domingo, junio 28, 2009

Segunda juventud


Como cuando se bautiza a los hijos –aquellos a los que nombraron Anacleto o Hermes lo saben mejor que nadie–, elegir el nombre para una banda es un asunto trascendente. Por esto las grandes declaraciones, proclamas universales, generalizaciones y categorías, suelen descartarse. De ahí que elegir un nombre que contiene la palabra “juventud” (Youth) resulte particularmente arriesgado. Es que con eso estamos condenando a la banda a nunca madurar, a mantenerse como un caza-tendencias, a hacer de la reinvención su método, a adoptar los tics de la gioventú, etc. Es cierto que difícilmente uno pensará, al estrenar los veinte años y cuando recién va tomándose en serio eso de tocar en una banda, que va a seguir en esto cuando ya pase los cincuenta. Cuando lo de ser “joven” suene ya irremisiblemente a cosa del pasado. Esta meditación es la que se presenta al escuchar "The Eternal", el más reciente disco de Sonic Youth. Y no en balde, puesto que el álbum nos muestra a una banda que regresa a sus raíces, tanto en lo simbólico como en lo financiero (vuelven a una disquera indie luego de 20 años) y –por supuesto– también en lo sonoro.

Podría antojarse contradictorio que una banda como Sonic Youth, portaaviones del rock vanguardista desde mediados los ochenta, se haya decidido a mirar atrás. A retroceder, incluso. Las primeras impresiones de "The Eternal" invitan al déjà vu sonoro, con apariciones de viejos discos suyos como "Washing machine" (1995), "Goo" (1990) o incluso "Sister" (1987). Sin embargo, estos indicios se deben antes a una común intensidad creativa que a un retorno en el sentido material. Sonic Youth no había lanzado un disco desde 2006, descontando las adiciones marginales a su serie “arty” Sonic Youth Records, y sus pasados trabajos (desde "Sonic Nurse" de 2004 hasta "A thousand leaves" de 1998) habían discurrido caminos sonoros no necesariamente apreciados por la crítica o su fans. No es casual que el retorno al modelo indie, vía Matador Records y "The Eternal", represente también para Sonic Youth el reencuentro con la emoción original de su música. Que suene o no a No Wave, a rock experimental o noise, es ya un asunto completamente distinto. Lo que aquí encontramos, sin posibilidad de dudas, es el estilo patentado por la banda desde su canónico "Daydream Nation" (1988). Ese rock fulminante que se cuece sólo en las cabezas de Thurston Moore, Lee Ranaldo, Kim Gordon y Steve Shelley.

Como en sintonía con la onda retro-ochentera tan de moda en los últimos dos años, la prodigiosa colección de canciones que es "The Eternal" comienza con “Sacred Trixter” y su estirpe No Wave, que en apenas dos minutos consigue recordarnos que –entre tanto revivalismo– la mejor banda del post punk yanqui sigue activa, y muy lejos del circuito nostálgico. El mensaje para los “herederos” es claro: “No lo intenten en casa”. La maraña de guitarras deformes prosigue, inmediatamente, con “Anti-orgasm”, una canción que planea alrededor de un vórtice distorsionado y veloz (también cercano al remolino No Wave). Precisamente ésta, gracias a sus coros en el estilo “llamada y respuesta” entre Kim y Thurston, alcanza un matiz perverso y sexual, que se completa tanto con las politizadas letras –en su irónico surrealismo– como en la arquitectura de la canción. Esta combinación hace de “Anti-orgasm” una estupenda aproximación al núcleo intenso de la experiencia sensorial, sexual o no –aunque las interrupciones súbitas y el remolcado de la batería sugieran una naturaleza de lo más gráfica.

Un elemento recurrente en el disco es el homenaje, sea íntimo (como a su amigo Bobby Pyn y la canción “Thunderclap for Bobby Pyn”) o próximo a la salutación pública (caso del beatnik Gregory Corso, celebrado en "The Eternal" con “Leaky lifeboat (for Gregory Corso)”). No excluimos las menciones sonoras, como sucede con “No way”, que es la versión Sonic Youth de The Wipers. También se repite en "The Eternal" –como es de esperarse– el balance preciso entre cascadas de distorsión, vértigo punk y exploraciones vanguardistas, que caracteriza a los neoyorquinos. La moody “Antenna” es un ejemplo de esto, con unas guitarras sonando como theremins descompuestos o avionetas frenando ante el vacío infinito. Lo mismo pasa con “Calming the snake”, una canción de compacta agresividad, guitarras alucinadas (Thurston Moore declaró, al presentar el disco: “Todavía somos Sonic Youth. Todavía no sé tocar la guitarra”) y suficiente ruido como para competir con una sala de calderos descompuestos. En el otro vértice de la espiral aparece la elegancia punk de “Poison arrow”, o la extraordinaria “Malibu Gas Station”, que contrasta gracias a su esencia espaciosa y a momentos cristalina –incluso hasta alcanzar, al aproximarse a un climax muy groovy, la elocuencia ambiental. Alejadas del No Wave y de su mentor Glenn Branca, pero en un arco evolutivo coherente, aparecen “Walking blue” y la fabulosa “Massage the story” (que cierra el disco), en las que caben desde Wire, los coros de rock clásico (¡El estribillo de “Walking blue” es un virus!) hasta las inesperadas excursiones “acústicas” de Thurston Moore. Así, casi sin proponérselo, Sonic Youth tiene en su decimosexto disco –su segundo “debut” indie– tanto un repaso de su trayectoria como una refundación prodigiosa.

Reforzada con la incorporación oficial del ex Pavement Mark Ibold en el bajo, Sonic Youth encara su tercera década con el discreto perfil de los verdaderos genios. No en vano el disco lo produce John Agnello. No en vano la portada reproduce una pintura de John Fahey, prócer de la outsider music yanqui. No en vano Sonic Youth se dio tiempo de tocar, durante su reciente paso por Chile, en pequeñas academias musicales y centros artísticos. Cuando podían montar la ola de interés necrófilo que, hype mediante, ha desplegado sobre sus discos el éxito de bandas como Deerhunter, Japandroids o The pains of being pure at heart –como, más o menos, intentaron los Pixies al hacerse famosos sus imitadores e hijos putativos–, Sonic Youth prefiere seguir moviéndose como una banda “de culto”, como artistas más empeñados en crecer y crear que preocupados por las posibilidades del marketing. Habiendo surgido de una escena que no perduró y prefigurado géneros que siguen a la deriva (como botes salvavidas pinchados), Sonic Youth tiene perfectamente claro su mapa de ruta –que es el mismo desde 1981, pero inaugura una segunda etapa con "The Eternal", su maravilloso disco de segunda juventud.



N.delE.: No los vamos a dejar con las ganas de escuchar el disco. Aprovechamos este breve post para "inaugurar" una nueva regularidad en el blog, por lo que eso de dejarlo abandonado hasta 4 semanas ya no va a suceder. Ahora las actualizaciones se harán, "religiosamente", los domingos; claro que si algo interesante se cuece entre semana, lo vamos a publicar también. Gracias por sus visitas, comentarios y apoyo.

domingo, junio 21, 2009

No way José, no way


Durante la década de los ochenta surgieron innumerables productos culturales que cuestionaban la idea de “progreso y comodidad” que ofrecían las innovaciones tecnológicas. Por un lado se encontraba el ideal de una vida mucho más simple, con trabajos desempeñados por máquinas con absolutae prolijidad y todo el tiempo del mundo para que nosotros disfrutaramos de la vida y sus delicias. Los "deberes" ya no iban a estar creados para atormentar a las personas, en especial los que exigían esfuerzos mentales y físicos sobrehumanos; ahora las máquinas iban a hacerse cargo de eso. Miles de científicos estuvieron muchas noches en vela, trabajando en formas para demostrar que la raza humana, de comprobar la existencia de vida en otras latitudes de la galaxia, era la mejor y más evolucionada del cosmos.

Mucho antes que las innovaciones en la tecnología se vendan como una especie más de confort, hubo un hecho que terminó de convencer a los que no se dejaban hechizar tan fácilmente con los adelantos. El seis de agosto de 1945 el estallido de la primera bomba nuclear, en una ciudad japonesa, fue la prueba máxima que no todo el progreso estaba construido para el bien común, y que los que desarrollan estos artilugios tendrán absoluto dominio sobre los que no acceden a estas creaciones. La explosión de aquel cilindro, que terminó con la vida de miles de inocentes, fue la carta de presentación de que la siguiente mitad del siglo la seguridad de todos estaría a merced de pocas personas y sus arbitrarios “códigos de acceso”. A partir de ahora el mundo podía acabarse en menos tiempo del que le toma a alguien preparar la cena. Y para eso hacía falta solamente que un sujeto pronunciara la contraseña correcta.

Una vez iniciada la era nuclear, la ciencia ficción no volvió a ser la misma, porque ahora nuestra mayor amenaza como humanidad no era la invasión de seres de otro planeta, sino la posible aniquilación de todos nosotros por medio de un par de misiles. Desde la bizarra comedia de Kubrick (Dr. Strangelove) se pensó en aquello. Los años pasaron y a medida que avanzaba la guerra fría, y la humanidad no desaparecía, el interés se volcó a otras creaciones artísticas. Sin embargo, a finales de los setenta y principios de los ochenta, resurgió toda esta tendencia -ya que los adelantos tecnológicos dejaron de ser lujo de grandes compañías o millonarios. La nueva tecnología invadía los hogares middle class de los países desarrollados, y ahí el temor volvió a hacerse sentir. Ahora el paso a lo digital se convertía en una oportunidad con muchas preguntas. La amenaza del apocalipsis nuclear persistía, pero este nuevo estilo de vida traía consigo el temor adicional de la alienación tecnológica.

La línea usada por AUDI, Vorsprung durch Technik (progreso mediante tecnología) para vender sus autos, traspasó las fronteras del marketing y comenzó a utilizarse para en todo. La invasión de nuevas tecnologías, al igual que lo ocurrido con la bomba atómica, cuestionó a varios que no estaban conformes con la imposición de esta nueva forma de existencia. En la música encontramos ejemplos que van desde los alemanes de Krafwerk y su estética cuasi autómata a la percepción de máquinas frías y alienantes, presentada por Tubeway Army y luego Gary Numan, que no hacían más que fomentar críticas ante esas máquinas y cómo éstas nunca serán humanas y experimentarán lo mismo que nosotros. O tal vez sí. Ahí se fomentaba un nuevo luddismo. Un luddismo de raíz punk, pero también un luddismo digital.

En la literatura encontramos muchos otros ejemplos, que van desde los canónicos Philip K. Dick e Issac Asimov hasta los poderosamente desconocidos William Nolan o Harry Harrison. Obviamente también el recién fallecido J.G. Ballard -en muchas formas padre de todo esto. Una nueva veta había sido encontrada por los autores de ciencia ficción, y el séptimo arte no iba a esperar mucho tiempo para adoptar esta tendencia.

Y radica ahí la importancia del cine cyberpunk y el por qué sólo en una década tan crucial como los ochenta podía tener tal éxito. Ese paradigma, de asimilar las innovaciones tecnológicas y el miedo o incertidumbre que producen, es una sensación que únicamente se pudo experimentar en el transcurso de esa década sintética y derrochista. Excesiva. La cercanía del fin del milenio traía también varias cuestionantes sobre el futuro de la raza humana y si los nuevos adelantos iban, de alguna manera, a rebelarse y dominarnos. Esa visión sombría de un futuro desconocido alimentó la mente de muchos cineastas, que en medio del anhelado progreso digital plantearían preguntas profundas sobre los humanos y la forma en la que encararían el posible desastre del fin de la civilización.

Películas como "Blade Runner", "Mad Max" o "RoboCop" eran una prueba de todo ese cuestionamiento. Sin embargo surgió un film, a mediados de los ochenta, que revolucionó todo el concepto antes planteado porque su trama podía fácilmente ser real; es más, se podía estar viviendo dicha realidad sin saberlo. La primera parte de "Terminator" nos presentaba una realidad tan parecida a la nuestra que con aquella articulación de miedo tecnológico que puso a pensar a muchos si esto podía ser cierto, si el mundo que conocemos desaparecería en una injusta guerra contra robots. Una guerra no declarada, inevitable y maquinalmente cruel. Por ello fríamente fatal.

La idea fue muy innovadora en aquel entonces, y además de una histeria colectiva relacionada con las máquinas y nuestra posible aniquilación, el público reaccionó positivamente, posicionando a este film como uno de los más populares de los ochenta. Es más, esta película no solo movilizó a grandes masas a las salas de cine, sino que construyó todo un imperio alrededor suyo, basándose en merchandising de todo tipo y para todos aquellos que pensaban que el mundo iba a sufrir el cataclismo nuclear después de 1995, por lo que no estaba para nada mal conservar éstos elementos –ya que tal vez algún coleccionista podría liderar la resistencia.

Entrados los noventa se lanzó la secuela, "Terminator II: Judgement Day", haciendo referencia a ese pequeño miedo de ser dominados y aniquilados por máquinas. Obviamente que la segunda parte (y no hablamos tanto de esta, la "original" o las posteriores "secuelas", simplemente nombrándolas como referencia para poder opinar coherentemente sobre la última versión de Terminator) muestra el adelanto de la tecnología tanto en "aquel futuro" como en el nuestro. Efectos especiales dignos de un premio de la academia (ja) caracterizan a esta producción, que profundiza en el primer plot point inintencional, explicativo del por qué la tierra no está dominada todavía por Terminators: la inutilidad de éstos para matar. ¡Vaya cliché! Con todo, ésta permanece como una de las mejores películas de acción-ciencia ficción de todos los tiempos, pues se trata realmente de gran cine.

Pero volviendo al punto, si tomamos en cuenta el rango de muertes del "Terminator" de cada filme, el primer exterminador no lo hizo tan mal. Eliminó a varias Sarah Connor (en el orden de la guía telefónica), se cargó a algunas compañías del objetivo, destruyó un boliche (muy parecido a "La Pimienta" solo que post apocalíptico) y llevó a la tumba a medio personal de la policía en su propia base -lo que esun verdadero logro. Para la segunda entrega, el único despliegue de muerte que impresionó fue cuando el T-1000 convierte su brazo en espada y la clava en el rostro de la madrastra del incomprendido adolescente -vestido a lo street punk- John Connor. Lamentablemente esa fue la única muerte dada por este líquido androide. Más allá de ser un éxito de los efectos especiales, y un polifuncional perseguidor, esta máquina del futuro es una suerte de "one hit wonder" del asesinato, una verdadera lástima. Incluso su muerte es un tanto ridícula, porque siendo un producto de soldaduras y chips, ¿Cómo es que siente el ácido?

Finalizados los noventa y sabiendo que el mundo no acabó con el patético Y2K (¿alguien más pasó año nuevo en el sótano?) sonaba un poco ridículo continuar con esta saga de films. La mayoría comprendía que volver a producir filmes de la serie no era más que un suicidio comercial, y de principios. Sin embargo se produjo un tercera parte de la perdurable gesta de androides que buscan eliminar a Connor en cualquier etapa de su vida.

La tercera parte, que sirvió más a Gobernator como campaña política, no hizo más que hundir a la franquicia. Si bien la asesina de Connor era una exuberante rubia, ante la que no ofreceríamos ninguna resistencia en caso de ser sus víctimas, muchos cabos se soltaron, y la historia contada por Kyle Reese en la primera saga (nucleo narrativo de la serie) se volvió una verdadera patraña. Por culpa exclusiva del irrespeto de sus guionistas/directores, eso sí.

En esta fundacional narración Reese afirma que John Connor lo envió a él porque no puede viajar por la máquina del tiempo ningún arma, y que el primer Exterminador tiene el tejido humano suficiente para engañar al aparato. Entonces, ¿cómo un robot tan poderoso como el de la tercera entrega pudo haber llegado?. Además, al finalizar la trilogía el ya casi obeso Arnie usa su batería (que resulta ser una bomba nuclear en pequeño) para eliminar a esta femme fatale biónica. Pero, de ser un arma tan contundente, ¿no habría sido más fácil para la victoria de los exterminadores que en la primera versión usen esa misma bomba para reducir a Connor y Reese en cenizas?

Y esos no son los únicos problemas, ya que en la nueva versión "Terminator: Salvation" (cuarta entrega de la saga), los problemas se ahondan aún más. Para empezar, la estética que solían manejar las películas se ve totalmente humilladas por el toque de "Transformers" y "Ángeles de Charlie" del director McG, el mismo que hacía aquellos videos pretenciosamente desagradables de Sugar Ray o Smash Mouth cuando el mundo se encontraba aterrado por el inminente crash del año 2000. La mayoría de las escenas de batalla habían sido, en previas entregas, nocturnas, caóticas y de baja escala. Aquí los tonos parduzcos, la coreografía onda Blockbuster y los dejos "Tormenta del desierto" de las batallas predominan en secuencias típicas del cine de acción más clásico (eso es noventero). Además, Bale hace gala de su personaje de… ¿Batman? reduciendo su participación a gritos, muchos cartuchos de metralla y ese coraje incomprensible que lo convierten en el líder de la resistencia. La rutina típica de un "Heroe de acción". Un momento, si es el jefe, ¿por qué hay otros comandantes a los cuales se subordina? Ese hecho demuestra poco conocimiento, del básico, sobre la saga. Lo mismo pasa con el “comando” (muy parecido en eficacia a los supuestos terroristas de la capital oriental), que dirige Connor. Esa panda de valientes que no hacen más que llevar al enemigo a su propia base.

Es comprensible que luego del apocalipsis nuclear existan pocas personas resistiendo, pero ¿será tan fácil que el nuevo androide/humano caiga tan bien a una mujer atrapada en su paracaídas? ¿Pueden ser tan estúpidas las mujeres, para llevar al lobo a la cueva donde se esconden las ardillas? Además, desde el momento de su liberación, la nueva amenaza de la humanidad no hace más que buscar aventuras donde el abuso de los efectos especiales y la valentía (sólo comparada con la de Connor) nos regalan escenas de gigantes explosiones y muchas preguntas estilo ¿cómo puede hacer eso alguien que estuvo más de diez años muerto/apagado?

El encuentro del hijo Connor con su adolescente padre debía ser un momento donde no queda más que decir "what the fuck!". Sin embargo pasa demasiado poco advertido porque el gran líder ocupa sus noches escuchando las cintas que le dejó su madre, pasando de largo el trascendental evento hasta que el enemigo le da el dato exacto. Es más, el Reese de esta versión parece uno de los Jonas Brothers y no concuerda con las descripciones dadas por Sara.

Tal vez el problema principal que hace de este film un desastre sea el director. Esta suerte de Cameron Crowe, sin periodismo ni laureles, ni muchachitos que viven para ser como él, hizo su homenaje a aquella película que cambió los ochenta. Sin embargo, su versión está totalmente alejada de la original, otorgándonos una patraña con pocos atractivos. Hay que reconocerle, eso sí, cierta responsabilidad al momento de manejar el conjunto narrativo de la película -cosa atribuible a su amplia experiencia videoclipera.

La lucha final del aguerrido Connor y su equivalente (en valentía) autómata, se realiza en un lugar tan disparejo que quita toda ilusión de cómo sería en realidad Skynet. Esta fortaleza es un verdadero insulto (¿Alguien más vio al Terminator con bandana?) que junto escenarios de "Universal Soldier" con los de la "1984" de 1984. Vemos cómo los humanos son llevados en fila, como si éstos fueran ganado en un mataderok sin saber realmente a dónde se dirigen; los cautivos simplemente siguen su rumbo y algunos (¿Terminators?, ¿Humanos traidores?) los encerraran en prisiones. ¿No sería mejor matarlos y así evitar que escapen y se unan a la resistencia? Hablando de incoherencias, ¿Por qué los robots se "comunican" aquí usando una especie de vocoder -con voces robotizadas? No escucho a mi monitor o impresora conectarse así (con un gracioso efecto techno) con mi CPU. ¿Entonces?

Los últimos minutos del film, los más pesados, son de hecho los peores de toda la historia de "Terminator". Desde el diálogo, sumamente ridículo, del nuevo humano/robot con su creadora hasta la apariciónde un photoshopeado Arnie que lucha contra Connor, pero haciendo honor a su especie, no lo mata. Obviamente, los exterminadores son aniquilados por un puñado de humanos y Connor salva a su adolescente creador (¡oh, sagrado esperma!). Sin embargo faltaría el momento donde hasta los androides podrán soltar mares de aceite por los ojos. Cuando el humanobot da su corazón al líder para que este se salve y así continúe con su periplo contra las máquinas.

Fuera de las insípidas complicaciones de la trama y las brechas en la continuidad argumental de la saga, el film nos dibuja una realidad de "Terminator" totalmente distinta a la que asombró en los ochentas, convirtiendo a esta cinta en un bodrio que sólo podrá ser disfrutado por neófitos adictos a la violencia y a los efectos especiales. Tan mala que, en lugar del genial "Hasta la vista, baby" nos hace querer decir: "No way José, no way". Así la próxima vez será necesario enviar las anteriores películas al futuro, para que acaben de una vez con los androides y no sea necesario lanzar una nueva película aún sabiendo que el mundo no terminó el año 2000.