domingo, marzo 28, 2010

Corredor sin salida


Si nos propusiéramos encontrar la más cercana de las “eras mitológicas” de la humanidad, esas que se tejen sobre construcciones legendarias (arturianas, isabelinas, etc.) tanto como desde realidades entroncadas en verdades tan oscuras como escondidas, tendríamos que convenir que la más reciente encarnación de esa imaginada época mitológica equivaldría a la década de los cincuenta en los Estados Unidos, en el periodo que va de 1945 a 1962. Una época de ambigüedades, un agujero negro histórico en el que una suerte de ignorancia desencantada se desmarcaba de los problemas (sociales, bélicos, generacionales) que explotaron en la década posterior, y que hace muy poco ha comenzado a ser explorada con ánimos deconstruccionistas por el cine -entonces acechado por la “Lista negra” de McCarthy y sus cazadores de brujas. Sin embargo, naturalmente al margen de las marquesinas Hollywodenses, cineastas como Samuel Fuller, Nicholas Ray, Edgar Ulmer o Kenneth Anger comenzaban a examinar con afanes críticos (a veces más explícitos, valiéndose de alegorías y hasta desde la sátira) esos tiempos, con el mérito de tener un pie puesto en esa década y escoltados –entre otros– por los ya establecidos Orson Welles o Stanley Kubrick. Precisamente Fuller es uno de los que más hizo por desarrollar esa mirada punzante y precisa. Tenemos así su serie de filmes bélicos y westerns revisionistas, o la genial Underworld U.S.A. (1961), o la polémica y reverenciada Shock corridor (1963), producto evidente de esos días e intenciones, además de una fenomenal inmersión en las instituciones psiquiátricas, los tratamientos a los que se somete a los pacientes y, claro está, la locura misma.

Shock corridor, como gran parte de las películas transgresoras de sus días, ha corrido suertes en extremo contradictorias a lo largo de su existencia. Primero prohibida y vilipendiada por su excesiva crudeza visual (sexo, violencia, terapias de shock brutales, racismo, etc.), fue luego elevada a su actual estatus clásico gracias a la admiración demostrada por maestros del cine como Truffaut, Kaurismaki, Jarmusch o Wenders, todos reconocidos fanáticos -y herederos- de Samuel Fuller. Vendida en sus días como un thriller psicológico de “increíble realismo”, fue catalogada luego casi como “cine basura”, para finalmente entenderse -ya más cabalmente- como una sátira adrede sobreamplificada en lo camp, simplista en lo “real” o “psicológico” de su trama pero con un valor cinematográfico indiscutible; además de servir como una reflexión intensa sobre la sociedad norteamericana y sus pilares sociales e institucionales.

En Johnny Barret, un reportero que piensa ganar el Pulitzer resolviendo un crimen perpetrado dentro de un sanatorio, y que para ello deberá internarse en el mismo asilo, tenemos a un arquetípico personaje pulp y al protagonista principal de Shock Corridor. Interpretado estupendamente por Peter Breck, tanto el actor como el guión de Fuller consiguen capturar la intencionalmente sobreactuada locura del reportero al hacerse pasar por un fetichista con apetitos incestuosos (lo necesario para convencer a los médicos de internarlo en el asilo), como la (ya no intencionalmente pero igual sobreactuada) locura “real” del periodista, que atreviéndose en el terreno de la demencia, y aquejado por los tratamientos a los que se lo somete en la institución, termina enloqueciendo. Rodeado de personajes que en su trastorno creer ser generales confederados, líderes del Klu Klux Klan o cantantes de ópera, la locura violenta y sin justificación de Barret adquiere un certero sentido de realidad. El único cuerdo entre los locos termina convertido en el único loco entre inofensivos pacientes mentales.

En el asilo Barret procurará obtener declaraciones lúcidas de tres internos, testigos únicos del crimen, pero que a pesar de otorgarle la información deseada, lo arrastrarán lentamente hacia el corredor, hacia la locura insalvable. Con un jefe psiquiátrico llamado Dr. Cristo y dos asistentes/guardias en perfecta dinámica de “policía bueno-policía malo”, Barret será sometido a terapia de electro-shock (la única “cura” entonces disponible para la “enfermedad de la locura”), sufrirá el ataque de sus compañeros y deberá aprender a convivir entre los dictámenes alucinados de los otros internos. Claro que lejos de mostrar la realidad de estas instituciones, lo que tenemos aquí es un relato impecable del descenso personal en la locura. No es necesario creer que se continue haciendo hidroterapia o bailes mixtos como tratamiento para los pacientes, pero enfocándose uno en el corredor como metáfora final del desastre de la mente, o la contraposición moral de Cathy, la novia stripper de Barret, su jefe Swanson, los médicos de la institución y el propio Johnny Barret, tendremos suficientes razones para disfrutar y analizar la película sin preocuparnos por las deficiencias actorales o los cambios estéticos producidos por los casi cincuenta años que nos separan de esta película.

Las comparaciones argumentales con One flew over the cuckoo’s nest de Kesey, Forman y Nicholson, es inevitable por mucho que las intenciones y temporalidades sean tan distintas. Sin embargo tal paralelismo no se sostiene tan pronto uno comienza a ver Shock Corridor, pues la monomanía de Barret –que obliga a su novia stripper a hacerse pasar por su hermana y víctima– no será el único flanco por el que la demencia llegará a atacarlo. Fuller se planteó exponer los recovecos más oscuros de la vida contemporánea (su mérito está en que aún hoy los vicios por él detectados sigan siendo nuestros vicios hoy), y aunque a uno le parezca ridículo, esa especie de locura que es la competencia despiadada, el hambre de éxito a cualquier costo, es mucho más común en nuestros días de lo que quisiéramos admitir. El cruce de las otras pulsiones -predominantemente sexuales- sirve como un puro ejercicio de exageración camp, en el que los tonos deliberadamente altisonantes hacen tanto de anzuelo masivo como bofetada burlona para aquellos que prefieren permitir films con interludios ninfomaníacos que críticas sobrias y austeras a la sociedad contemporánea. Que Fuller haya empaquetado todo eso en Shock Corridor es otro de los méritos de su mayúscula e influyente carrera.

Justo ese aspecto, el aparente devaneo berreta, fue duramente criticado en sus días. Lógico, es el más evidente para el ojo poco dispuesto a ir más allá de las boas, los corsés o el griterio racista. De cualquier forma, el amasijo de lugares comunes sobre locos y las tipologías psiquiátricas ridículas no es otra cosa que un burlón intento por incluir y reflejar, de la forma más escandalosa posible, cada una de las más importantes problemáticas políticas y sociales de los EEUU de aquellos años. Asómbrese uno al notar que 50 años después muchas de esas situaciones se mantienen vigentes (racismo, explotación sexual, violencia, jingoísmo, etc.) y por “bondades” de la globalización incluso se han estirado por el mundo. Entonces, así como el asilo es una efectiva metáfora de la sociedad yanqui de los cincuenta, si es que inserto en un microcosmos demente cualquier “cuerdo” termina indefectiblemente trastornado, pues mal hacemos hoy en tildar, desde nuestra posición de cordura, de “loco” a nuestro propio mundo. Será cuestión de tiempo para que terminen arrastrándonos también a nosotros al corredor sin salida.

Con un estilo visual y un ritmo narrativo enérgico y directo, típico del estilo “primitivista” de Fuller, su agresividad gráfica se completa fantásticamente con la cinematografía preciosa y efectiva de Stanley Cortez (The magnificent Ambersons, The night of the hunter, etc.), y se permite “lujos” impropios del cine de bajo presupuesto, pero luego confirmados como marcas estilísticas del propio Fuller. Hablamos, claro, de las secuencias en color que inundan la pantalla cada vez que uno de los pacientes ingresa en uno de sus lapsus de “lucidez”. El montaje veloz y emotivo fue sin duda otro de los factores que tranformaron a este periodista y soldado devenido en director, en el maestro de la Nouvelle Vague, de Leos Carax, Tarantino y Scorsese. Sus primerísimos planos de encuadres detallados y breves, las logradas superposiciones visuales o la voz en off suplantando la introspección silenciosa, se contraponen sorprendentemente a los ambientes sanitarios, que son mostrados mediante tomas estáticas y abiertas, incrementando la claustrofobia por medio de la afasia de Barret. Son estos juegos compositivos los que le ha granjeado a Fuller el merecido apodo de “Orson Welles del bajo presupuesto”. Un elogio para nada exagerado.


Algo que hay que tener muy presente al ver Shock Corridor es que se trata de un film Clase B. La sobreactuación, los diálogos desopilantes, la ridícula forma en que los internos pasan de raptos de locura a la lucidez plena, etc., conforman la dosis exacta y necesaria de “Cine basura” que Fuller asignó a esta su obra -o simplemente no pudo evitar. Por supuesto que hay que tener un gusto amplio y suficiente paciencia para comprender esta obra, esencial para la filmografía de Samuel Fuller sin ser siquiera su mejor trabajo, aunque quizás sí el más accesible. Shock Corridor, puntualmente en la obra del cineasta, merece el rótulo de clásico por las virtudes que le han permitido mantener intacto su poder crítico e innovador casi a medio siglo de su concepción. Fundadora del género exploitation -eufemismo acuñado para designar el amarillismo cinematográfico–, Shock Corridor consigue, al mismo tiempo, rivalizar con Dr. Strangelove de Stanley Kubrick como una de las críticas más agudas de la sociedad norteamericana en los años cincuenta. Y eso es algo francamente admirable, venga esa película de la trinchera del cine under o de lo más alto del star system americano.

Ya desde la frase de Eurípides con la que abre y cierra el film, “Aquel al que Dios quiere destruir, primero enloquece”, Shock Corridor es una experiencia profundamente inquietante. Y lo decimos porque el film intercala momentos narrativamente flojos con otros tremendamente contundentes, momentos de gran cine con unos pocos de acabado infumable. El anticomunismo se reduce así al nivel de las arias operísticas del compañero de habitación de Johnny Barret. Las violaciones colectivas, tormentas eléctricas bajo techo y revueltas intra-raciales se hacen tan naturales que uno las puede rastrear y acomodar en el periodismo sensacionalista, la prosa púrpura y la sencilla diversión del cine negro; todos géneros y campos en los que Samuel Fuller se sumergió con notable genialidad. Definida por Jean Luc Godard como “Una obra maestra del cine bárbaro”, no hay posibilidad de equivocarse con ella. No podemos estar tan locos para no verla.

martes, marzo 23, 2010

Estrella Fugaz

“Woodstock, revuélcate en tu tumba. Ganamos.” Algo más o menos parecido a esto fue lo que Iggy Pop dijo al agradecer, el pasado domingo, la tardía inclusión de The Stooges en el Salón de la Fama del Rock. Sucesores de The Clash y The Ramones en el Hall of Fame, lo sorprendente del asunto no estaba en el reconocimiento institucional a una de las bandas inaugurales del punk –en sus origines casi una antibanda, estandarte del caos feísta–, sino en la longevidad de la llamada “Generación Woodstock”, representada en aquella premiación por The Hollies (y Genesis); una generación que está muy lejos de morir, menos revolcarse en su tumba, y que más bien se las arregla para seguir publicando discos hasta cuatro décadas después del deceso de sus estrellas –Jimi Hendrix verbigracia. Y es curioso ver diezmarse las generaciones de rockeros posteriores mientras los dinosaurios originales no se inmutan por el paso del tiempo ni por la inminente caducidad de una música que bordea ya el medio siglo de vida. No hablamos de los recientísimos decesos de Mark Linkous o Jay Reatard, con edad hasta para ser nietos de algunos rockeros de los sesenta, sino de la muerte de Doug Fieger a finales del mes pasado y la de Alex Chilton, sucedida el pasado miércoles. Estos dos músicos, en apariencia distanciados radicalmente, en realidad comparten los polos opuestos de un fragmento de la historia del rock usualmente subestimado, en una década –los setenta– usualmente subestimada; coligados apenas por el ejercicio del power pop. Aprovechamos estas líneas para recordar a Alex Chilton, líder de Big Star y uno de los músicos más influyentes de la historia, una historia oscurecida por la enorme sombra de los dinosaurios de siempre.

Bien vistas las cosas, Doug Fieger, frontman de The Knack, y Alex Chilton tienen bastante en común. Ambos experimentaron el éxito repentino y desmesurado gracias a una canción irrepetible; también los dos estuvieron –cada cual a su modo– persiguiendo ese éxito por el resto de su carrera, y claro, ambos adoraron el rock de la Invasión Inglesa, expandiéndolo o reimaginándolo con su propia música. Pero la diferencia esencial se encuentra en que Chilton fue la fuerza motriz detrás de Big Star, quizás los inventores del power pop y la banda de culto más influyente de este lado de Velvet Underground. Mencionar el nombre de este grupo, Big Star, debería ser suficiente para desatar escalofríos emocionados en el público, dada su estatura equiparable a la de los Beatles o la propia Velvet Underground, pero olvidaría el hecho de que Big Star fue una banda de culto cuando serlo representaba ser un paria con problemas financieros, huérfano de público y con poco o ningún consuelo crítico. De ahí que su carrera se haya truncado antes de su quinto aniversario, con apenas tres discos publicados (inhallables por años) y la muerte prematura de Chris Bell, la otra mitad del dúo à la Lennon–McCartney que formara Chilton para pivotar la banda. Pero como suele suceder con este tipo de artistas, con el paso del tiempo y la emergencia de sus herederos y fanáticos, Big Star lentamente pasó de ser el “secreto mejor guardado” del rock a la banda tótem que profetizara Paul Westerberg. Hoy, a la luz de los numerosos homenajes que ha recibido Chilton y la relativa notoriedad mediática adquirida por Big Star, podría decirse que el grupo estaba acercándose a su mejor momento de popularidad. Sin embargo, la muerte de Chilton corta una progresión que si bien es poco probable que hubiese rehabilitado por completo a la banda, por lo menos prometía algunos años más de reflectores para Alex Chilton y el mito Big Star.

Nacido en Memphis en 1950, en el seno de una familia autodefinida como bohemia, Alex Chilton descolló tempranísimo gracias a su talento vocal. Antes de cumplir los 16 años ya había conseguido un hit con “The Letter”, y grabaría con The Box Tops una serie de sencillos destinados a convertirse en tesoros del soul blanco. Orientados por Dan Penn, los Box Tops consiguieron éxito tanto en el mercado pop como en el R&B, dejando incluso una pequeña marca en el hervidero generacional de los postreros sesenta, pero Chilton se cansó muy pronto de ponerle cara (y voz) a las letras de otro, de tener que obedecer instrucciones a cada momento, y decidió disolver la banda, en busca de mayor libertad artística. Ahí fue que se unió a Icewater, una banda liderada por Chris Bell, su viejo amigo de escuela, quien había pasado de tocar covers para las fiestas escolares a ser ingeniero de sonido de los Ardent Studios de Memphis, mientras Chilton probaba el éxito global con los Box Tops. Junto a Andy Hummel en el bajo y Jody Stephens en la batería, Bell y Chilton intercalando guitarras y voces, el cuarteto se rebautizó como Big Star, arrancando en 1970 la historia de esta seminal agrupación.

Lo primero que sorprendía al escuchar #1 Record (1972), el debut de Big Star, era lo fresco del sonido. En realidad había poco nuevo allí, pero la forma en que los viejos elementos de siempre se habían reordenado era absolutamente genial. Sí, era el viejo sonido del rock’n’roll más puro –esa música con la que Chilton y Bell habían crecido en Memphis–, pero filtrado de vuelta por los grupos de la invasión inglesa: estaban las armonías cristalinas de los Beatles, la sensibilidad melódica de The Kinks, el dinamismo de los The Who más mod; aunque también se notaba el filo urbanita de The Velvet Underground y el preciosismo folk-rock de The Byrds, dando como resultado canciones perfectas y totales. La coalescencia fulminante de la magia pop, con unas letras delicadas e intimas pero poderosamente poéticas, y de la potencia del rock, dio lugar al power pop, un estilo que debía ser una apuesta de éxito seguro, pero los problemas de distribución hicieron imposible escuchar/conseguir #1 Record, pasando desapercibidas sus muchas virtudes. Tras la salida de un Chris Bell molesto por la acaparadora dirección de Chilton, y sin desanimarse la banda por el tropiezo inicial, Big Star lanzó Radio City (1974), aumentando la presencia de guitarras eléctricas stonianas en desmedro de la sutileza de su primer disco, pero adquiriendo una retorcida dulzura que llegaría a su madurez en el tercer disco del grupo. Nuevamente hundido por la torpe gestión de su disquera, Radio City fue un nuevo fracaso estrepitoso para Big Star, que básicamente se desbandó por defecto aquel mismo año, dejando algunas demos que Alex Chilton y el productor Jim Dickinson se ocuparían de terminar. Así se hizo Third/Sister Lovers (1978), el disco maldito del grupo, pues se lanzó cuatro años luego de grabarse y bajo el claro influjo de un Chilton descontrolado, aguijoneado por la desesperación del constante fracaso y acechado por las adicciones, pero que consiguió verter la terminal belleza del caos en el álbum. Una obra maestra tristísima, solitaria pero dotada de una brillante emotividad, puede tratarse de la cota más alta del trabajo “solista” de Chilton, que así daba por concluida la primera encarnación de los legendarios Big Star.

Durante los siguientes quince años Alex Chilton se reinventaría como productor (muy en la estela de Todd Rundgren), poniéndose tras los controles para bandas como The Cramps, flirtearía con el punk y la música experimental, pero terminaría recalando en los covers de temas de rock’n’roll cincuentero, aunque finalmente preferiría abandonar la industria, pasando casi toda la década de los ochenta trabajando como lavaplatos en un restaurante de Nueva Orleans. Mientras tanto Big Star adquiría las características de un culto clandestino. Las bandas más reputadas del rock universitario (luego alternativo, luego indie) los reconocían entre sus influencias, la crítica había redescubierto al cuarteto y los fans intercambiaban cintas entre ellos, a veces importándolas desde Europa o Japón, dada la imposibilidad de conseguirlas en Estados Unidos. Las canciones de Big Star también comenzaban a convertirse en hits, gracias a los covers que numerosas bandas hacian de ellas, y el propio Chilton adquiría el estatus de leyenda viviente al dedicarle The Replacements una canción, con la que simbólicamente tomaban la antorcha generacional y reclamaban el merecido reconocimiento para los postergados Big Star y su destemplado líder.

Y aunque tiene un puñado de discos solistas interesantes, o a pesar de haber estado tocando desde 1993 con una reconstituida Big Star (los miembros sobrevivientes más Ken Stringfellow y Jon Auer de The Posies), el legado de Alex Chilton se encuentra en esos excepcionales tres discos que grabó durante la primera mitad de los setenta. Puede ser que a él le hayan parecido poco memorables, pero consiguieron erigirlo a la altura de titanes como Lou Reed o Steve Wynn, genios capaces de reinventar el rock como vehículo expresivo, comprimiendo en un sonido potentísimo el genoma soul, pop, folk y rock. Por otro lado, Big Star y Chilton permitieron desde sus letras la expresión honesta y sensible del cantautor pop sin caer en la melosa cursilería teen, pero tampoco arrogándose el aura trágica de Nick Drake o la resaca del misticismo hippie. De esa sinergia nace un pop reluciente pero cálido, muy personal pero empoderado de la voz de la juventud. Y ojo que esto es algo complicadísimo, pues por cada Beatles, Replacements o Dinosaur Jr nos encontramos con cien Smashing Pumpkins o Green Day. En cambio, entre los herederos de la fértil veta Big Star aparecen innumerables músicos, entre los que cabe destacar a R.E.M., Teenage Fanclub, Wilco, Pavement, The Replacements, Elliott Smith, Guided by Voices, Mojave 3 y un etc. casi imposible de terminar de abarcar. Curiosamente la mayoría de sus fanáticos son también bandas "independietes" o de conservadoras aspiraciones populares. Para nada big stars.

Daría la impresión de que eso de ser una “banda de culto” se ha devaluado demasiado. Hoy, que las bandas más convocantes deben conformarse con un público de unos cuantos centenares, parece menos injusto que otras, tal vez más arriesgadas, no pasen de la docena de seguidores. Claro, la diferencia es que hoy esas bandas al menos tienen garantizada la fidelidad de un puñado de freaks; por muy distante que eso parezca estar de la “gloria” del Salón de la Fama del Rock, Big Star y Alex Chilton no tuvieron siquiera esa oportunidad. Es cierto que arrasaron con las listas de mejores discos recopilatorios del año pasado gracias a su Keep an eye on the sky, definitiva antología de la obra de los de Memphis, y que aparecían con cada vez mayor insistencia en soundtracks, series de tv y covers, incluso multiplicándose en el sonido abarrocado, sensible e intimista del indie pop de nuestros días, pero no es suficiente. Bautizándose Big Star por sus claras aspiraciones de fama (como lo confirma su #1 Record), es extrañamente adecuado que el azar sea consecuente con el mito y Alex Chilton muera en el momento de mayor revitalización de su banda. El pasado miércoles Chilton sufrió un infarto mientras podaba el césped de su casa. Un destino glorioso termina con la muerte más ordinaria posible. La de una estrella fugaz. Paul Westerberg, de The Replacements, decía: “Nunca viajo sin un poco de Big Star”. Pocos consejos son tan sabios, mucho más si uno está yendo bastante más lejos que las estrellas. Donde uno arde sin jamás consumirse, allí donde la música de Alex Chilton siempre ha estado.