domingo, junio 19, 2011

Adiós al 'Big Man'



La historia del rock’n’roll se puede, pero no se debe, contar en imágenes. Se puede por el poder iconográfico de algunos de sus personajes y momentos, pero no se debe porque hacerlo conlleva el riesgo de perder información sincrónica importantísima para comprender el verdadero impacto cultural de esos momentos. ¿Serían las ilustraciones de Storm Thorgerson algo más que feos pastiches fantásticos sin el escapismo decadente del prog?, ¿Evocaría la mueca del joven Elvis algo más que un tic facial sin los pacatos anuncios de detergente con los que compartía la pantalla?, ¿Nos diría algo el look letrista-basura de los Pistols si no estuviese emparedado entre Rick Wakeman y Billy Joel? Claro que hay algunas excepciones, como la portada del magnífico Born to run, fiel retrato de la camaradería inquebrantable sobre la que se construía esa música: Bruce Springsteen –echando entonces llamaradas de potencia creativa– con cierto aire de timidez pero confiado, se apoya en la titánica espalda de un saxofonista con pinta de proxeneta. Pasaba exactamente lo mismo en el disco que se resguardaba tras esa tapa, donde la épica del soul la proveía Clarence Clemons, dándole músculo y pulmones a las historias del Boss (“10th Avenue freeze out”), impulsándolas más allá del territorio del rock clásico (“Born to run”) o directamente transfigurando en su sonido el desgarrado poder poético de Bruce (“Jungleland”). Puede ser que, como todo en ese disco, la foto de la portada haya sido producto de una obsesiva planificación, pero había algo honesto, irrepetible y genuino en ella. Ese matrimonio de iguales, Big Man y Scooter, eran la E Street Band.

Ahora que Clemons ha muerto y cuesta tanto pensar en una E Street Band sin él, parece quedar pocas formas de recordarlo que a través de lo que hizo con Springsteen y los suyos. Es que la suya era una historia con destino de leyenda, algo que Bruce sabía desde el instante en que conoció a ese ex jugador de fútbol americano que decían era el único capaz de poner en cintura al mismísimo “Jefe”. En medio de una tormenta como no se había visto en mucho tiempo en Nueva Jersey, la puerta del club donde toca Springsteen es arrancada de cuajo. El concierto se detiene y al otro lado del umbral aparece un hombre de color, vestido completamente de blanco, con un saxo en la mano y truenos y relámpagos restallando sobre su cabeza. Con voz profunda pide unirse a la banda. Bruce entre intimidado y sorprendido, acepta. No han pasado ni dos compases cuando The Boss y Big Man se encuentran, sienten una atracción sobrenatural, un poder que les hace saber que han descubierto su destino sobre el diminuto escenario de un bar de Asbury Park. No se volverían a separar en las próximas cuatro décadas, quedando sellado en ese extraordinario instante el pacto sobre el que se cimentaría la carrera de uno de los mayores compositores de la historia del rock y el legado de una banda de leyenda.

Hoy es fácil decir que Springsteen no habría logrado cuajar el sonido de su banda sin el aporte alquímico de Clemons, pero no hace falta especular. Si bien los textos de Bruce le habrían garantizado ya (o al menos) renombre aunque sus composiciones terminasen interpretadas por otros, es difícil negar que la onda de rock Spectoriano a la que aspiraba necesitaba vientos con personalidad… ¡qué mejor si el que estaba a su cargo era el gemelo perdido del Boss! Más aún, Clemons era capaz de traducir las emociones que evocaba Springsteen en música; cosa que se muestra clarísima en su solo en “Jungleland”, donde consigue detener el tiempo y estremecernos mientras atestiguamos el inevitable desenlace de esa historia, o en canciones de filo más rockero como las de Darkness on the edge of town, donde abre rendijas a una luminosidad que redime a los gloriosos perdedores que habitan las canciones de Bruce. Y eso no es poca cosa.

Volviendo a pensar en momentos e imágenes, parece curioso que una de las últimas apariciones de Clemons haya sido en el vídeo para la canción “The edge of glory” de Lady Gaga. En YouTube algunos de los comentarios me hacen gracia/consternan al contar que hubo quienes homenajearon a Clemons poniendo, a todo volumen, esta canción. ¿Es el peligro de recurrir en la memoria a imágenes aisladas? No precisamente. Primero, Clemons casi no tuvo que adaptar su look para encajar en el vídeo de Gaga. Segundo, Bruce y Clarence supieron escandalizar compartiendo besos sobre el escenario y repitiendo que la forma de definir su relación era “el amor” –un temerario juego considerando el appeal que tiene la música del Boss en la conservadora middle America. La teatralidad de sus shows también la comparten con Gaga, pues Bruce y Clarence solían hacer una rutina de psiquiatra sobre el escenario (“Sherry Darling”), ejecutar cabriolas o salir en ronda entre el público… ¡en estadios repletos con decenas de miles de personas! Es más, muchos fans dicen que el solo de “Jungleland” les salvó la vida. Es una afirmación muy linda, pero que tampoco estaría demasiado fuera de onda en los labios de un ‘Little monster’. Lo cierto es que Clemons parecía entenderlo y tocaba ese solo, cada noche y miles de veces a lo largo de los años, como si eso fuese verdad. Y de cierto modo lo era, pues como supo darse cuenta aquella tormentosa noche de 1971, tocando con Bruce por primera vez, ambos tenían un sueño y una sola vida para alcanzarlo... y a los hambrientos y a los hechizados no les queda más que perseguirlo, explotando en bandas de rock’n’roll.

viernes, enero 14, 2011

Reseña: J. M. Coetzee, Elizabeth Costello, Vintage, 2003, por Héctor C. Flores


En 1917, el psicólogo Wolfgang Köhler entregó para su publicación el libro The Mentality of Apes, que registraba las observaciones de Köhler a partir de una serie de experimentos primitivos realizados sobre chimpancés con el propósito de verificar su capacidad de raciocinio. [Primero, un puñado de bananas en lo alto de la jaula y algunos embalajes de madera con los que los monos podrían –si su inteligencia se los permitía, como de hecho ocurrió– hacerse camino hasta los frutos. Después las bananas fueron colocadas fuera de la jaula, pero a una distancia no mayor a la que los bastones con que se les había proveído a los animales permitían acceder. También en esta faena los chimpancés tuvieron éxito.]

Para Köhler, el resultado de estos experimentos demostraba que, llevados hasta sus últimas consecuencias –en este caso, la inanición–, los monos se veían forzados a utilizar toda su capacidad mental (hasta ahora desperdiciada en otras empresas fatuas) para resolver el acertijo y acceder al conocimiento.

Pero, ¿qué tal si los pensamientos que cruzaban las mentes de los taciturnos monos de Köhler no eran resultado de su penoso camino a la iluminación, sino, por el contrario, su turbación frente al sadismo del propio Köhler?

Casi un siglo después, la escritora Elizabeth Costello (Melbourne, Australia), en su conferencia titulada “The Lives of Animals” (1997), en el Appleton College, en Massachussets, Estados Unidos, expondría la experiencia de Köhler no como evidencia de la sagacidad de los monos, sino como la prueba irrefutable de la estupidez del investigador:

“A cada vuelta en el camino, Sultán –uno de los chimpancés de Köhler– es obligado a tener los pensamientos menos interesantes posibles. De la nobleza especulativa (¿Por qué es que los hombres se comportan así?) se le somete a contentarse con la razón más práctica, instrumental y abyecta (¿Cómo es que uno utiliza esto para obtener aquello?) y, así, hacia su aceptación de sí mismo esencialmente como un organismo con un apetito que necesita ser satisfecho. Aunque su historia entera, desde el momento en que le dispararon a su madre y él fue capturado, pasando por su viaje en una jaula, hasta su confinamiento en esta isla y los juegos sádicos que se juegan en ella alrededor de la obtención de comida, lo conduce a hacerse preguntas sobre la justicia del universo y el lugar en él de su prisión, un régimen psicológico cuidadosamente elucubrado lo llevan lejos de la ética y la metafísica hacia el ámbito más modesto de la razón práctica. ”

Quizás el argumento resulte francamente desagradable o al menos extravagante. (Un mono de temperamento pascaliano no es algo que se ve todos los días.) Al menos, eso sí, lo suficientemente inapropiado para que un escritor de la talla e idiosincrasias de J. M. Coetzee (Ciudad del Cabo, Sudáfrica, 1940) [1] lo presentase como propio en el marco de las Tanner Lectures on Human Values en la Universidad de Princeton.

Al enfrentarse entonces a la solicitud de preparar una ponencia con miras a “mejorar la vida intelectual y moral de la humanidad” (Tanner Lectures), Coetzee optó, con insuperable modestia, por redactar un narración, cruza de meditación y conferencia, en que su personaje Elizabeth Costello tomara la palabra, mediante una conferencia titulada, también, “The Lives of Animals”.

Junto con esta última, son otras ocho “lecciones” de formato similar –los títulos son suficientemente elocuentes: “The Novel in Africa”, “The Problem of Evil”, “The Humanities in Africa”, “At the Gate” y “Eros”– las que conforman la novela Elizabeth Costello (2003) y en que su protagonista –que se presiente ya en Vida y obra de Michael K (1983) y reaparece después en Hombre lento(2005)– deambula por los auditorios universitarios del mundo en sus últimos, tambaleantes años, como escritora.

Como los otros humanistas atribulados que Rafael Lemus ha identificado merodeando en las novelas de Coetzee –David Lurie en Desgracia (1999) y Susan Barton en Foe(1986), por mencionar algunos–, Elizabeth Costello se ve obligada (¿por quién o qué?) a hablar justo en favor de aquellas pasiones y convicciones que parecen más excéntricas y desagradables, más difíciles de demostrar y sostener públicamente. Quizás, incluso, de las que aparecen como más peligrosas.


El artefacto de la metaficción que se despliega en Elizabeth Costello es, sin embargo, todo menos un alarde de destreza narrativa, o un juego de espejos determinado “a morder su propia cola”, como el propio Coetzee ha dicho. Tampoco, quizás sobra decirlo, se trata de una alegoría del nihilismo trepidante.

Por el contrario: mediante la figura de Costello, Coetzee parece empeñado en disponer a la literatura como método para poner a prueba los límites de lo que es posible decir e, inversamente, de lo que está prohibido decir: de lo censurable, en una palabra. La literatura, entonces, como una forma singularmente incómoda y potente de decir la verdad –no abstrayéndola, sino encarnándola. (“The Novel Today”, 1987). No es sorprendente que Coetzee haya dedicado un libro entero al tema (Giving Offense: Essays on Censorship, 1996)

Pero no se trata aquí sólo de las convicciones y pasiones que han sido proscritas por tal o cual régimen o dictadura –¿quién sino un el autor de Foe y Esperando a los bárbaros podría tener más clara la patológica interferencia de la censura (y los censores) en la literatura?–, sino también por el más amplio y firme imperio de “la razón” (o su versión degradada: la esfera pública):

“Cuando una pasión profunda es puesta a andar en el discurso de la prosa, uno siente como si leyera los disparates de un loco...La novela, por el otro lado, permite al escritor representar una pasión...No hay un imperativo ético al que afirme tener acceso. Elizabeth es la que cree en el debería, la que cree en creer en.”

De esta manera, el asunto de los derechos animales o el problema del mal, o, para el caso, el de las humanidad en el corazón mismo de las tinieblas, parecen entonces operar como pretextos para poner a prueba una sola premisa: la autoridad misma de las convicciones, y de paso de lo que está en juego en la definición de lo razonable. Luego de terminar su ponencia en el Aplleton College en contra del sufrimiento de los animales, Costello misma no queda fuera de esta misma lógica, al preguntarse sobre la cordura de su posición:

“Sucede que ya no sé más quién soy. Pareciera que me puedo comportar perfectamente bien entre la gente, contar con relaciones perfectamente con ellos. ¿Es posible, me pregunto, que todos ellos sean perpetrados de un crimen de proporciones pasmosas? ¿Estoy imaginándolo todo? ¡Debo estar loca! Y sin embargo todos los días veo las evidencias. La mismas personas de las que sospecho proveen esa evidencia, la muestran y ofrecen ante mi.”

Sin duda, es significativo que en las palabras de Costello, se transparente esa misma paranoia patológica que Coetzee identifica en los regímenes de censura y que, característicamente, se difunde como una plaga en la población:

“Una y otra vez los intelectuales dan cuenta del sentimiento de haber sido tocados y contaminados por esta enfermedad del Estado. En un gesto típico del ‘auténtico’ paranoico, afirman que sus mentes han sido invadidas; es contra esta invasión que expresan su rabia.”


Al hablar de la obra de W. G. Sebald en su colección de ensayos literarios, Inner Workings (2007), Coetzee apunta que en ella 1914 aparece como el año en que Europa (la civilización de Occidente, cabría decir) tomó el mal camino. Sin embargo, se pregunta Coetzee, ¿no es que el mal camino habrá iniciado antes, con el triunfo de la razón ilustrada y la idea del progreso? Un alegato, sobra decirlo, que se ha vuelto ya un lugar común.

Lo que importa es que el mismo escepticismo es el que se cuela con toda su fuerza en el argumento que elabora Costello contra la ineptitud de los experimentos que Wolfgang Kohler realiza sobre chimpancés como Sultán: la banalidad de imaginar un sólo tipo de consciencia (la que está fundada en la razón, y un tipo de razón en particular) como conmensurable y digno de simpatía. Cualquier otra posibilidad –de ahí lo inquietante del alegato de Costello– era inadmisible.

(La ponderación de las consecuencias brutales de esta posición en la obra de Coetzee, por su puesto, no está restringida a los animales. En todos sus libros, de Tierras de Poniente (1974) hasta Diario de un mal año (2007), pasando por la Edad de hierro (1990), la violencia de la experiencia colonial es manifiesta.)

Pero, ¿qué queda después del destierro que nuestro tiempo ha impuesto a la razón? Costello atina a dar una respuesta que parece estar en el centro de la apuesta moral y literaria del propio Coetzee: la posibilidad de entrever el ser de los otros en el colmo de su ser: la simpatía.

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[1] Nacido en una familia Afrikáner, Coetzee pasó la primera parte de su vida entre Ciudad del Cabo y Worcester (1948-1951). A los 21, Coetzee dejó Sudáfrica para viajar a Londres, donde tomaría un empleo como analista de computadoras; y aunque su formación profesional fue como matemático, luego haría un posgrado por correspondencia en la universidad de su ciudad natal y, años después, en Texas, Estados Unidos. Sólo hasta la década de los ochenta regresaría a Sudáfricara para tomar una plaza en la facultad de la Universidad de Cape Town. Más tarde, en 2002, haría de Adelaide, Austrlia su residencia permanente.