martes, abril 23, 2013

Postales de la caída: A diez años del fin de la industria musical como la conocíamos


Durante la semana pasada publicamos una serie de posts en torno a ese punto de quiebre en la evolución de la industria musical que identificamos en 2003. A continuación les presentamos el índice completo, a la espera de sus comentarios y aportes.

1.   La portada de la "Rolling Stone" : 

2.   Una industria de lo cool : 

3.   Por una educación sentimental post-digital : 

4.   Inventando una escena : 

5.   La cara cambiante del mercado alternativo : 

6.   Recurrencias del espíritu adolescente : 

  

sábado, abril 20, 2013

Postales de la caída: A diez años del fin de la industria discográfica como la conocíamos (VI)



My Chemical Romance acaban de separarse. Puede que no signifique nada para los que conectamos con las bandas mencionadas en esta serie de posts, pero es torpe negar que, el que integraba el desaparecido quintento de Nueva Jersey, se trató de un movimiento importante. Su pico popular también coincide con 2003, a pesar de que se puede rastrear las raíces del género hasta los noventas (Sunny Day Real State) o los ochentas (Rites of Spring). Pero lo de Jimmy Eat World, con esta canción que fue uno de los hits más grandes de los años anteriores a 2003, no pasa por ahí. Este cuarteto de Arizona llevaba una década rondando las ligas menores del rock alternativo, practicando un power pop tan voluntarioso como ordinario. Cansados de la desidia y la mala suerte, con “Bleed American”, disco donde está “The Middle”, ‘traicionaron’ a sus fanáticos de base, firmando con una major (Geffen, la misma de Nirvana) y rodeándose de modelos en ropa interior para el vídeo de su single promocional. Lo paradójico es que así se condenaron a ser un one hit wonder anónimo para la continuidad mainstream. Es más, marcados por el estigma de la ‘traición comercial’ entre sus viejos fans, anularon también la posibilidad de una reunión postrera, como hicieron en 2010 los propios Sunny Day Real State. Hoy una movida así de kamikaze no es necesaria, como lo están probando Japandroids al triunfar desde la independencia con un rock simple y melódico, no del todo distinto al de The Descendents o Andrew W.K., que en 10 años pasó de ser visto como el Weird-Al de esta generación a consolidarse como un creador tan anómalo como respetado.

La simetría estética entre el vídeo de “The Middle” y “Spring Breakers”, la película indie más visible en lo que va del año, tampoco es casual. Ahora mismo la EDM americana, capitaneada por Skrillex –que firma la banda sonora de “Spring Breakers”–, se gesta como un enorme movimiento juvenil… con demasiados puntos de cruce con el nu-metal y el rock que tan bien representa Jimmy Eat World: crudo pero melódico, agresivo pero sensiblero, tan lleno de contradicciones como un adolescente Si hay algo de verdad en eso de que el cine encuentra su espectador ideal en un niño de ocho años, puede que también lo haya en el argumento que fecha nuestro aprendizaje musical en torno a los quince años. Que “Spring Breakers” pueda ser un intento de película generacional para los que cumplimos quince después del 2000, es madera de otro artículo; lo que aquí queremos decir es que la mejor muestra de lo degenerada que estaba en 2003 la comprensión del vínculo entre adolescencia y rock, la tenemos en este vídeo: con cuarentones cantando sobre lo feo que es ser chango, pero insistiendo que basta con aguantarse un poco, pues al final estas cosas pasan. No es inverosímil, ya que al arrancar este milenio la industria discográfica la seguían dirigiendo los mismos adolescentes que se emocionaron con el fulgor original del rock, allá por los sesenta. Sobran las canciones que tratan esa sensación de incomodidad existencial inherente a la adolescencia: “Smells like teen spirit”, “Sixteen blue”, “Teenage Kicks”, “Baba O’Riley”, “Teenage Riot”… y de cierto modo todas han aglutinado escenas (y movimientos generacionales) a su alrededor. Pero si a lo que apuntamos es a cosas como “Strange” de Galaxie 500, que es el sonido que saldría de la boca de un adolescente si pudiera articular las nubes de angustia que rondan su cabeza, ni el chango más despistado se creería la inane “Teenage dirtbag”, otro hit de los primeros años de este milenio. O “Back to school” de los Deftones, la que seguro más de un ejecutivo apostó sería la “Teen spirit” del nu-metal, al punto de lanzarla con un vídeo que era tan pastiche del hit de Nirvana como de "Baby one more time".

El fondo del problema era ese. El shock tecnológico de la digitalización de su soporte no habría sido el primero que enfrentó la industria discográfica –aunque en este caso resultase tan drástico en sus efectos sobre los consumidores. La introducción de los cassettes, la invención de discos de 45 rpm más fáciles de producir, la masificación de los sintetizadores, etc., son crisis que la industria resolvió con facilidad. Lo que de verdad amplificó el alcance de ésta fue el componente generacional, desatando un cambio que va más allá de lo económico, afectando al paisaje cultural y la forma en que interactuamos con el arte. Para ponerlo de alguna forma, si los baby boomers pudieron extender la transformación generacional de los sesenta a los setenta y ochenta, a la generación que explotó en 1991, coronando el rock alternativo como una de las ramas de la industria, se le negó esa oportunidad. Ya en 2001 este desenlace parecía inevitable, a pesar de que la industria seguía tratando de vender innovación y riesgo en The Strokes o Radiohead, impulsando el revival neoyorquino o los hypes infinitos del NME; en cualquier caso, abrazando una música agotada, el cascarón vacío de lo que el rock supo ser. En 2003 el derrumbe fue completo, y de las ruinas de la industria emergió un ámbito paralelo: el indie como dominio discursivo en el que, durante una década, hemos visto apasionantes transformaciones. Es cierto que se puede discutir que en 2010 esta versión masificada del indie tocó un punto de inflexión, a partir del que se ve agotado como estética, pero para eso debemos admitir primero que fue el campo de mayor vitalidad durante los siete años precedentes. Las diferencias entre 2003 y 2013 atestiguan la profundidad de esta metamorfosis. Hoy James Murphy está produciendo a Arcade Fire, R. Kelly es cabeza de cartel del Pitchfork Festival, Animal Collective ya no parece una banda tan extraña, la industria de memes de Ryan Gosling florece, retorna The Postal Service, 3OH!3 son parte del Warped Tour y los Strokes lanzan un pésimo disco con una major. Hoy el rock cumple una década al borde del abismo. Y hay pocas cosas tan emocionantes como el vértigo de vivir al límite. Mucho más si ese es el acantilado en el que se forma la música de esa generación que comenzó a hacerse notar en 2003 y que hoy, en 2013, se ve dispuesta a alcanzar la madurez.


viernes, abril 19, 2013

Postales de la caída: A diez años del fin de la industria musical como la conocíamos (V)



Un vistazo a los charts, las listas de popularidad de 2003, nos revela que fue el año en el que las estéticas convivieron. ¿Cuál es el último gran himno de rock clásico? “Seven nation army”. ¿La canción pop más contundente de la década pasada? “Hey ya!” (“Crazy in love” también vale como respuesta correcta). Ambas se lanzaron en 2003, pero obviando lo que podría ser una coincidencia, la lista de hits de ese año es larga e incluye muestras de rap hedonista (50 Cent debutó ese año, Kelis, Sean Paul y R. Kelly dominaron los rankings) y los primeros brotes de la versión más confesional del género, vertiente consagrada en 2010 (Kanye West, cabeza de ese movimiento, debutaría en 2004, pero el lamento post-Britney de “Cry me a river”, y hasta “Lose yourself” aplican como antecedentes). Se intuye una coexistencia precaria, pero coherente con la simbiosis de R&B, rap y pop... y a partir de 2003 también de ciertos rasgos del rock independiente, como músicas de consumo masivo y cotidiano. Sin embargo, aunque casi ningún grupo indie previo a este boom se mantenga hoy en boga (lo que por otro lado demuestra lo efímero de las carreras en esta escena), fue en 2003 que se inició un irreversible proceso de masificación de ese estilo, propiciado por los cambios tecnológicos y demográficos que obligaron a productores de cine y televisión a fijarse en lo que se cocía en este mercado. Así pasamos de incluir una tímida canción de Death Cab for Cutie en el soundtrack de The O.C. a tener toda una sitcom satirizando a los hipsters (Portlandia), e incluso a publicistas imitando a Grizzly Bear, Vampire Weekend o Beach House para sus anuncios de automóviles.

Sí, conocemos la historia de “Juno” y de las bandas sonoras de “Scott Pilgrim vs. the World” y “New Moon”, pero el auténtico punto de quiebre también está cerca de 2003, en el soundtrack de “Garden State”. Nunca he visto esta película, pero sé que le presentó The Shins a un público que lo más cerca del indie que había estado era Snow Patrol o The Killers. No es una sorpresa, con algo de tacto se podía combinar la sensibilidad a flor de piel de las comedias románticas adolescentes con ciertas facetas de Nick Drake o The Smiths. De ahí que personajes ajenos a los parámetros estéticos indie, como Ryan Gosling o Zooey Deschanel, hayan terminado convertidos en íconos de la faceta comercial del movimiento. Ojo que esto también se aplica a bandas de un sonido menos manso. “Lost in translation”, también de 2003, sin duda fue la introducción de muchos a The Jesus and Mary Chain y MBV. Con menos aspavientos que en 1991, tal vez por la estragada salud de la industria discográfica, lo indie comenzó a filtrarse en la narrativa mainstream. Y así como hasta más o menos 2003 vivimos bajo el signo del boom alternativo, hoy lo hacemos en el mundo alumbrado por la eclosión indie que se fermentó hace diez años. De cierto modo, la deformación que llevó de Nirvana en 1991 a Nickelback en 2001 es la misma que se operó entre Arcade Fire en 2004 y Mumford & Sons en estos días. Pero hay que evitar las alarmas puristas ante la comercialización del género, o su aparente degradación ideológica, pues esto también es un negocio. A diferencia de las bandas del rock alternativo, que se ofuscaron ante la inminencia de lo masivo, algunos grupos indie decidieron jugar sin complejos. La idea es vivir de esto, así que mientras no te empujen a lo grotesco, todo se negocia. Es producto de esa actitud que hoy parezca imposible “venderse” (sell-out). Algo que, además, tiene perfecto sentido en los tiempos que corren. La pregunta es cómo redefinir un género como el indie, caracterizado por su intransigencia en lo comercial, en este contexto.


jueves, abril 18, 2013

Postales de la caída: A diez años del fin de la industria musical como la conocíamos (IV)



¿Cómo se inventa una nueva escena? Si Pitchfork iba a convertirse en la bandera del movimiento indie, tenía que poder responder esa pregunta. Al momento de lanzar a Broken Social Scene en 2002, Pitchfork todavía no tenía el músculo para impulsar toda una escena. Tampoco cuando Arcade Fire explotó –un grupo que, en todo caso, encontraba su precedente en las bandas del colectivo Elephant 6. El webzine existe desde 1996 y, durante los ocho años previos a su consolidación como barómetro del gusto indie, zigzagueó entre la continuidad del rock alternativo, el apoyo al espejismo del post-rock y unos tímidos escarceos con la electrónica (Boards of Canada y Prefuse 73, no Daft Punk). Varias de sus bandas tótem hasta ese momento (Radiohead, Wilco, …And you will know us by the trail of dead) llegaban a 2003 agotadas en lo creativo. Un vistazo a los rankings de mejores discos del año de Pitchfork, entre 2000 y 2004, nos sorprenderá al encontrar muchos grupos hoy desaparecidos, o de los que el webzine se ha distanciado en lo posterior: The Wrens, The Books, The Decemberists, The Microphones, The Avalanches, The New Pornographers, etc. A estas alturas tampoco parece tan sacrílego pensar que la década pasada no la dominó Radiohead, sino Animal Collective. Lo curioso es que la encarnación definitiva del cuarteto de Baltimore corresponde también a 2004. Si nos animamos a trazar una historia paralela bajo la hipótesis de que los de Oxford son los últimos dinosaurios del rock alternativo y no los padrinos del indie contemporáneo, veremos que es a partir de 2003 que surge la “nueva realeza” del indie: Joanna Newsom, Arcade Fire, Kanye West, Madvillain, MIA (y Diplo), así como los mismos AnCo de “Sung Tongs”, todos debutaron en 2004; siendo sus obras más relevantes para entender lo acontecido en la música pop de los últimos diez años que cualquier trabajo de las bandas que tocaron su techo antes de 2003.

Es posible que esa sensación de final de época también se haya percibido en otros ámbitos. Por algo la “Rolling Stone” publicó su canon en la forma del ranking “The top 500 albums of all time” en ese año. Como era de esperar, el centro de gravedad de tan exhaustivo listado estaba en los sesenta. De hecho, por mucho que los medios alternativos lo intentaron durante los noventa, no consiguieron desmontar ese canon, siendo más bien absorbidos por la institución del rock baby boomer. Esto no ha pasado con el rock surgido a partir de 2003. Recordemos que, a pesar de no haber aparecido en la portada de la revista, la “Rolling Stone” incorporó “Funeral” como el décimo quinto mejor debut de todos los tiempos, en un ranking publicado hace pocas semanas. Un puesto elevado, si consideramos que está muy por encima de los debuts de Elvis, Led Zeppelin, The Doors o Pearl Jam, bandas afines al repertorio de la revista. Antes que un gesto de apertura, esta inclusión reconoce un quiebre generacional que no hace falta superar. Todos aquellos cuya educación sentimental –y por tanto su consumo musical– esté fechada antes de 2003, tienen 40 años de música para saciarse. De ahí que siempre tendrá más sentido ver a Bruce Springsteen en la tapa de la “Rolling Stone”, aunque el Boss haya tocado varias veces con los canadienses. Confirmamos este síntoma terminal también en lo cinematográfico, pues “Almost famous” y “High fidelity”, lo más cercano a una lápida para la narrativa del rock boomer, se estrenaron en 2000; a casi cincuenta años de la explosión original del rock’n’roll y en el preciso momento en que la industria musical comenzaba a dejar de ser lo que por muchas décadas fue.

Este fenómeno tiene una sencilla explicación demográfica. En los Estados Unidos, en los ochenta nacieron tres veces más niños que en los setenta. Esto sin mencionar que fue ésta la generación que cayó de lleno a la revolución digital. Siguiendo con la hipótesis de que Animal Collective fue la banda símbolo de la década pasada, vale la pena recordar que integraron en sus inicios la escena naturalista, la primera articulada desde la blogósfera. La expansión de las redes sociales ha hecho que esta experiencia sea imposible de repetir, pues se potencia la consolidación de nichos aislados antes que la formación de colectivos transversales; aunque tiene sentido que el grupo fundamental de la década pasada encaje con esa forma organizativa, casi una aplicación de la hermenéutica DIY en lo virtual. Del mismo modo que es natural que en los ocho años que van de 2004 a 2012, los ochenta hayan pasado a ser el referente creativo principal, y ya no los sesenta. Tiene poco sentido, en una expresión tan generacional en su appeal como el rock, mantener un filamento nostálgico con la misma temporalidad que alimentó los imaginarios de tus padres. Para descartar la hegemonía de Radiohead o el revival neoyorquino, basta ver su conexión con los setenta tardíos. En cambio, el maximalismo de Animal Collective requería un público con acceso a Wikipedia y YouTube, para poder ir ensamblando las piezas de una música excéntrica, tribal y dionisíaca a pesar de su exigencia en términos de capital cultural. Hablando de eso, la película “School of rock” también se estrenó en 2003. Ahí se plasma, de forma grotesca, la radical diferencia en la visión que se tenía del rock: el lado canónico se pensaba como una escuela, sin reparar que no hay nada menos cool que eso, mientras que el indie de AnCo te invitaba a bailar en pelotas alrededor de una fogata, aunque después tendrías que correr a Google para averiguar quién diablos eran J Dilla, Popol Vuh o Tony Conrad.



miércoles, abril 17, 2013

Postales de la caída: A diez años del fin de la industria musical como la conocíamos (III)



Claro que el cambio en los patrones y hábitos de consumo cultural, acelerado por las tecnologías digitales, tiene que derivar en algo más que mashups ingeniosos. El año pasado Simon Reynolds, en su ensayo “We are all David Toop now”, analizaba el impacto que tiene sobre nuestra forma de entender la música el acceso inmediato a un bagaje de erudición musical al nivel de un experto como Toop –al que adquirir y procesar la vastedad de su fonoteca le ocupó toda su vida adulta. Pero el que supo leer ese cambio primero y mejor, traduciendo su ansiedad generacional y profesional en música, fue James Murphy. Un veterano del hardcore y la producción de bandas al filo del dance y el rock, el líder de LCD Soundsystem se inventó como el último representante de una estirpe que obtuvo distinción y reconocimiento por su dominio de campos arcanos del arte musical. Consciente de que esta ventaja se estaba esfumando, Murphy dibujó el arco de una carrera perfecta (e irrepetible), con todos los tropos de la banda de rock excepto el final decadente. De ese modo, su debut con “Losing my edge” fue una declaración de principios tanto como un manifiesto creativo y un tratado sobre el zeitgeist. Trabajando diversos niveles de significado, elegir para la tapa de “Introns” una foto de su colección de discos –como queriendo justificar el haberse ganado el derecho de robarle tantas ideas a Bowie, la Velvet y el post-punk–, en realidad también servía para Murphy como un modo de castigarse, de poner en perspectiva una trayectoria musical impecable que, sin embargo, le demandaba un esfuerzo tan absurdo como el de haber levantado ese estante desbordado de discos.

Es de suponer que esta desmaterialización fue problemática para críticos de la tanda de Robert Christgau (decano del rock clásico), Chuck Klosterman, Robb Sheffield o Nathan Rabin (del college rock al post-grunge, la generación de James Murphy) e incluso para algunos de cronología más cercana, como Nitsuh Abebe (columnista de Pitchfork). No lo es tanto para nosotros, que en lugar de lidiar con empleados de tiendas de discos cabrones o álbumes inconseguibles, tuvimos que sufrir conexiones a internet lentas, el cierre de Napster (o Megaupload), y el colapso de nuestros discos duros. Es cierto que incluso dentro de esta forma de acceder a la música hay distinciones temporales, pues esperar noches enteras para bajar una canción suelta de LimeWire no se compara con tenerlo casi todo en streaming por Spotify o Soundcloud. En cualquier caso, lo rico de abordar la música con esa libertad está en la desaparición de los prejuicios y filtros institucionales, más que en superar simplemente las limitaciones materiales. Sin querer ser antipáticos, es posible que toda la colección de discos de James Murphy quepa en un pendrive. Pero como él mismo cantaba en “Losing my edge”, tener una conexión de banda ancha no implica que puedas articular un discurso interesante con todas las cosas que te bajas de internet. Mucho menos crear música vital.

Como estoy inserto en la generación nativa al ámbito digital, antes que a cualquier revista, crítico o DJ, le debo la formación de mi gusto al blog “Cafe Puschkin”, desaparecido en 2006, pero que al subir en un mismo post un disco de Einstürzende Neubauten, un bootleg de Japan, una antología de John Cage, “For the roses” y los singles de Marvin Gaye, nos ofrecía todas estas músicas en igualdad de condiciones. Como pasó conmigo, para toda una generación de melómanos no habrá distinciones reales entre Prince y This Heat, entre una banda de culto y un ídolo de masas, entre un disco clásico y un leak. Las posibilidades creativas que esto implica aún están por verse, pues los imperativos de la era a la que James Murphy le dedicó un réquiem con “Losing my edge”, todavía siguen mediando la industria y la crítica. Uno podría querer ver en la hauntología una reacción creativa a este cambio, pero teniendo sus raíces en “The Doldrums” de Ariel Pink, lanzado el 2000, esta hipótesis no se sostiene; por mucho que a partir de 2003 los delirios del de Beverlywood hayan cobrado sentido, o se hayan hecho simplemente más accesibles. No en vano “The Doldrums” se reeditó en 2004, abandonando el círculo de la outsider music para ingresar en el mundillo indie. De paso, Pitchfork revisó el 5.0 con el que calificó “The Doldrums” en 2004, eligiendo “Round and round” como la mejor canción de 2010 y asignándole un 9.0 a “Before today”. El panorama es confuso, pero atestiguar la respuesta creativa a la transformación que anticipó Murphy será, suponemos, cuestión de tiempo.


martes, abril 16, 2013

Postales de la caída: A diez años del fin de la industria musical como la conocíamos (II)



Si algo parecía que iba a convertirse en la sensación del momento en 2003, ante el declive del revival del integrismo neoyorquino nucleado en The Strokes, tenía que ser el dance-punk de grupos como The Rapture. Contemporáneos prácticos de la irrupción strokiana, y quizás una manifestación paralela del mismo movimiento, este cuarteto neoyorquino lanzó su obra definitiva en 2003 (“Echoes”), con la que también alcanzó su zenit la escena de ritmos angulares y cencerros desatados que ellos apuntalaban. Era una progresión lógica de los Strokes, Yeah Yeah Yeahs e Interpol, pues las formas son parecidas –referencias post-punk y una atmósfera más bien oscura– y la música conserva esa aura de perturbadora decadencia urbana, tan propia del inicio de este milenio… aunque esta era una música que sí se podía bailar. Con el beneficio de la perspectiva temporal, sabemos que esa veta no daba para mucho más. Lo raro está en la persistencia de las bandas de ese periodo. En 2003 debutaron los YYY, los Strokes lanzaron su segundo disco (el primero en ser recibido con tibieza), y en 2013 las dos bandas han anunciado un nuevo lanzamiento. Por su lado, Interpol y The Rapture también han publicado discos en el último par de años. Pero el debut más interesante de 2003 suele ser menos recordado: “Unstoppable” de Girl Talk. Cierto que Gregg Gillis, el artista detrás de esa chapa, ya se había curtido como DJ y que John Oswald, The KLF, Double Dee & Steinski y otros exploradores de la electrónica estaban jugando con esta idea desde los ochentas, pero recién en 2003 fue que el público más amplio estuvo listo para abrazar un consumo con esas características. El collage, una forma expresiva muy socorrida por el arte contemporáneo, encontraba en el mashup un equivalente musical, que explotaba las características metareferenciales tan arraigadas en las expresiones pop posmodernas, como podemos ver en Pynchon o las bromas laterales de “Family guy”. Por otro lado, también procuraba indagar las posibilidades creativas que las TICs ofrecían para el consumo y la producción musical.

El que mezcla a The Strokes con Christina Aguilera, en un mashup un tanto burdo, no fue el primero en aparecer, pero sí en atreverse a interpelar de forma directa los significantes indie. Aunque lo de verdad sorprendente fue su recepción como una genuina obra pop, no como una parodia. Este cambio igualmente se explica observando la digitalización del consumo musical, pues al acceder a una fonoteca ilimitada (y para fines prácticos gratuita), los prejuicios y distinciones que hacían que estemos dispuestos a pagar por un disco físico de una banda cool (digamos los Pixies) pero no por una de pop desechable (Debbie Gibson), ya no se aplican. Con todo, el éxito de Girl Talk fuera del contexto lúdico/bailable está en que masajea nuestro capital cultural, retándonos a reconocer las decenas de canciones que combina en cada una de sus pistas. Es así que el background para que un escucha enganche con esta música, en un plano intelectual, era imposible de lograr antes de la revolución digital. Es cierto que como estética de lo digital el mashup floreció más bien en los memes, pero en la música llegó a disfrutar de un impacto inusitado para una creación en esencia derivativa. En cuanto a la canción de Freelance Hellraiser, con su combinación de pop meloso y guitarras subidas, presagia cosas como Sleigh Bells o los bombazos pop de Kelly Clarkson con “Since U been gone” en 2004 y de Taylor Swift con “Red” en 2012. También, al meterse con los “salvadores del rock” y ponerlos al nivel del pop más simple, anuncia el porvenir desprejuiciado y post-irónico de bandas indie que proclaman su devoción por Michael McDonald o Blink 182. Y, por último, descubre –en una faceta menos bromista pero igual de obsecuente con el pasado– la retromanía, que terminó convirtiéndose en la rutina creativa habitual de este nuevo milenio.


lunes, abril 15, 2013

Postales de la caída: A diez años del fin de la industria musical como la conocíamos (I)


Es 2013 y llegamos a la primavera septentrional con una noticia inesperada. Un estudio de la Comisión Europea afirma que las descargas ilegales no dañan a la industria discográfica. Siendo precisos, en realidad no se sabe qué efecto tienen; si bien, en caso de ser negativo, no es suficiente para explicar más del 25% del descenso en los beneficios del sector. Pocos días antes, la IFPI anunciaba que los ingresos de la industria habían crecido por primera vez en una década. Al margen de lo anecdótico de ese incremento (0.3%), el repunte puede deberse a un cambio en la forma en que se contabilizan los réditos del ramo. Por ejemplo, hoy las reproducciones en YouTube suman con el mismo peso que la venta de un single. Pero dejemos las precisiones econométricas para la gente que escribe papers sobre el tema. Lo indudable es que el estado de la música popular en 2013 se parece poco al de 2003, por no mencionar 1998 o una fecha anterior. La forma clásica de narrar esa metamorfosis, adoptando la digitalización de la música como línea maestra, es de sobra conocida. Puede ser más interesante tomar la baraja de canciones que nos ofrece aquel año y, al azar, extraer de ella unas cuantas postales; reparando en lo que estas nos dicen del presente. Así, antes que una historia paralela, esperamos descubrir algunos guiños y señales que escapan de la narrativa dominante, revelando las claves que nos permiten comprender mejor el tiempo transcurrido desde ese big bang que denominamos boom indie.

Claro que ese es un experimento que se podría ensayar con cualquier otro año (1954, 1980, 2011, etc.). Lo que marca a 2003 como un momento decisivo en su conexión con el presente se encuentra en las curiosas coincidencias que observamos entre los lanzamientos de ese año y los que ahora mismo llegan a la bateas. Parecería que entre ellos hay cierta continuidad, que toca tanto al pop (Justin Timberlake, Beyoncé) como al rock (Thom Yorke de Radiohead, los Strokes, Sigur Ros, YYY). Estos protagonistas repetidos, y otros que aparecen justo a partir de la ruptura que representó 2003 –para la industria musical, nuestras formas de consumir entretenimiento y de construir estéticas–, nos sugieren la existencia de ciclos que se amplifican a lo largo de esta década, en una interacción que describe mucho de lo que sucede en la música pop contemporánea. Más allá de la aleatoriedad o lo casual. De nuevo, sin pretender elaborar un ensayo profundo sobre el tema, comenzamos este repaso por media docena de canciones lanzadas en (o cerca de) 2003, que esperamos estimulen nuestra imaginación y nos ayuden a evocar lo que estaba pasando en la música popular hace más o menos diez años.


Por varias décadas, y hasta no hace demasiado, salir en la portada de la “Rolling Stone” representaba la bienvenida a las ligas mayores del rock. Es cierto que en los últimos tiempos la tapa de la revista, dedicada más a celebridades y políticos, se ha devaluado; pero no por ello deja de ser llamativo que la relación de este medio y el rock contemporáneo esté marcada por una omisión. A pesar de estar activa desde 2004, la que puede ser la banda indie más grande del mundo, jamás ha ocupado esa portada. No es que los canadienses tengan un perfil bajo, pues en 2011 ganaron el Grammy a mejor disco del año –no te puedes poner más mainstream que eso–, telonearon a U2 en 2006 y mantienen un consenso crítico que se extiende desde el “New Yorker” a “Mojo”. A REM, otra banda paradigmática en la transición del indie a la masividad, le tomó menos de 5 años conquistar la portada de esa misma publicación. Incluso revistas más cercanas al canon alternativo como “Spin” tardaron en reaccionar, ofreciéndole a Arcade Fire su portada recién en 2010. Esa fue la reacción generalizada de la prensa musical ante un fenómeno que no sabía cómo entender. Si algún medio se jugó al promocionar temprano a los de Montreal, este fue Pitchfork. Sin discutir la inocencia o imparcialidad del webzine que amamos odiar, su papel en la explosión de Arcade Fire fue esencial. Ya antes había promocionado a otras bandas indie, lanzando al estrellato al menos a Broken Social Scene, pero sólo con Arcade Fire consiguieron tocar segmentos tan amplios y alejados del rock indie. No pocas veces he escuchado alguna canción de “The Suburbs” mientras hago cola en el supermercado, algo que no pasa con otras bandas con un disco “Best New Music”.

En esa ambivalencia, en la combinación de los modos DIY y la capacidad masiva que exhibe Arcade Fire, se materializan las tensiones creativas que emergieron en el indie a partir de 2003. La diferencia está en que este boom no traspasó los estandartes independientes a majors, como pasó en 1991 con “Nevermind”; en cambio, potenció un consumo centrado en nichos que no se comunican entre sí. El disco más vendido de 2011 fue el de Adele, que publica con XL Records, una casa indie, pero es poco probable que los fans de Grimes, una de las sensaciones del año pasado, hayan escuchado alguna canción de la británica... y viceversa. Lo mismo pasa entre los públicos de The Black Keys y Death Grips, y eso que estos artistas se mueven más o menos en la misma órbita indie –no es raro verlos en el cartel de un mismo festival, por decir algo. Esa desconexión era imposible en los noventas, en los que un fan del rock alternativo no podía ignorar a Pavement si le gustaban los Breeders. Volviendo al asunto de los festivales, tanto los de Stockton como el grupo de las hermanas Deal integraron el cartel del Lollapalooza a mediados de los noventa. Es cierto que en años recientes el menú que ofrecen eventos como Coachella o el Primavera Sound se aproximan a una densidad más pantagruélica que totalizadora, pero la diferencia está en que en los días del boom alternativo un importante porcentaje del público asistía al Lollapalooza enfocado en tres o cuanto cabezas de cartel más o menos homogéneos (Sonic Youth, Hole, Beck y Red Hot Chili Peppers, por decir algo); ahora resulta poco verosímil que el mismo público enganche en el Lolla de 2013 a The Lumineers, DIIV y Thievery Corporation. Diferencias de estilo al margen, se puede notar una transición desde un tejido común hacia una red de microescenas vagamente cubiertas por el paraguas de lo independiente.

En lo que hace a las formas que tenemos de consumir el indie actual, el crecimiento de sus bandas más representativas desembocó en dos formas de experimentar la escena: siguiendo a los grupos cool del día (en algo muy parecido a una moda), o manteniéndose cerca de las bandas de la primera oleada indie. El resultado de esta dualidad es la consagración del indie como música de masas juveniles. De acuerdo, Foster the People tendrá siempre más tirón popular que Deerhunter, pero ambas funcionan al tope de su capacidad de convocatoria. Aunque tal vez haga falta distinguir entre una música (mainstream) con ciertas inflexiones prestadas de lo indie, y otra que se guía por la independencia como código ético. E incluso se podría perfilar una suerte de oficialidad dentro del mismo indie. Como fuera, con ayuda de las nuevas tecnologías, se ha purgado el elemento underground del género. Hay que recordar que las bandas indie originales flotaban más cerca de la estética de Sebadoh que de la de Beach House. Su realidad la marcaban las giras sin roadies, en vagonetas destartaladas y tocando en salas ruinosas; nada que ver con los megafestivales corporativos de hoy, las carreras paralelas como modelos de ropa o los vídeos con actores de renombre. Todo esto comenzó a cambiar en 2003. Por algo la presentación en sociedad de Arcade Fire fue en un evento llamado “Fashion Rocks”, con David Bowie de invitado y Alexander McQueen entre el público. Y esto no significa que Arcade Fire vaya a ser tan conocida como U2, Depeche Mode o Radiohead, bandas en su momento surgidas de escenas muy específicas. Aunque este proceso de desconexión funciona en ambos sentidos. Sin ir muy lejos, el otro día un fan del indie de tendencias, comentando las bandas que esperaba ver en el Primavera Sound, se refirió a Fiona Apple como “la nueva Regina Spektor”. Y no estaba siendo irónico. ¿Se imaginan a un fan del alternativo definiendo a Sonic Youth como “los nuevos Nirvana”?