domingo, febrero 15, 2009

La gran estafa


Nadie puede negar que una de las figuras más representativas, en términos estéticos, del punk '77 fue Sid Vicious. Reconocer algún aporte suyo fuera del fashionable resulta mucho más complicado, ya que en los treinta años posteriores a la explosión del género, la figura del bajista de los míticos Sex Pistols estuvo (y está) cada vez venida a menos. Parece irónico, pero el deseo de Vicious de convertirse en una leyenda maltida está lejos de materializarse. Sus mismos colegas se encargaron de que su figura no pase a la historia como él hubiera querido. Es más, muchos punks reniegan contra su imagen, calificándolo como un traidor del movimiento y todo lo que este aspiraba. Algo por lo menos irónico si se recuerda que Vicious es visto, desde fuera de las filas punk, como el arquetípico punk rocker.

Durante los ochenta muchos afirmaban que el punk estaba muerto, que se vendió y los ideales revolucionarios de sus primeras figuras no fueron nada más que una moda extravagante. Mucho se lucró a partir de la furia contenida de cientos de muchachos que deseaban expresar la forma en la que el sistema los condenó por el simple hecho de no tener dinero. El cambio propuesto dejo de importar cuando el No Future tuvo copyright y fue consumido por gente que si tenía futuro y solo deseaba causar un mal rato a sus progenitores con sus extravagantes ropas y peinados. Mucha culpa de la decadencia punk como movimiento de cambio social la tuvo Sid Vicious, quien sólo parecía buscar diversión en los lugares más inverosímiles. Aquel muchacho que parecía no estar consciente de sus actos fue el verdugo de toda una generación. Mientras The Exploited afirmaba que los punks seguían vivos, Sid y su novia demostraron lo contrario, viviendo de excesos, sexo, dinero y otros gustos bizarros que gozaba la pareja.

Desde que Lemmy Kilmister, bajista y cantante de Motorhead, afirmó que Vicious nunca tocó una nota en su vida se desató una polémica sobre su verdadero aporte a los Sex Pistols. Muchos coinciden que no fue nada más que un groupie que gracias a su elevado grado de obsesión por la banda fue convocado para sustituir a Glen Matlock. Otros dicen que fue idea de McClaren, quien veía en el comportamiento radical y violento del muchacho una fuente más de ingresos, ya que el emergente movimiento necesitaba una imagen con la cual todos pudieran identificarse. Por su parte, John Lydon (Johnny Rotten) sentenció en su autobiografía que Sid era bueno para los tres acordes fundamentales, nunca fue un virtuoso pero amaba lo que hacía. Pese a ambas afirmaciones, es necesario reconocer que el propio punk no es algo típico de conservatorio; al contrario, surgió como una respuesta al excesivo barroquismo de la música en aquella época. El punk sigue la de filosofía DIY (siglas en inglés de” hazlo tú mismo”) por lo que no es de esperar que los músicos de este género conozcan a la perfección sus instrumentos, sino que transmitan sus impresiones sobre las injusticias sociales que les toca vivir.

La vida de Vicious fue muy turbulenta desde sus inicios y siempre apuntó a un final dramático. Huérfano de padre, tuvo que aferrarse a su progenitora para sobrevivir en sus primeros años, rodeados de mucha miseria. Una salida fácil fue emigrar a Ibiza y dedicarse a la venta de drogas. El pequeño John Ritchie ayudó a su madre con el negocio repartiendo la mercancía en distintos lugares. Ese prematuro acercamiento con los alucinógenos desarrollo una adicción de la que nunca se recuperó. Además se le diagnosticó un severo desorden de conducta. Para darle un mejor tratamiento, su madre lo llevó de vuelta a la isla británica, donde Sid terminaría de darle forma a ese rebelde e inmoral personaje que marcaría el destino del punk inglés.

Antes de ingresar a Sex Pistols, el todavía conocido como John Ritchie estuvo envuelto en otras bandas que se encontraban relacionadas con el movimiento punk, y por supuesto con la banda manejada por Malcolm McClaren. La primera banda fue The Flowers of Romance, grupo que recogía a Keith Leverne (bajista cofundador de The Clash y posterior miembro de Public Image Limited), y otros miembros de bandas como The Slits o Palmolive. Luego Vicious estuvo con la mítica Siouxsie & the Banshees, tocando la batería en su concierto debut. Luego de su breve período detrás los platillos, Sid dejó la música como prioridad para seguir a todas partes a sus venerados Sex Pistols.

Luego de un tiempo alejado de los escenarios, Vicious tuvo la oportunidad de tocar con la banda que había estado siguiendo obsesivamente. Su talento como músico no era el mejor, pero junto con Johnny Rotten conformaban una explosiva pareja que incitaba a la violencia entre los asistentes -y contra los músicos también. Quizás su único aporte a la música fue la creación del slam dance. La explicación de lo qué esto es no es necesaria, ya que todos conocen la intensidad de los recitales punk y los golpes que se recibe en ellos. De todas maneras, la violencia y su adaptación bailable le otorgaron cierto reconocimiento al bajista.

Cuando Vicious ya se encontraba oficialmente con los Sex Pistols, una groupie viajó desde el otro lado del océano (Estados Unidos) para poder tener alguna clase de contacto o relación con cualquier miembro de la banda. De esa manera Nancy Spungen llegó a Londres. Al igual que Vicious, Spungen era adicta a la heroína y su vida se había reducido a la prostitución y recitales de punk. En uno conoció finalmente a Sid y comenzó la debacle de la banda y la pareja. La relación mediada por drogas, alcohol y violencia destruía cada vez a Vicious, quien dejó de asistir a los ensayos del grupo, alejándose cada vez más de este. Luego vino la fatídica gira por Estados Unidos en la cual Sid se alejó por completo de Sex Pistols, Spungen se convirtió en su manager y dirigió terriblemente su futuro. A esta altura Sid tenía 21 años.

Luego de varios meses cargados de furia y adiciones, Spungen murió. El mítico Hotel Chelsea de Nueva York fue el escenario de un misterioso asesinato. Nancy falleció desangrada por una herida punzocortante que atravesó su vientre. Al haberse inyectado la noche anterior, Sid fue acusado del homicidio de Spungen; él no recordaba nada y eso no lo ayudo en absoluto. A esta altura del partido los mismos The Exploited cantarían Sid Vicious was innocent. El sueño había terminado.

Malcolm McClaren forzó a que EMI pagué la fianza, ya que el polémico manager tenía otros planes para el devastado músico: "Sid Sings". Este curioso material fue la solución económica de Vicious para los gastos del juicio. Desafortunadamente una terrible depresión marcó sus últimos meses, en los cuales Sid nada más deseaba estar solo. Cuando Vicious recuperó su libertad, varios amigos y colegas ofrecieron una fiesta, en la cual su propia madre le vendió una fatal dosis de heroína. Al día siguiente su progenitora encontraría su cuerpo sin vida. No hubo ceremonias de despedida ni tiempo para decir adiós. Sid fue cremado y sus cenizas esparcidas alrededor de la tumba de su amada. Un historia de amor culminaba, así como la vida de un showman del punk, una persona que no dejó un legado claro o incontrovertible, pero cuya imagen prevaleció sobre sus actos como marca histórica del movimiento punk.

La muerte de Sid Vicious, hace treinta años, es para muchos el final de la primera oleada de punk. El hecho de que Vicious fue un espectáculo netamente superficial causó enojo en varias otras bandas que estaban mucho más comprometidas con el ansiado cambio social, como Crass. Al final, Sid es una marca registrada del punk, una figura que no hace más que probar que en el punk existe una delgada línea entre el activismo y la parafernalia. Ninguna banda volvió a cantar himnos a favor de Vicious, es más, luego de su muerte los anarco punks de Crass comenzaron a afirmar que el punk había fallecido. Parece que no están tan equivocados como algunos creen.

miércoles, febrero 04, 2009

John Updike: Lirista de la vida cotidiana

Updike tenía mucho que agradecerle a la psoriasis. Preocupado por no rascarse, procuraba mantener las manos ocupadas en el teclado, escribiendo como alivio a esas tan mundanas comezones. Pero no sólo le otorgó esa compulsión -que le permitió labrar una carrera de autor con suficientes libros (la abrumadora mayoría de ellos excelentes) para llenar varios estantes; sino que lo exoneró del servicio militar, allanándole el camino literario –y hacía otros intereses– como a pocos de sus contemporáneos, enfangados en una generación empujada hacia la batalla. Afeado por esa permanente guerra con su piel, tartamudo y obcecadamente asentado en sus orígenes, John Updike se convenció de ser escritor, se obstinó con la idea y la blandió hasta el final, con una fruición recompensada cabalmente por el éxito. A ritmo de tres páginas de cuentos, ensayos, poemas, críticas, historias cortas o novelas por día, Updike jamás se detuvo. Esa incansable producción –proeza del “hombre de letras” por excelencia– fue cortada recién el pasado 27 de enero, cuando el cáncer fulminó a uno de los últimos colosos de las letras estadounidenses, arrebatándonos con él una forma de entender y escribir la sociedad media norteamericana.

John Updike será sin duda recordado como uno de los principales exponentes de la literatura estadounidense en el siglo XX, capaz de mantener el sutil equilibrio de la popularidad, la aclamación literaria y una producción copiosa –trifecta en la que tal vez sólo lo rivaliza Philip Roth– y adjudicándose de paso un lugar preeminente entre sus pares y compatriotas. Tal distinción provenía de su prosa precisa y delicada, resuelta con el aplomo del que entiende el lenguaje como una forma de belleza, como un constructor de significados en sí mismo. Recorriendo con amplitud envidiable todos los campos literarios, Updike cultivó una versatilidad que ya podía asegurarle la leyenda; pero él entendía que uno sólo podía ser escritor escribiendo, y por ello no admitía desvíos como la automitificación o el regodeo inescrupuloso de varios de sus contemporáneos (Mailer, Wolfe, etc.). Tenía esto mucho que ver, no cabe duda, con la que fue su gran preocupación y veta temática: las posibilidades poéticas de lo ordinario, la vida cotidiana y la gente normal, las posibilidades poéticas de la middle America.

Decía Updike que no conseguía sentirse cómodo en ningún lugar que no fuese la realidad. Pero esta era una realidad poco cercana a la de los literatos consagrados que compartieron años y ámbitos con él (Roth, Bellows, Mailer…), sino una pequeña población suburbana a la que la gente no va si no es de paso, más cerca de Kansas que del cosmopolitismo neoyorquino. Así John Updike pondría la más bella literatura en esa estrecha rutina en la que las goteras o los tropiezos laborales angustian tanto como las perspectivas ambiguas propias del lugar donde las ideologías y dogmas no acuden sino para colisionar. Enfrascado en esa maravillosa fabulación, Updike dedicó su vida a, como el mismo dijo, llevar al papel sus observaciones como “espía literario en la América promedio, suburbana y de supermercados”. El resultado serían monumentales obras que comprenden la más perfecta cartografía moral de los Estados Unidos durante la segunda mitad del Siglo XX.

Este camino comenzaba el 18 de marzo de 1932, cuando John Hoyer Updike nacía cerca de Reading, Pennsylvania. Hijo de un profesor de matemáticas y la encargada de una tienda, Updike heredó las visiones políticas post Gran Depresión de su padre, mientras las aspiraciones literarias provenían de su madre. Igualmente significativa sería su estancia adolescente en una granja rural, donde comenzó a interesarse por la prestigiosa revista literaria “The New Yorker”, en cuyas páginas “tomaba clases” con Cheever y se empapaba del humor preciso y fino que cultivaría durante su vida –aún después de abandonar sus intenciones iniciales de convertirse en caricaturista. Tras un académicamente exitoso paso por Harvard, en el que llegó a presidir el “Harvard Lampoon” antes de graduarse summa cum laude, Updike vería reorientado su destino con la publicación –en 1954– de uno de sus poemas en las páginas de su adorado “New Yorker”. Desistiendo de proseguir sus estudios como ilustrador en Oxford, Updike iniciaría una larga y productiva relación con aquella revista, basa habitual y central de sus publicaciones hasta el final de sus días, al mismo tiempo que arrancaba oficialmente su carrera literaria.

A pesar de que su debut novelístico fue recibido con receloso entusiasmo –"The Poorhouse Fair" (1959), ambientada en un asilo de ancianos de Nueva Inglaterra–, no fue hasta la publicación de "Rabbit, Run" en 1960 que John Updike sería tomado en cuenta como algo más que un periodista con medianas condiciones literarias. Y aunque suena tendencioso afirmarlo en un hombre tan prolífico y parejo como Updike, efectivamente la “Tetralogía Rabbit” contiene la cumbre de su obra. Una reacción a "On the road", como aseveró el propio Updike, esta novela de indiscutibles ecos Salingerianos (al menos en su primer episodio, la ya mencionada "Rabbit, Run") presagiaba los temas y el estilo que consagrarían a Updike, además de postularlo como autor de la tan perseguida “Gran Novela Americana”.

Esta saga narra en sus cuatro volúmenes, "Rabbit, Run" (1960), "Rabbit Redux" (1971), "Rabbit is Rich" (1981) y "Rabbit at Rest" (1990), el periplo de Harry “Rabbit” Angstrom, una metáfora para el hombre común norteamericano que a su vez servía –desde la cambiante fortuna de una ex estrella de baloncesto juvenil– para diseccionar con agudeza el destino de Estados Unidos, en este caso reflejados desde una familia intencionalmente común. “Rabbit” –también un poco el alterego de Updike, de no haberse hecho escritor– atravesaba las prisas conspirativas del amor y sus consecuencias mientras, atrapado por esa pesada mentira que llaman “Sueño Americano”, deseaba incesantemente el escape; zarandeado por los sismos paradigmáticos de los Estados Unidos y sumido involuntariamente en las brasas morales de una generación que no hizo otra cosa que desvariar a lo largo de esas cuatro décadas, “Rabbit” Angstrom logra la maravillosa proeza de metaforizar en su existencia a su país y generación, representando así el logro mayor de un escritor cuya gran preocupación fue precisamente aquella: encontrar la metáfora más certera y hermosa para su país y sus tiempos.

Posteriormente la producción de Updike mantendría una copiosa regularidad, que en la mayorái de los casos no comprometía su calidad. Y aunque un tanto menores que la saga “Rabbit”, obras como "Couples" (1968) merecieron elogios por –a decir de Martin Amis– llevar "Ulysses" a los Estados Unidos en los sesenta. También hay que recordar otra “saga” suya, en la que Updike se reinventaba como el escritor judío Henry Bech, “ajustando cuentas” con sus colegas Roth, Malamud, Mailer y Bellow así como con algunos críticos que recelaban de su origen blanco, protestante y de clase media (algo casi criminal en un entorno en el que los mejores escritores se repartían entre excéntricos judíos, como los mencionados, o multiculturales exponentes). Incluso Updike se permitía otorgarle el Nobel –que, a pesar de merecer, nunca recibió él mismo– a Bech, en una justiciera jugarreta literaria que fue festejada por muchos. Probablemente si, como decía el desaparecido David Foster Wallace, John Updike fue el sumario exponente de esa generación de (autores) “grandes machos narcisistas”, Henry Bech es suficiente evidencia para sostener tal argumento. Que Updike mismo haya sido el primero en vislumbrarlo dice mucho de su capacidad observadora y satírica. Igual resalte corresponde a sus colecciones de ensayos sobre arte o sus exquisitamente justas reseñas literarias (John Updike es mejor crítico literario de lo que se suele recordar), cuentos cortos (aunque padece de exceso barroco si se lo compara con Carver, su calidad autobiográfica hace de estas iteraciones breves algunas de las más interesantes que produjo Updike), poesía (un clasicista poco atento a las modas, sin duda dejaba claro en ellos que entre el lirismo pulcro de su prosa y su poética había apenas un cambio de tiempo), que fueran publicados en numerosas antologías, usualmente intercaladas con los también numerosos libros que publicaba –al sagrado ritmo de al menos uno por año– hasta el anterior curso.

A pesar de las críticas que recibió por recientes empresas (fallidas recontextualizaciones de Shakespeare o Tristan e Isolda) o por una aparente pérdida de finura en su sintonía sociopolítica (su libro "Terrorist" de 2006 fue vapuleado por su incapacidad de introducirse en la mente del protagonista, un adolescente musulmán y neoyorkino), es evidente que Updike no necesitaba ya probarle a nadie su cimera estatura en las letras americanas. Tal vez tampoco le convenía aventurarse en el Brasil o la Dinamarca medieval, cuando reconocía sus raíces firmemente plantadas en la “América media” que con tanta soberbia retrataba; lo mismo arriesgarse en el agitado estanque de la política, cuando él mismo se sentía políticamente inferior a -digamos- John DeLillo. Eran estos “errores” los que invitaron a más de uno a acusarle de ser un viejo que no había ganado sabiduría con los años. Sonreirían los espejos al notar que Updike escribía desde mucho antes sobre lo riesgoso que podía ser envejecer; y que lo hacía con la resuelta contundencia del que ha vivido demasiado.

Un esteta de la prosa, John Updike logró el imposible de balancear la pulcritud estilística máxima con el tesón prolífico más envidiable; alcanzando en el proceso una capacidad de interpretar su país tan portentosa que no sorprende que –si vale la anécdota– tanto Obama como McCain le hayan tenido entre sus autores de cabecera. La promesa meditativa de su prosa (que le hace discípulo de Karl Barth) o las extendidas reflexiones sobre el adulterio y la contrición que le sigue, son todavía insuperables en sus escritos; por lo que difícilmente podría afirmarse que haya estado más interesado como autor en los macrocontextos que en la tirante microfísica de sus personajes. Y eso es todavía indispensable para entender nuestro mundo. Como no hace falta explicarnos sus elogios y galardones, podemos pensar que el ataque que Updike soportó recientemente –proveniente de los escritores más jóvenes, siendo Foster Wallace el más incisivo de ellos– responde quizás a un temor a emular los alcances, a vivir bajo una eterna sombra titánica; sombra capaz de esconder (aún en sus momentos más flojos) algunos de los esfuerzos más logrados de la escritura norteamericana reciente. Como el hijo que tiene que pelear con la idea de, eventualmente, llenar unos zapatos muy grandes. Pero ahora, cuando tendremos que comenzar a acostumbrarnos a no recibir uno o más nuevos “Updike” al año, y cuando ya el riesgo de sustituirle es algo superfluo –como innecesario fuera desde el primer instante; conmemoramos también el definitivo y merecido paso de ese coloso al panteón donde Herman Melville, Nataniel Hawthorne y Sinclair Lewis le esperan.

Updike at Rest.




N. del E.: Pase por nuestra habitual y querida Editorial "El Cuervo", guarida de jeques perversos y finolis rematados, donde encontrará un doble homenaje, en el que Joh Updike -con su habitual precisión y detallismo- comenta a un grandísimo colega, que este año alcanza fechas de homenaje: J.D. Salinger. Están entonces invitados a pasar por la guarida de los cuervos, que los tujsillos van por cuenta de la casa.