedicara en 1968 al (entonces gobernador) norteamericano, y la no demasiado distinta composición simbólica de Obama –o incluso Evo. En días es las que, como en "Concrete Island" (1974), el hombre sigue construyendo islas artificiales (de las tangibles tanto como de la mente), o en el que el concepto de celebridad y desastre colisionan violentamente, por medio del entretejido de los medios masivos y la tecnología, evidentemente no podríamos acercarnos más a un mundo diseñado por Ballard. Tal es el legado del colosal escritor que el pasado martes 21 abandonó este mundo.

James Graham Ballard jamás dejo de ser una suerte de autor de culto -o así lo describieron los numerosos obituarios publicados en su memoria. Y precisamente esto se hace bastante extraño, dada la visibilidad de su nombre y la relativa accesibilidad (típicamente pulp, típicamente SciFi) de sus obras. Lo cierto es que, por su provocadora vocación y por su insuperablemente retorcida imaginación, Ballard no fue debidamente (re)conocido por el público. Pero en esto se parece a The Velvet Underground, pues debe ser uno de los escritores que más adeptos ha generado. Sus textos, generosos en ideas de sintética revulsividad, invitan a lecturas profundas, a correlatos y reinvenciones. Podemos incluso afirmar que Ballard dispuso una ética narrativa en sus obras, a pesar de estar escritas en forma –digamos– “clásica”, que estallaba en su real magnitud ante potenciales lectores-autores. Es tal vez, por ello, comparable a Huxley, Beckett, Faulkner o Borges.

Este creador de mundos inquietantes, alumbrados en el margen de la precisión científica, debía mucho de su universo -es decir formas, lenguajes e intereses- a su pasado, demarcado por una infancia como prisionero de guerra, por sus años como estudiante de medicina y –particularmente– por su devoción al surrealismo y al arte contemporáneo (al de filo más techno, está claro). Nacido el 15 de noviembre de 1930 en Shangai, vivió en la bonanza de una familia inglesa acomodada hasta que los japoneses los recluyeron en un campo de prisioneros –durante la Segunda Guerra Mundial. La irracionalidad, alternante entre lo enternecedor y lo brutal, de esa situación no solamente daría lugar a "Empire of the sun" (1984) –el más autobiográfico y exitoso de sus trabajos– sino a la percepción estoica y cataclísmica de su obra. En cambio, la fruición que sentía por la literatura surrealista, combinada con sus años diseccionando cadáveres, terminaría de establecer el germen de sus temas, fuertemente delineados por lo científico, las ambigüedades violentas de la humanidad, la esquizofrenia trepidante de lo bélico y la constante marea simbólica que sumerge todo aquello.

Su estilo, entre William Burroughs y Jarry tanto como episódicamente similar al de los journals, encerraba la obsesión de un hombre convencido de la inexistencia del pasado, de la muerte del futuro y de las infinitas posibilidades del presente. Empleando la excusa de la ciencia ficción (SF), Ballard meditaría profundamente sobre la humanidad, a veces amenazando con huir de la –injustamente menospreciada– delimitación literaria de este género. Esto es innegable, pues la SF de Ballard se parece más a la de Barry Bayley, o a la de su amigo Michael Moorcok, que a la de Chirstopher Priest o Stanislaw Lem. Desentendido de esa polémica, aunque algo frustrado porque los críticos recurriesen tanto a la muletilla de la SF para describirlo, J.G. Ballard sostenía que el único instrumento capaz de medir al Siglo XX postrero, desde la literatura, era precisamente la SF. Si el periodismo fue el género literario del (primer) Siglo XX, la ciencia ficción lo es, entonces, del Siglo XXI –o de ese tiempo que se extiende desde 1950 hasta hoy.

Otro elemento recurrente en la obra de Ballard es la catástrofe. Esta múltiple incidencia de la calamidad –muchas veces humana, otras natural, casi siempre tecnológica– más que servir como dispositivo argumental, se erguía como metáfora del remolino regresivo en que puede devenir el progreso. No era pues, tanto, la intención de Ballard el graficar el hundimiento o la stasis que le seguía, sino observar las contradictorias reacciones del hombre frente a estas situaciones, capaces de pronunciar el deseo y la violencia –el camino a la deshumanización. Un rol similar juega en su obra la tecnología, canalizada por los medios y causante de la intoxicación de la masa, donde el consumo y la despersonalización colisionan para deformar lo humano. Esa tenue sostenibilidad, empujada –muchas veces por medios y acciones propios– hacia la debacle, es el quid de su escritura, su gran simulacro (“un bizarro paisaje exterior, impulsado por enormes fuerzas físicas”, decía Ballard al ser consultado por la elaboración de la realidad en sus textos).

De entre su prolífica producción destacan "The Atrocity Exhibition" (1969) y "Crash" (1973), que por medio de ensayos narrativos de contundente provocación, en el caso del primero, y de la metafórica exposición de una tecnoparalifia en el segundo, absorbían y se apoderaban totalmente del autor y su mundo. Disfrazando en desarticulados paseos surrealistas -cínicos- sus meditaciones, Ballard enumeraba los traumas de la “experiencia de posguerra”, es decir la experiencia posmoderna por excelencia, dejando que la claridad de aquello que siempre deseó expresar lo poseyera en plenitud. Una implacable descripción del perverso paisaje que llamamos “entretenimiento de masas”, un acercamiento a un futuro al que nos hallamos turbadoramente encaminados y una metáfora SF sobre el –deshumanizado, hiper tecnológico, etc.– estado de la sociedad occidental, con este bíptico Ballard alcanzaba la máxima cota a la que aspirarían sus trabajos, programando al mismo tiempo el sentido de los que vendrían.


Otra de las (muchas) importantes aportaciones de Ballard es el desarrollo de lo virtual como una configuración post-existencial y transmaterial del hombre; plasmando ésta elaboración como un tropo de lo humano, especialmente en sus estupendos ensayos recopilados en "A User’s guide to the millennium" (1996). No en vano Ballard fue el primer gran simulador de la literatura (Baudrillard dixit). También hallamos influencia suya, muchas veces directa, en creadores ajenos a la literatura (Joy Divison, David Cronenberg, Radiohead, el movimiento post-punk), por lo que su talla es a veces sencillamente inconmensurable. Tal vez, y no es exagerado, sólo alcancemos a conocerla en su genuina y cabal magnitud ahora, cuando el futuro nos lanza nuevamente en los caminos sugeridos por el gran autor inglés -incluso a pesar de su ausencia física.

¿Fue J.G. Ballard más un visionario que un simulador?, ¿más un psico-tecnólogo que un escritor de ciencia ficción? Estas preguntas, como muchas similares, no tienen ni podrán tener respuesta, pues la escritura de Ballard consigue lo que pocos otros autores: sumar y sobrepasar esas fronteras, definirse allende de las limitaciones perceptivas de sus intérpretes y críticos. Abocado a narrar, con provocativo y punzante hiperrealismo, las brutales y contrastantes operaciones de lo humano (ese horror en el que pocos consiguen ver literatura), Ballard no hizo más que tomarle el pulso a su mundo, desarrollando –con exagerada potencia– las líneas (in)verosímiles de nuestro futuro inmediato. Y sea imaginando por adelantado a Obama, el efecto invernadero, o apropiándose de la suplantación iconográfica como contenido narrativo, Ballard se hizo un escritor apocalíptico y especulativo, un hombre cuyos libros eran tan rigurosos como un parte forense pero tan perturbadores que los críticos no podía permitirse recomendarlos “bajo preceptos morales” (¡vaya lujo!). Descubridor de la psicomitología –tecnológica y grotesca– desplegada por los medios masivos, con Ballard nos despedimos del gran simulador de la literatura, del arquitecto de sueños –a veces pesadillas– más propios de lo humano.

miércoles, febrero 04, 2009

John Updike: Lirista de la vida cotidiana

Updike tenía mucho que agradecerle a la psoriasis. Preocupado por no rascarse, procuraba mantener las manos ocupadas en el teclado, escribiendo como alivio a esas tan mundanas comezones. Pero no sólo le otorgó esa compulsión -que le permitió labrar una carrera de autor con suficientes libros (la abrumadora mayoría de ellos excelentes) para llenar varios estantes; sino que lo exoneró del servicio militar, allanándole el camino literario –y hacía otros intereses– como a pocos de sus contemporáneos, enfangados en una generación empujada hacia la batalla. Afeado por esa permanente guerra con su piel, tartamudo y obcecadamente asentado en sus orígenes, John Updike se convenció de ser escritor, se obstinó con la idea y la blandió hasta el final, con una fruición recompensada cabalmente por el éxito. A ritmo de tres páginas de cuentos, ensayos, poemas, críticas, historias cortas o novelas por día, Updike jamás se detuvo. Esa incansable producción –proeza del “hombre de letras” por excelencia– fue cortada recién el pasado 27 de enero, cuando el cáncer fulminó a uno de los últimos colosos de las letras estadounidenses, arrebatándonos con él una forma de entender y escribir la sociedad media norteamericana.

John Updike será sin duda recordado como uno de los principales exponentes de la literatura estadounidense en el siglo XX, capaz de mantener el sutil equilibrio de la popularidad, la aclamación literaria y una producción copiosa –trifecta en la que tal vez sólo lo rivaliza Philip Roth– y adjudicándose de paso un lugar preeminente entre sus pares y compatriotas. Tal distinción provenía de su prosa precisa y delicada, resuelta con el aplomo del que entiende el lenguaje como una forma de belleza, como un constructor de significados en sí mismo. Recorriendo con amplitud envidiable todos los campos literarios, Updike cultivó una versatilidad que ya podía asegurarle la leyenda; pero él entendía que uno sólo podía ser escritor escribiendo, y por ello no admitía desvíos como la automitificación o el regodeo inescrupuloso de varios de sus contemporáneos (Mailer, Wolfe, etc.). Tenía esto mucho que ver, no cabe duda, con la que fue su gran preocupación y veta temática: las posibilidades poéticas de lo ordinario, la vida cotidiana y la gente normal, las posibilidades poéticas de la middle America.

Decía Updike que no conseguía sentirse cómodo en ningún lugar que no fuese la realidad. Pero esta era una realidad poco cercana a la de los literatos consagrados que compartieron años y ámbitos con él (Roth, Bellows, Mailer…), sino una pequeña población suburbana a la que la gente no va si no es de paso, más cerca de Kansas que del cosmopolitismo neoyorquino. Así John Updike pondría la más bella literatura en esa estrecha rutina en la que las goteras o los tropiezos laborales angustian tanto como las perspectivas ambiguas propias del lugar donde las ideologías y dogmas no acuden sino para colisionar. Enfrascado en esa maravillosa fabulación, Updike dedicó su vida a, como el mismo dijo, llevar al papel sus observaciones como “espía literario en la América promedio, suburbana y de supermercados”. El resultado serían monumentales obras que comprenden la más perfecta cartografía moral de los Estados Unidos durante la segunda mitad del Siglo XX.

Este camino comenzaba el 18 de marzo de 1932, cuando John Hoyer Updike nacía cerca de Reading, Pennsylvania. Hijo de un profesor de matemáticas y la encargada de una tienda, Updike heredó las visiones políticas post Gran Depresión de su padre, mientras las aspiraciones literarias provenían de su madre. Igualmente significativa sería su estancia adolescente en una granja rural, donde comenzó a interesarse por la prestigiosa revista literaria “The New Yorker”, en cuyas páginas “tomaba clases” con Cheever y se empapaba del humor preciso y fino que cultivaría durante su vida –aún después de abandonar sus intenciones iniciales de convertirse en caricaturista. Tras un académicamente exitoso paso por Harvard, en el que llegó a presidir el “Harvard Lampoon” antes de graduarse summa cum laude, Updike vería reorientado su destino con la publicación –en 1954– de uno de sus poemas en las páginas de su adorado “New Yorker”. Desistiendo de proseguir sus estudios como ilustrador en Oxford, Updike iniciaría una larga y productiva relación con aquella revista, basa habitual y central de sus publicaciones hasta el final de sus días, al mismo tiempo que arrancaba oficialmente su carrera literaria.

A pesar de que su debut novelístico fue recibido con receloso entusiasmo –"The Poorhouse Fair" (1959), ambientada en un asilo de ancianos de Nueva Inglaterra–, no fue hasta la publicación de "Rabbit, Run" en 1960 que John Updike sería tomado en cuenta como algo más que un periodista con medianas condiciones literarias. Y aunque suena tendencioso afirmarlo en un hombre tan prolífico y parejo como Updike, efectivamente la “Tetralogía Rabbit” contiene la cumbre de su obra. Una reacción a "On the road", como aseveró el propio Updike, esta novela de indiscutibles ecos Salingerianos (al menos en su primer episodio, la ya mencionada "Rabbit, Run") presagiaba los temas y el estilo que consagrarían a Updike, además de postularlo como autor de la tan perseguida “Gran Novela Americana”.

Esta saga narra en sus cuatro volúmenes, "Rabbit, Run" (1960), "Rabbit Redux" (1971), "Rabbit is Rich" (1981) y "Rabbit at Rest" (1990), el periplo de Harry “Rabbit” Angstrom, una metáfora para el hombre común norteamericano que a su vez servía –desde la cambiante fortuna de una ex estrella de baloncesto juvenil– para diseccionar con agudeza el destino de Estados Unidos, en este caso reflejados desde una familia intencionalmente común. “Rabbit” –también un poco el alterego de Updike, de no haberse hecho escritor– atravesaba las prisas conspirativas del amor y sus consecuencias mientras, atrapado por esa pesada mentira que llaman “Sueño Americano”, deseaba incesantemente el escape; zarandeado por los sismos paradigmáticos de los Estados Unidos y sumido involuntariamente en las brasas morales de una generación que no hizo otra cosa que desvariar a lo largo de esas cuatro décadas, “Rabbit” Angstrom logra la maravillosa proeza de metaforizar en su existencia a su país y generación, representando así el logro mayor de un escritor cuya gran preocupación fue precisamente aquella: encontrar la metáfora más certera y hermosa para su país y sus tiempos.

Posteriormente la producción de Updike mantendría una copiosa regularidad, que en la mayorái de los casos no comprometía su calidad. Y aunque un tanto menores que la saga “Rabbit”, obras como "Couples" (1968) merecieron elogios por –a decir de Martin Amis– llevar "Ulysses" a los Estados Unidos en los sesenta. También hay que recordar otra “saga” suya, en la que Updike se reinventaba como el escritor judío Henry Bech, “ajustando cuentas” con sus colegas Roth, Malamud, Mailer y Bellow así como con algunos críticos que recelaban de su origen blanco, protestante y de clase media (algo casi criminal en un entorno en el que los mejores escritores se repartían entre excéntricos judíos, como los mencionados, o multiculturales exponentes). Incluso Updike se permitía otorgarle el Nobel –que, a pesar de merecer, nunca recibió él mismo– a Bech, en una justiciera jugarreta literaria que fue festejada por muchos. Probablemente si, como decía el desaparecido David Foster Wallace, John Updike fue el sumario exponente de esa generación de (autores) “grandes machos narcisistas”, Henry Bech es suficiente evidencia para sostener tal argumento. Que Updike mismo haya sido el primero en vislumbrarlo dice mucho de su capacidad observadora y satírica. Igual resalte corresponde a sus colecciones de ensayos sobre arte o sus exquisitamente justas reseñas literarias (John Updike es mejor crítico literario de lo que se suele recordar), cuentos cortos (aunque padece de exceso barroco si se lo compara con Carver, su calidad autobiográfica hace de estas iteraciones breves algunas de las más interesantes que produjo Updike), poesía (un clasicista poco atento a las modas, sin duda dejaba claro en ellos que entre el lirismo pulcro de su prosa y su poética había apenas un cambio de tiempo), que fueran publicados en numerosas antologías, usualmente intercaladas con los también numerosos libros que publicaba –al sagrado ritmo de al menos uno por año– hasta el anterior curso.

A pesar de las críticas que recibió por recientes empresas (fallidas recontextualizaciones de Shakespeare o Tristan e Isolda) o por una aparente pérdida de finura en su sintonía sociopolítica (su libro "Terrorist" de 2006 fue vapuleado por su incapacidad de introducirse en la mente del protagonista, un adolescente musulmán y neoyorkino), es evidente que Updike no necesitaba ya probarle a nadie su cimera estatura en las letras americanas. Tal vez tampoco le convenía aventurarse en el Brasil o la Dinamarca medieval, cuando reconocía sus raíces firmemente plantadas en la “América media” que con tanta soberbia retrataba; lo mismo arriesgarse en el agitado estanque de la política, cuando él mismo se sentía políticamente inferior a -digamos- John DeLillo. Eran estos “errores” los que invitaron a más de uno a acusarle de ser un viejo que no había ganado sabiduría con los años. Sonreirían los espejos al notar que Updike escribía desde mucho antes sobre lo riesgoso que podía ser envejecer; y que lo hacía con la resuelta contundencia del que ha vivido demasiado.

Un esteta de la prosa, John Updike logró el imposible de balancear la pulcritud estilística máxima con el tesón prolífico más envidiable; alcanzando en el proceso una capacidad de interpretar su país tan portentosa que no sorprende que –si vale la anécdota– tanto Obama como McCain le hayan tenido entre sus autores de cabecera. La promesa meditativa de su prosa (que le hace discípulo de Karl Barth) o las extendidas reflexiones sobre el adulterio y la contrición que le sigue, son todavía insuperables en sus escritos; por lo que difícilmente podría afirmarse que haya estado más interesado como autor en los macrocontextos que en la tirante microfísica de sus personajes. Y eso es todavía indispensable para entender nuestro mundo. Como no hace falta explicarnos sus elogios y galardones, podemos pensar que el ataque que Updike soportó recientemente –proveniente de los escritores más jóvenes, siendo Foster Wallace el más incisivo de ellos– responde quizás a un temor a emular los alcances, a vivir bajo una eterna sombra titánica; sombra capaz de esconder (aún en sus momentos más flojos) algunos de los esfuerzos más logrados de la escritura norteamericana reciente. Como el hijo que tiene que pelear con la idea de, eventualmente, llenar unos zapatos muy grandes. Pero ahora, cuando tendremos que comenzar a acostumbrarnos a no recibir uno o más nuevos “Updike” al año, y cuando ya el riesgo de sustituirle es algo superfluo –como innecesario fuera desde el primer instante; conmemoramos también el definitivo y merecido paso de ese coloso al panteón donde Herman Melville, Nataniel Hawthorne y Sinclair Lewis le esperan.

Updike at Rest.




N. del E.: Pase por nuestra habitual y querida Editorial "El Cuervo", guarida de jeques perversos y finolis rematados, donde encontrará un doble homenaje, en el que Joh Updike -con su habitual precisión y detallismo- comenta a un grandísimo colega, que este año alcanza fechas de homenaje: J.D. Salinger. Están entonces invitados a pasar por la guarida de los cuervos, que los tujsillos van por cuenta de la casa.

martes, julio 29, 2008

La sobrina de Julio Barriga


Me habían dicho que Julio Barriga era un poeta punk. También había escuchado de su amor por Bob Dylan, por Genet o Huysmans –escritores ellos en los que eso de “ser poeta no para escribir versos” se hace tan cierto–; supimos igualmente de sus "Versos perversos" y de los celebradamente desaforados volúmenes de aforismos que ha publicado –deliciosa pero escasa muestra de una cosecha enorme, que cotidianamente circula sus conversaciones–, por lo que la oportunidad de presentar su reciente poemario "Cuaderno de sombra" en Cochabamba, era un honor y una estupenda oportunidad para conocer de cerca al gran poeta tarijeño. Así fue que nos complació acompañar a Barriga durante su breve pero “anárquica e invariablemente espirituosa” estadía en nuestra ciudad.

Es éste último libro suyo el que mayor atención ha merecido, tanto del público como de sus pares literarios (vinosaurios y pupilos por igual), y no ha faltado el que se animó a ubicarlo como su “primer (gran) libro”, ignorando los cinco que publicó previamente el tarijeño. Efectivamente se trata de un trabajo que encuentra a Barriga consolidado y finalmente dispuesto a aceptar su rol como poeta y heredero de Roberto Echazú –desparecido escritor tarijeño, amigo del de Cinti y uno de los mejores vates que tuvo Bolivia–, y que cuya ausencia otorga aún mayor complexión poética al libro. Pues por Barriga, y con Barriga, Echazú alcanza –diría D.H. Lawrence– “esa exquisita finalidad, esa perfección que pertenece a todo lo lejano”. "Cuaderno de sombra" también es el primer libro editado por un prometedor emprendimiento literario nacional: Editorial “El Cuervo”, dirigida por Fernando Barrientos, quién ha declarado que ésta novel casa editorial nace y se formaliza a partir de la idea de publicar "Cuaderno de sombra", primero, exclusiva e ineludiblemente, haciendo del proyecto una “bestia de dos cabezas”; pues era imposible, dice Barrientos, pensar en la editorial sin el libro de Barriga, pero ya hoy lanzado ésta va por mucho más, precisamente gracias al sentido adquirido al atravesar aquel umbral de la mano de "Cuaderno de sombra". Entonces, a continuación presentamos algunas percepciones –una simple lectura– del último poemario de Barriga, que fuera presentado en nuestra ciudad el pasado jueves 24 de julio y que compartimos con ustedes ahora.

Y aunque no es ni Kathy Acker ni John Cooper Clarke –es ridículo traerlos a colación ahora, mas esto de “poeta punk” obliga– creo es más lógico (aunque tal vez no menos aventurado) encontrarnos con Barriga desde la letra de “Walt Whitman´s niece”, una gran canción de Woody Guthrie que supieron completar los estupendos Wilco. Dueña de una imprecisión poética tan simple como potente, me suena definitivamente a Julio Barriga y (algo de) su obra, y me sugiere incluso el título para el presente comentario. Y puede no ser un despropósito tan grande unir a Whitman con Guthrie con Barriga y Wilco (también he sentido a Barriga con su “Handshake drugs”, pero ese es otro asunto), pues el puente entre todos estos poetas/músicos/artistas está en Bob Dylan, quien sabemos inspira también al tarijeño, y que late en múltiples formas (metatextuales como textuales) en sus versos. Esto es evidenciable en "Cuaderno de sombra" en aquel poema que comienza diciendo “déjenme ésta forma de estar/como si no estuviera”, como en varios otros pasajes del mismo libro. Excusada esta licencia, continuemos con la lectura.

“Ser poeta como una forma que te ofrece/ la vida de no ser en absoluto” escribe Barriga, encontrándose –tal vez– con el Thoreau que decía que “El arte de la vida, de la vida del poeta, es hacer algo sin tener nada que hacer.”, asentando al mismo tiempo el espíritu de éste su poemario, que vuelve incansablemente sobre la idea de la poesía y el lugar del poeta; describiendo el “método” de su escritura y la razón por la que se ha lanzado en este camino: “Un extraño día en Julio/ cuando tan sólo podía volverme loco/ tallando la sonrisa de la felicidad imposible.”. Igualmente rondando la idea del poeta y su “musa solitaria”, Barriga sigue buscando su telos como un ejercicio de soledad (“Solo en la posesión de mi abandono”), y consigue conjugar el silencio de Echazú con su propia y sempiterna soledad, pues ya ambas se han convertido en una sola cosa, la misma y completa expresión poética de un anhelo común: “Roberto, enséñame a existir./ Mi cueva de Platón es distante de la tuya/ tu mueres mientras yo ambulo y peno/ y tu ambulas y penas y yo muero.”

Un rumor epicúreo (“coronadas de ortigas volubles cori feas”) discurre ahora con naturalidad por los versos de Barriga, que fue forzado al silencio durante mucho tiempo, pero que en el maestro Echazú encontró que el doble aislamiento de su silencio (soledad) era el valor poético que ningún otro encontraba. Esclarecedores en ese sentido resultan estos versos: “el ejercicio de la soledad consiste/ en ir allá donde tus pies te lleven/ y el frío que te permite/adéntrate más en ti y concentrarte/ más cerca de tu núcleo/ ver la peligrosa abstracción en que se convirtió tu vida/ pasearse entre la gente/ ser uno más de ellos/ o tener la ilusión de ser uno más de ellos”. (**ellos**, de quienes diría Barriga en algún otro poema suyo: “seres implacables e imbancables a los que ahora solo puedo visitar en sueños de los que me despierto gritando”). O, “Quedé congelado en la distancia/ entre aves que antes habían sido peces/ seres entre los peces y las aves/ mirándolo todo despiadadamente/ mientras grandes copas se entrechocan en las alturas/ yo soy esclavo de mi metodología.”, fragmentos ambos que confirman una forma de pensarse que ya es categórica en el corpus poético de Barriga.

Es, resonando en ésta frecuencia, que podemos encontrarnos al Julio Barriga “punk”. Y como cualquier intento por sugerir la existencia de tradiciones parnasianistas en Bolivia es un mal chiste, podemos entender en Barriga esa actitud “punk” como el uso característico de una estructura poética usualmente esbelta, sobre la que inserta giros y modos plenamente “antipoéticos”. En el enfrentamiento de una poesía “como medio de ambición”, contra lo (malamente) pop o light que se ha escurrido en el arte poético. “Siempre me las he arreglado/ para llevar una vida de mierda: poesía que no labra/ mansiones de la pureza”, dice el mismo Barriga que en algún otro poema admite estar teniendo “mucho rock&roll con la misma camisa”. Versos “siempre huyendo cinco metros/ por delante de las resacas” o la intención inclaudicable por insertar entre sus poemas lo dicho por otros, de acoplarles a los mismos salidas y resoluciones no esperadas y preformadas a partir de ecos populares, su deseo de conectar afanes aforísticos con sentencias de humor frontalmente sugerido, la voluntad de hibridar su poesía con slogans y rimas en las que se juega el sentido antes que la sonoridad, en formas que aspiran a lanzarse contra la poiesis antes que confluir hacia alguna métrica o canon, hacia algún centro formalista, etc.; a Barriga lo tenemos, demasiado a menudo, recitando mientras se pelea con la tecnología, las madrugadas y los códigos. Y todo eso, está clarísimo, lo hace un “poeta punk”.

Desde una poética cuya voz abandona la autocéntrica definición que tiende a mostrarla como un implacable solipsismo, Barriga le escribe a La Paz y Tarija como solamente Auden (que fue inglés y americano, a la vez que ni una cosa ni la otra) consiguió hacer, pero en su caso del de Yok con la lengua inglesa como un todo, pues es Julio Barriga “paceño y tarijeño” a un solo tiempo –sin ser, tampoco, ninguno de los dos–. La pujanza de la ciudad alcanza un gran protagonismo en sus versos, que aparentemente es sólo posible cuando ésta –la urbe como presencia conceptual– demarca lo real pero evoca y proyecta más que eso; como cuando John Fante y Rimbaud se pusieron a boxear, en un juego sutil y complejísimo pero difícilmente denostable. “El lugar donde exudo arañas/ y escribo caminando/ o en los colectivos” sentencia Barriga, que lo mismo nos sitúa con sus poemas en Pilaya que en La Pérez.

“Después de un par páginas, ahí estaba/ toda la noche, tendidos y escuchando/ y olvidando los poemas/ Nos había dicho que era sobrina de Walt Whitman/ pero no qué sobrina./ Hace falta una noche y una chica/ y un libro como éste/ y un largo, largo tiempo, para encontrar el camino de regreso.” Woody Guthrie dejó a Wilco algunas de esas líneas en la ya mencionada “Walt Whitman´s niece”, “La sobrina de Walt Whitman”. Al rescatar su oposición y completitud conceptual respecto y a partir de (desde y hacia) su maestro Roberto Echazú, Julio Barriga se (re)asume como poeta y se enfila nuevamente en esa senda de la que muchos fueron descarrilados por incontinencia –ojala tal sea sólo un risible pecado de juventud– o por la irregularidad del que se ha extraviado irremediablemente. Así y aquí, por el contrario, Barriga decide acercarse a la caverna del “Héroe del Silencio”, Echazú. Y esto nos permite celebrar todavía con mayor regocijo el haber recuperado definitivamente a Julio Barriga, quien de paso está atravesando ahora mismo su mejor forma poética.

Dice Humberto Quino que Barriga nos adentra con sus versos en el perdido reino del lenguaje aniquilado por la revelación. Evidentemente, lo aseguraba ya Alberto Caeiro al decir que el único sentido oculto de las cosas son las cosas, la poesía es inevitablemente aniquilada por la revelación, porque el lenguaje hace que el “doble existir” no sea necesario: decir lo ya sucedido no lo existe. Pero esto no es algo sencillo de observar ni de recrear, menos desde el campo poético, en el que abunda el deseo de imperar con la tozudez del que se conmueve cuando ve el agua corriendo por el suelo inclinado. Decía en tal sentido Valéry que el poder del verso nace de la indefinible armonía que existe entre lo que dice y lo que es. Y es esto en Barriga doblemente innegable, pues al contrario de lo que sugería Yeats, no tiene él que elegir la perfección de la obra o de la vida, elegir entre ser un poeta o escribir versos. Él posee la salvaguarda imposible del que, en un extraño día de Julio, juega con los dados cargados de la nada.


martes, mayo 06, 2008

La Caverna (G.a.U.t.)

Es como siempre grato contar con colaboradores en “Diseccionando a la musa perdida”, pues por medio de esas nuevas voces y visiones se confirma la intención –siempre manifiesta– de hacer de este blog un espacio dialogal antes que un repositorio de textos en busca de “lectores ideales” o, lo que sería peor, un ejercicio onanista.
Recibiendo felices un nuevo texto de Gustavo Urquidi –la más frecuente de nuestras firmas invitadas– los invitamos nos acompañen a leer un recuerdo de José Saramago y su novela “La Caverna”, última parte de su “Trilogía involuntaria”, y probablemente lo que se podría considerar como el primer ensayo serio (si bien igualmente involuntario) sobre la virtualidad, una condición inherente al hombre de hoy y su sociedad, posible sólo desde la pluma del gran lusitano.
Dicho esto, y permitiéndome el solipsismo de encontrar ecos del platónico mito en “I shall be released”, los dejamos con el texto de Gustavo, agradeciéndole haberlo compartido con todos nosotros.



La Caverna


“Que extraña escena describe y que extraños prisioneros. Son iguales a nosotros.”
La República, Platón
.


“La Caverna”, novela de José Saramago, fue la primera que publicó después de haber sido galardonado con el premio Nobel. Cuando ya había ensayando la ceguera escribiendo sobre la disminución de la vista, y cuando pensaba que había dado todos los nombres escribiendo sobre el desgaste de las identidades, salió nuevamente de La Caverna para hablarnos de la perdida del empleo y decirnos que no estamos todos ciegos y aquello que creemos la realidad no es más que sombras. Con esta novela, publicada en 2003, completaba su trilogía involuntaria, en la que marcó su visión del mundo en este fin (o inicio) del siglo, remarcando las diversas pérdidas del hombre: “Ensayo sobre la ceguera”, “Todos los nombres” y “La Caverna”. Este último exclusivo, porque es un libro sobre la vida y la muerte, sobre el envilecimiento y el esclarecimiento, sobre la palabra y el silencio, sobre la cultura de la frivolidad.

Esta novela sobresale de las demás (anteriores y posteriores) porque en ella Saramago deja de ser el ensayista que escribe novelas y habla sin referencias de espacio ni de tiempo, dejando el relato situarse en todos los sitios y en cualquier momento, para cuestionarnos éticamente sobre el sentido del desenvolvimiento. Más que una historia Saramago nos entrega material para pensar, y apela a la fuerza del pensamiento como la única vía capaz de liberarnos de la esclavitud conceptual de los tópicos. Cuando el hombre, recluido en la cueva de Platón, mira la luz, percibe que lo que conocía hasta entonces era apenas la sombra de la realidad.

Inversamente, cuando el artesano Cipriano Algor de 64 años, personaje principal de “La Caverna”, heredero de una tradición familiar, percibe que su trabajo se vuelve inútil, obligado a sustituir la producción de platos de loza por los de plástico, debe trasladarse para el “Centro Comercial”, donde se realizan los negocios y donde la Cueva de Platón asume una versión contemporánea e hipermoderna igual que los “stadium de futbol”, “las discotecas”, “supermercados”, “casinos”, etc.; lugares de “encuentro”, lugares comunes donde la gente acude no ya para escuchar a los demás, sino los espectáculos, las ofertas y gangas del consumo, espacios que curiosamente son muy vigilados, espacios en los que la gente se siente segura porque la violencia y la comunicación se producen fuera de esos recintos (cavernas), en donde Cipriano se ve obligado a encarar dicha realidad de la caverna hipermoderna, de la que no tenía la más mínima sospecha; entra en ese mundo de sombras, compromete su libertad para entrar al mundo de los ojos que todo lo ven. Esa es la diferencia de los habitantes de la cueva de Platón que nunca salían de ella. En la Caverna de Saramago los personajes van de fuera para adentro y cuando logran entrar comprenden que ese mundo no es de ellos, el autor pretende que los lectores no renuncien a criticar el acontecer diario, de esta forma Cipriano representa una cultura, un modo de hacer las cosas, representa al hombre que esta en la peor de las situaciones donde hace lo que no quiere y no sabe lo que puede hacer, nadie quiere nada de ese hombre a quien no le queda mas que alejarse.



A manera de contraste, y como homenaje al amor por los animales y particularmente por sus perros, en su novela figura entre los personajes precisamente un perro, un perro que se humaniza mientras muchos, demasiados humanos, se fosilizan. Usando la figura que nos regala Saramago, podemos decir que, hoy, el animal tiene mayor valor que los muertos vivientes, entre ellos escritores, sobre todo “novelistas” que persiguen premios, para quienes esta vida parece donada, que en realidad no dicen nada, y callan, y solo gimen para ventilar su podredumbre y exclamar: miren estoy aquí, sí, aquí, yo, sí, estoy aquí, aquí. Y se reparten premios por eso. Lo dijo Saramago, sin tapujos pero más delicada y nostálgicamente, a manera de protesta, en una entrevista con la televisión española cuando le otorgaron el premio Nobel. Lo resumimos así: ¿Hasta cuándo beberán sus babas, comerán sus desechos y arrastrarán sus cadáveres? “Los grandes nunca necesitaron premios.”

Para Saramago, que a través de su relato nos regala finísimas reflexiones sobre las preguntas claves de la vida y sobre los detalles que la aderezan, todos nosotros estamos dentro la Caverna porque damos más atención a las imágenes que a lo que realmente somos: “estamos dentro mirando una pared, viendo sombras y creyendo que ellas son reales”.

gustavo a. urquidi t.
- 2008 -


lunes, enero 28, 2008

Al diablo con las categorías


El Nuevo Periodismo no existe. Tal concepto no es más que un artificio ramplón para designar un género literario que ni es nuevo, pues Tom Wolfe lo reconocía tan viejo como el realismo social de Zolá, y que, al ser eminente subjetivo, tampoco califica como un texto periodístico canónico. Entonces, ¿De qué hablamos cuando decimos Nuevo Periodismo? Ese punto, en el farragoso campo de las definiciones, no es tan interesante como introducirnos en la contextualidad que definió el surgimiento de las obras que, durante los sesenta y setenta, pasaron a considerarse como exponentes de este novedoso acercamiento al reporterismo.

El Nuevo Periodismo, desde una perspectiva histórica, corresponde a la escuela literaria que nació cabalgando la contracultura, durante las transformaciones de la década del sesenta, y que se apoderó del periodismo con esquemas conceptuales modernos, aproximándose a la realidad con una ventaja que el devaluado periodismo, miope y reduccionista en su praxis, no contaba. Arrancando en revistas como "The New Yorker", "Rolling Stone" o "Esquire", puso la agitación del protagonismo generacional (propio de la crónica de los medios “underground”) al nivel de las mayores manifestaciones literarias, dotando a este hibrido de un reborde estético cuya identidad se sostiene en la amalgama escritor–reportero–personaje.

Suele confundirse el Nuevo Periodismo con las variantes más narrativas que se han cultivado dentro del género informativo (esto sin salirse de sus límites en el plan rupturista del auténtico Nuevo Periodismo). Al parecer todavía existen problemas al momento de diferenciar novelas de no ficción (caso “In cold blood” de Truman Capote) de textos alumbrados en otro plano mental y con aspiraciones a veces distintas (como “Radical Chic…” de Wolfe). Y es que hablamos de algo en extremo sutil de discernir, pues: ¿Leemos Nuevo Periodismo cuando la crónica roza la autobiografía? o ¿Es arriesgado llamar a John Dos Passos periodista antes que novelista?, no son preguntas fáciles de responder, y de algún modo representan la disyuntiva confrontada cada vez que un texto pretende pasar (con justicia) la criba anterior a ganarse el rótulo de "neoperiodística".

Veamos, a continuación –y quizás “rizando el rizo”– nos animamos a apostar por un set de diferencias entre periodismo narrativo, periodismo literario y Nuevo Periodismo, esperando encontrar referencias para la distinción de uno y otro abordaje. Elementalmente observado, el periodismo narrativo consiste en aplicar las técnicas de la literatura a la narración de experiencias y hechos de la vida real, todo enmarcado en una revalorización de la relación entre el autor, el hecho y los personajes; cabe resaltar enormes novelas “reales” como las de Capote o Walsh, muchas veces erróneamente tomadas como pioneras del Nuevo Periodismo, en éste género. En cambio, el periodismo literario gravita menos en el campo de la ampliación personal del texto y construye su aporte más como un efecto estético y no tanto formal; es decir, busca un nuevo planteamiento para el correlato de la realidad, con una distinta intensidad al utilizar los matices más sofisticados del lenguaje en la transmisión del mensaje periodístico, por lo que se le podría emparentar con el ensayo antes que con el cuento.

Entonces la distinción fundamental del Nuevo Periodismo está en el autor y la adquisición de un nuevo compromiso retórico, en una profesión ideológica y no meramente estética. El Nuevo Periodismo pretende alcanzar una lectura literaria de la realidad, dado que el proceso de constitución discursiva del periodismo es común a cualquier reconstrucción de la realidad, incluida la literatura “de ficción”. Esto quiere decir que, al menos en sus variantes más radicales, el Nuevo Periodismo puede prescindir del hecho noticioso explícito para sumergirse en una exploración mucho más profunda de la intercontextualidad. De ahí que un concurso de bastoneras sea igual merecedor de cobertura mediática que el asesinato de Kennedy.

De cualquier modo, el Nuevo Periodismo es todavía un tema urticante en círculos puristas (por su tendencia a vulnerar el precepto “sagrado” de la objetividad), cuando en realidad se trata de un periodismo que asume su real naturaleza subjetiva, compartiendo con el lector el juego entre verídico y verdadero, entre verosimilitud y contextura narrativa, que usualmente se purgaba en el fuero interno del redactor. Rescatando la importancia del quién y el cómo, incluso por encima del qué, al momento de construir el mensaje periodístico, queda claro que para practicarlo se necesita ser mejor estilista que transcriptor.

Además del delicado balance en la construcción de elementos de ficción a partir de material “auténtico”, la soltura del lenguaje en plan dialogal (recuperando onomatopeyas y giros coloquiales en un coqueteo cercano al de la generación beat), el protagonismo del narrador como personaje, la reivindicación de la realidad como una posibilidad de interpretación múltiple (lejana al funcionalismo unívoco planteado por el periodismo informativo), o una voz cargada de sarcasmo y provocación, son algunas de las características de los trabajos que se inscriben en el Nuevo Periodismo, constituyendo un cuerpo muy diverso, que arrancó en la crónica político-social y se extendió de ahí al deporte y hasta a la economía como sus campos de ejercicio.

Aparecido en 1962 con el artículo “Twirling at Ole Miss” de Terry Southern, y habiendo adquirido su denominativo con Tom Wolfe, el Nuevo Periodismo mutó en un gemelo decadente y maleducado –el periodismo Gonzo, que tuvo en Hunter Thompson a su principal cultor– mientras que autores como Gay Talese y su estupenda “Frank Sinatra has a cold” mantenían la sobriedad y rigor clásicos, a la vez que enriquecían el texto tanto como los neoperiodistas más afectos al discurso interno o al “directo subjetivo”. Durante las décadas del 60 y 70 grandes nombre como George Plimpton, Joan Didion o Nicholas Tomalin conseguirían hacer del Nuevo Periodismo sinónimo de periodismo (y literatura) de calidad, capturando el espíritu de una época con una fidelidad imposible de alcanzar de otro modo. Y aunque al ingresar a los 80 el enfriamiento nihilista le restó impulso al género, con el nuevo siglo éste recuperó fuerza desde la pluma de Matt Taibbi, P.J. O’Rourke o el polémico Stephen Glass.

Denominado como el aporte “auténticamente norteamericano” al periodismo, lo que si es muy inexacto, por mucho que el género efectivamente haya nacido entre calles y redacciones yankis, la influencia del Nuevo Periodismo a nivel global es tremendamente amplia. Particularmente en Sudamérica, donde con una generación de retraso, escritores como Cristian Alarcón o Alejandro Seselovsky adoptan el Nuevo Periodismo como una forma de continuar la tradición de Rodolfo Walsh o de Pío Baroja, en un auspicio despertar que esperamos cunda en el continente. Tampoco hay que olvidar que parte de la culpa por la confusión léxica entre Nuevo Periodismo (new journalism) y periodismo narrativo la tiene Gabriel García Márquez, que habiendo practicado el segundo –y de excelente forma–, parece querer encabezar el capitulo “sudaca” del Nuevo Periodismo, aunque su trabajo queda muy lejos de los preceptos constitutivos del neoperiodismo y se acerca más bien (junto con el de otros periodistas narrativos usualmente confundidos por neoperiodistas como Tomas Eloy Martínez o Juan Villoro) a Defoe o Twain, grandes periodistas narrativos de herencia más tradicional.

A casi cincuenta años de su aparición, algunas de las “revolucionarias” formas del Nuevo Periodismo se han hecho prácticas cotidianas del género, al punto que casi todas las crónicas que leemos hoy cuentan con alguna de ellas. En tanto, el surgimiento de un nuevo modelo comunicacional pluriárquico e intertextual profundiza la necesidad de un replanteamiento en los preceptos periodísticos. Hoy, cuando la información es tan abundante y su acceso se ha simplificado, los medios impresos deben poder capturar a un lector más exigente, ofreciendo textos de más largo aliento y volviendo al “viejo” dilema planteado por los neoperiodistas: afrontar al lector con el texto y al autor con la realidad. En su resolución está el quid de su supervivencia.

Un producto de su tiempo tanto como una forma de reflejarlo, esta innovación, pretendiendo eliminar a la novela como el vehículo principal de la literatura, consiguió conjuntar algunas de las mejores características del ejercicio narrativo con la satisfacción de las necesidades que el periodismo convencional aspiraba a llenar. A veces con la sutil belleza de un “cronismo para cronistas” o con la torpeza mentirosa de la ficción, esta práctica metaperiodística subvertida desde la literatura, hizo del Nuevo Periodismo la veta más intensa de la literatura en los tiempos que vivimos. Difícil de categorizar o explicar, bien hacía Tom Wolfe al mandar al cuerno las etiquetas genéricas –incluida la que él mismo inventó– y nos equivocaríamos al insistir en el retruque, no creyendo a William Faulkner cuando afirma que “la mejor ficción es mucho más real que cualquier tipo de periodismo –y el mejor periodismo siempre lo ha sabido.” De ahí en más no importa cómo lo llamemos.

domingo, noviembre 18, 2007

Autopromocionando el pugilato con la bestia interior


Llegado el momento de elegir al escritor del que desearíamos recibir una paliza, Norman Mailer tendría que ser una de las primeras opciones. Y es que el pasado siglo ha producido tantos judíos neoyorquinos –geniales y alucinados sujetos todos ellos– como enormes periodistas con tendencias psicópatas (no todos con herencia judaica, se entiende). Norman Mailer, escritor fallecido el pasado sábado 10, que pertenecía a ambos grupos, forma parte de una lista de artistas y pensadores imprescindibles para entender los pasados sesenta años y representa todavía otra gran perdida para este año lleno de decesos. Pero, que a consecuencia de su ego hiperbolizado Mailer haya podido ser al mismo tiempo un estupendo narrador o un boxeador con sangre gitana, le hacen un personaje incluso más fascinante; demasiado aficionado a la camorra como instrumento argumentativo y descreyendo de D.H. Lawrence y su (usualmente aplicable) sentencia: “No le creas al artista. Cree el cuento.”, nos ofreció a "tomarla por atrás" mientras se dedicaba a hacerse la voz más relevante de su tiempo, tarea a veces imposible. Pero, ahora que Mailer ha muerto, es difícil negar que haya ocupado ese sitial, al menos durante un tiempo; ya fuera con el fuste de los tabloides o gracias a soberbias obras literarias.

No hay mejor señal de lo lejos que va quedando el siglo XX que la cantidad de obituarios que hemos escrito éste año. Sin embargo, con la muerte Norman Mailer el lamento es quizás doble, pues tras de él quedan sólo Gore Vidal, Joan Didion y Tom Wolfe como los últimos escritores fundacionales de la escuela narrativa que devino en el Nuevo Periodismo. Si sumamos a John Updike, viendo que nos sobran dedos en una mano para contarlos a todos, tenemos demás razones para la queja. Que se trate de nombres no demasiado reconocidos es todavía otro motivo para la tristeza que no hace falta ni mencionar.


Claro está, Norman Mailer sí fue mucho más reconocible –en muy distintos espacios– que sus colegas arriba mencionados. Es más, dentro de una arquitectura política particular, Mailer continúo siendo una de las opiniones más requeridas hasta su muerte, y eso no es decir poco para un hombre que hace tiempo había dejado de ser un personaje de “dominio público”, aunque su nombre lo conociera todo el mundo (aún si haberle leído), y que octogenario confesaba había estado fantaseando con una postulación presidencial al menos durante las últimas 10 elecciones. Pero Mailer, que se empeñó tanto en ser rabiosamente político, no debe sus enteros a aquella actitud opositora, que lo llevó a ofrecer los puños a más de un Secretario de Estado (el de Lyndon B. Johnson, dicen, incluso los probó a mandíbula desnuda). Al contrario, Mailer ofreció su mayor contribución desde el campo de las letras. Y lo hizo construyendo, con parámetros estéticos más bien sencillos, la forma expresiva más vívida que ha adquirido el periodismo en casi un siglo, empujando los primeros experimentos de Capote hacia un punto en el que la investigación documental se transformaba en una nueva rama sintáctica, incorporándola Mailer al texto casi en la estela y forma que lo hiciera John Dos Passos. La naturaleza hipnótica de su prosa, llena de detalles, muchas veces tan transgresoramente jocosa como delicadamente humana, ya se encuentra en sus columnas para “Esquire” (compiladas en la excelente "Advertisements for myself"), “The Village Voice” o cualquier otro de los numerosos medios en los que publicó. Ni hablar de sus posteriores trabajos, ya todos ellos inscritos en ese particularísimo estilo -luego hecho género- que fundó Mailer.

Habiendo alcanzado la fama y el título de “El mejor escritor de su generación” con su primera novela, "The naked and the dead", que era un recuento de sus experiencias como soldado en el pacífico, Mailer -que no era un narcisista selectivo y estaba obsesionado con transformarse en un ícono americano- anunció que escribiría la “Gran Novela Americana”, iniciando a sus 25 años una batalla fútil, en la que fue intercalando tantos fiascos como certeros intentos por hacer diana. Transformado precozmente en un personaje público, Mailer se dedico a una vida bohemia y errante, parcialmente presentada en su libro "An American Dream", en permanentes intentos por alcanzar una estatura icónica, a la que se acercaba quizás confundiendo celebridad por trascendencia, pero que demostraba comprender muy bien en sus complejidades (esto es evidente al leer sus escritos sobre Marylin Monroe, quien debe mucho de su mito a Mailer) . Fue así que, muchas veces desde el ensayo, Norman Mailer mostró que su lucidez para mirar a la sociedad y a sus contemporáneos poseía una claridad y agudeza envidiables, que se corroboran totalmente en un texto crucial para desentrañar los movimientos juveniles del siglo pasado, como es "The White Negro: Superficial Reflections on the hipster", o para leer el estado de agitación sociopolítica de los años 67-68, en su consagratoria "The armies of the night".


Es evidente que, ante esta progresión, Mailer el provocador no perdía el paso a Mailer el escritor, y (a veces en la persona de Norman T. Kingsley) se aventuraba en el cine –buscando crear la variante “ficticia” del cinéma vérité– produciendo la filosa y divergente "Maidstone", en la que, con Leacock y Pennebaker de camarógrafos, vemos un intento de asesinato real en contra de Mailer, perpetrado por Rip Torn, el actor principal de la película; o que también incursionó en la política, postulándose para alcalde de Nueva York junto al también escritor Jimmy Breslin (un personaje en derecho propio), presentándose bajo chauvinistas y demenciales consignas (que produjeron maravillosos slogans como “Vote por los pilluelos” o ”No más mierda”). Y así, durante muchos años, la dimensión del personaje que iba creando Mailer se difumina constantemente, en una dinámica cada vez más extremófila, y con el tiempo comenzamos a creer que no deberíamos siquiera encontrar distinciones entre uno y otro personaje.


Con esto comprendido, podemos decir que Mailer, un maestro para entender al hombre (el macho) y su naturaleza -hasta el punto de lindar con el machismo como una reafirmación identitaria- no escondió la base reichiana de alguna de sus ideas, y su descontrolado (y permanente) ataque al movimiento feminista, muy visible y tópico en el ensayo "The Prisoner of Sex", encuentra su contraparte material en la ofensiva lectura de poesía erótica en un mitin en pro de la liberación femenina, en la puñalada que asestó a una de sus esposas durante una noche desenfrenada, o en la dolorosamente estupenda "The time of her time". Otro ejemplo de esto lo podemos encontrar también, en otra vena, en su aclamado trabajo "The executioners song", acaso la última de sus obras mayores.


Si para escribir como Jack Kerouac hace falta subirse a un oldsmobile y cruzar el continente en busca de la expansión individual, no me imagino lo que haría falta para escribir como Norman Mailer. Sus temas, su actitud o su apasionamiento a la hora de emplear los puños como argumento –trátese de Marshall McLuhan, Gore Vidal o un anónimo crítico de su obra– hacen difícilísimo seguirle por ese lado; peor aún por el extremo de su propuesta estética, que ha estimulado decenas de pésimos imitadores, nacidos como embriones “neo-periodísticos”. Y no es que con su muerte perdamos un exponente particularmente prominente de las letras actuales, o un dique "iluminado contra el embate alienante sociedad occidental", sino que siempre se echará en falta al fabuloso impertinente que no dudó en ensillar la bestia interior y saltar con ella sobre nuestras cabezas. Por eso, y seguramente más, se lo va a extrañar. Fug it!, Norman.




N. del E. : Con este algo tardío homenaje a Norman Mailer, escritor fallecido dos sábados atrás, relanzamos el "Diseccionando Musas" tras casi un mes de irregularidad. Hemos de disculparnos por el abandono al que estuvimos sometiendo éste blog. Prometemos no volverá a suceder. Es más, el solicitado comentario a "Evo Pueblo" estará publicada hasta, máximo, el próximo miércoles. Gracias por su paciencia, apoyo y aguante. Hay musas para rato, y estamos invitados.