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jueves, abril 18, 2013

Postales de la caída: A diez años del fin de la industria musical como la conocíamos (IV)



¿Cómo se inventa una nueva escena? Si Pitchfork iba a convertirse en la bandera del movimiento indie, tenía que poder responder esa pregunta. Al momento de lanzar a Broken Social Scene en 2002, Pitchfork todavía no tenía el músculo para impulsar toda una escena. Tampoco cuando Arcade Fire explotó –un grupo que, en todo caso, encontraba su precedente en las bandas del colectivo Elephant 6. El webzine existe desde 1996 y, durante los ocho años previos a su consolidación como barómetro del gusto indie, zigzagueó entre la continuidad del rock alternativo, el apoyo al espejismo del post-rock y unos tímidos escarceos con la electrónica (Boards of Canada y Prefuse 73, no Daft Punk). Varias de sus bandas tótem hasta ese momento (Radiohead, Wilco, …And you will know us by the trail of dead) llegaban a 2003 agotadas en lo creativo. Un vistazo a los rankings de mejores discos del año de Pitchfork, entre 2000 y 2004, nos sorprenderá al encontrar muchos grupos hoy desaparecidos, o de los que el webzine se ha distanciado en lo posterior: The Wrens, The Books, The Decemberists, The Microphones, The Avalanches, The New Pornographers, etc. A estas alturas tampoco parece tan sacrílego pensar que la década pasada no la dominó Radiohead, sino Animal Collective. Lo curioso es que la encarnación definitiva del cuarteto de Baltimore corresponde también a 2004. Si nos animamos a trazar una historia paralela bajo la hipótesis de que los de Oxford son los últimos dinosaurios del rock alternativo y no los padrinos del indie contemporáneo, veremos que es a partir de 2003 que surge la “nueva realeza” del indie: Joanna Newsom, Arcade Fire, Kanye West, Madvillain, MIA (y Diplo), así como los mismos AnCo de “Sung Tongs”, todos debutaron en 2004; siendo sus obras más relevantes para entender lo acontecido en la música pop de los últimos diez años que cualquier trabajo de las bandas que tocaron su techo antes de 2003.

Es posible que esa sensación de final de época también se haya percibido en otros ámbitos. Por algo la “Rolling Stone” publicó su canon en la forma del ranking “The top 500 albums of all time” en ese año. Como era de esperar, el centro de gravedad de tan exhaustivo listado estaba en los sesenta. De hecho, por mucho que los medios alternativos lo intentaron durante los noventa, no consiguieron desmontar ese canon, siendo más bien absorbidos por la institución del rock baby boomer. Esto no ha pasado con el rock surgido a partir de 2003. Recordemos que, a pesar de no haber aparecido en la portada de la revista, la “Rolling Stone” incorporó “Funeral” como el décimo quinto mejor debut de todos los tiempos, en un ranking publicado hace pocas semanas. Un puesto elevado, si consideramos que está muy por encima de los debuts de Elvis, Led Zeppelin, The Doors o Pearl Jam, bandas afines al repertorio de la revista. Antes que un gesto de apertura, esta inclusión reconoce un quiebre generacional que no hace falta superar. Todos aquellos cuya educación sentimental –y por tanto su consumo musical– esté fechada antes de 2003, tienen 40 años de música para saciarse. De ahí que siempre tendrá más sentido ver a Bruce Springsteen en la tapa de la “Rolling Stone”, aunque el Boss haya tocado varias veces con los canadienses. Confirmamos este síntoma terminal también en lo cinematográfico, pues “Almost famous” y “High fidelity”, lo más cercano a una lápida para la narrativa del rock boomer, se estrenaron en 2000; a casi cincuenta años de la explosión original del rock’n’roll y en el preciso momento en que la industria musical comenzaba a dejar de ser lo que por muchas décadas fue.

Este fenómeno tiene una sencilla explicación demográfica. En los Estados Unidos, en los ochenta nacieron tres veces más niños que en los setenta. Esto sin mencionar que fue ésta la generación que cayó de lleno a la revolución digital. Siguiendo con la hipótesis de que Animal Collective fue la banda símbolo de la década pasada, vale la pena recordar que integraron en sus inicios la escena naturalista, la primera articulada desde la blogósfera. La expansión de las redes sociales ha hecho que esta experiencia sea imposible de repetir, pues se potencia la consolidación de nichos aislados antes que la formación de colectivos transversales; aunque tiene sentido que el grupo fundamental de la década pasada encaje con esa forma organizativa, casi una aplicación de la hermenéutica DIY en lo virtual. Del mismo modo que es natural que en los ocho años que van de 2004 a 2012, los ochenta hayan pasado a ser el referente creativo principal, y ya no los sesenta. Tiene poco sentido, en una expresión tan generacional en su appeal como el rock, mantener un filamento nostálgico con la misma temporalidad que alimentó los imaginarios de tus padres. Para descartar la hegemonía de Radiohead o el revival neoyorquino, basta ver su conexión con los setenta tardíos. En cambio, el maximalismo de Animal Collective requería un público con acceso a Wikipedia y YouTube, para poder ir ensamblando las piezas de una música excéntrica, tribal y dionisíaca a pesar de su exigencia en términos de capital cultural. Hablando de eso, la película “School of rock” también se estrenó en 2003. Ahí se plasma, de forma grotesca, la radical diferencia en la visión que se tenía del rock: el lado canónico se pensaba como una escuela, sin reparar que no hay nada menos cool que eso, mientras que el indie de AnCo te invitaba a bailar en pelotas alrededor de una fogata, aunque después tendrías que correr a Google para averiguar quién diablos eran J Dilla, Popol Vuh o Tony Conrad.



lunes, abril 15, 2013

Postales de la caída: A diez años del fin de la industria musical como la conocíamos (I)


Es 2013 y llegamos a la primavera septentrional con una noticia inesperada. Un estudio de la Comisión Europea afirma que las descargas ilegales no dañan a la industria discográfica. Siendo precisos, en realidad no se sabe qué efecto tienen; si bien, en caso de ser negativo, no es suficiente para explicar más del 25% del descenso en los beneficios del sector. Pocos días antes, la IFPI anunciaba que los ingresos de la industria habían crecido por primera vez en una década. Al margen de lo anecdótico de ese incremento (0.3%), el repunte puede deberse a un cambio en la forma en que se contabilizan los réditos del ramo. Por ejemplo, hoy las reproducciones en YouTube suman con el mismo peso que la venta de un single. Pero dejemos las precisiones econométricas para la gente que escribe papers sobre el tema. Lo indudable es que el estado de la música popular en 2013 se parece poco al de 2003, por no mencionar 1998 o una fecha anterior. La forma clásica de narrar esa metamorfosis, adoptando la digitalización de la música como línea maestra, es de sobra conocida. Puede ser más interesante tomar la baraja de canciones que nos ofrece aquel año y, al azar, extraer de ella unas cuantas postales; reparando en lo que estas nos dicen del presente. Así, antes que una historia paralela, esperamos descubrir algunos guiños y señales que escapan de la narrativa dominante, revelando las claves que nos permiten comprender mejor el tiempo transcurrido desde ese big bang que denominamos boom indie.

Claro que ese es un experimento que se podría ensayar con cualquier otro año (1954, 1980, 2011, etc.). Lo que marca a 2003 como un momento decisivo en su conexión con el presente se encuentra en las curiosas coincidencias que observamos entre los lanzamientos de ese año y los que ahora mismo llegan a la bateas. Parecería que entre ellos hay cierta continuidad, que toca tanto al pop (Justin Timberlake, Beyoncé) como al rock (Thom Yorke de Radiohead, los Strokes, Sigur Ros, YYY). Estos protagonistas repetidos, y otros que aparecen justo a partir de la ruptura que representó 2003 –para la industria musical, nuestras formas de consumir entretenimiento y de construir estéticas–, nos sugieren la existencia de ciclos que se amplifican a lo largo de esta década, en una interacción que describe mucho de lo que sucede en la música pop contemporánea. Más allá de la aleatoriedad o lo casual. De nuevo, sin pretender elaborar un ensayo profundo sobre el tema, comenzamos este repaso por media docena de canciones lanzadas en (o cerca de) 2003, que esperamos estimulen nuestra imaginación y nos ayuden a evocar lo que estaba pasando en la música popular hace más o menos diez años.


Por varias décadas, y hasta no hace demasiado, salir en la portada de la “Rolling Stone” representaba la bienvenida a las ligas mayores del rock. Es cierto que en los últimos tiempos la tapa de la revista, dedicada más a celebridades y políticos, se ha devaluado; pero no por ello deja de ser llamativo que la relación de este medio y el rock contemporáneo esté marcada por una omisión. A pesar de estar activa desde 2004, la que puede ser la banda indie más grande del mundo, jamás ha ocupado esa portada. No es que los canadienses tengan un perfil bajo, pues en 2011 ganaron el Grammy a mejor disco del año –no te puedes poner más mainstream que eso–, telonearon a U2 en 2006 y mantienen un consenso crítico que se extiende desde el “New Yorker” a “Mojo”. A REM, otra banda paradigmática en la transición del indie a la masividad, le tomó menos de 5 años conquistar la portada de esa misma publicación. Incluso revistas más cercanas al canon alternativo como “Spin” tardaron en reaccionar, ofreciéndole a Arcade Fire su portada recién en 2010. Esa fue la reacción generalizada de la prensa musical ante un fenómeno que no sabía cómo entender. Si algún medio se jugó al promocionar temprano a los de Montreal, este fue Pitchfork. Sin discutir la inocencia o imparcialidad del webzine que amamos odiar, su papel en la explosión de Arcade Fire fue esencial. Ya antes había promocionado a otras bandas indie, lanzando al estrellato al menos a Broken Social Scene, pero sólo con Arcade Fire consiguieron tocar segmentos tan amplios y alejados del rock indie. No pocas veces he escuchado alguna canción de “The Suburbs” mientras hago cola en el supermercado, algo que no pasa con otras bandas con un disco “Best New Music”.

En esa ambivalencia, en la combinación de los modos DIY y la capacidad masiva que exhibe Arcade Fire, se materializan las tensiones creativas que emergieron en el indie a partir de 2003. La diferencia está en que este boom no traspasó los estandartes independientes a majors, como pasó en 1991 con “Nevermind”; en cambio, potenció un consumo centrado en nichos que no se comunican entre sí. El disco más vendido de 2011 fue el de Adele, que publica con XL Records, una casa indie, pero es poco probable que los fans de Grimes, una de las sensaciones del año pasado, hayan escuchado alguna canción de la británica... y viceversa. Lo mismo pasa entre los públicos de The Black Keys y Death Grips, y eso que estos artistas se mueven más o menos en la misma órbita indie –no es raro verlos en el cartel de un mismo festival, por decir algo. Esa desconexión era imposible en los noventas, en los que un fan del rock alternativo no podía ignorar a Pavement si le gustaban los Breeders. Volviendo al asunto de los festivales, tanto los de Stockton como el grupo de las hermanas Deal integraron el cartel del Lollapalooza a mediados de los noventa. Es cierto que en años recientes el menú que ofrecen eventos como Coachella o el Primavera Sound se aproximan a una densidad más pantagruélica que totalizadora, pero la diferencia está en que en los días del boom alternativo un importante porcentaje del público asistía al Lollapalooza enfocado en tres o cuanto cabezas de cartel más o menos homogéneos (Sonic Youth, Hole, Beck y Red Hot Chili Peppers, por decir algo); ahora resulta poco verosímil que el mismo público enganche en el Lolla de 2013 a The Lumineers, DIIV y Thievery Corporation. Diferencias de estilo al margen, se puede notar una transición desde un tejido común hacia una red de microescenas vagamente cubiertas por el paraguas de lo independiente.

En lo que hace a las formas que tenemos de consumir el indie actual, el crecimiento de sus bandas más representativas desembocó en dos formas de experimentar la escena: siguiendo a los grupos cool del día (en algo muy parecido a una moda), o manteniéndose cerca de las bandas de la primera oleada indie. El resultado de esta dualidad es la consagración del indie como música de masas juveniles. De acuerdo, Foster the People tendrá siempre más tirón popular que Deerhunter, pero ambas funcionan al tope de su capacidad de convocatoria. Aunque tal vez haga falta distinguir entre una música (mainstream) con ciertas inflexiones prestadas de lo indie, y otra que se guía por la independencia como código ético. E incluso se podría perfilar una suerte de oficialidad dentro del mismo indie. Como fuera, con ayuda de las nuevas tecnologías, se ha purgado el elemento underground del género. Hay que recordar que las bandas indie originales flotaban más cerca de la estética de Sebadoh que de la de Beach House. Su realidad la marcaban las giras sin roadies, en vagonetas destartaladas y tocando en salas ruinosas; nada que ver con los megafestivales corporativos de hoy, las carreras paralelas como modelos de ropa o los vídeos con actores de renombre. Todo esto comenzó a cambiar en 2003. Por algo la presentación en sociedad de Arcade Fire fue en un evento llamado “Fashion Rocks”, con David Bowie de invitado y Alexander McQueen entre el público. Y esto no significa que Arcade Fire vaya a ser tan conocida como U2, Depeche Mode o Radiohead, bandas en su momento surgidas de escenas muy específicas. Aunque este proceso de desconexión funciona en ambos sentidos. Sin ir muy lejos, el otro día un fan del indie de tendencias, comentando las bandas que esperaba ver en el Primavera Sound, se refirió a Fiona Apple como “la nueva Regina Spektor”. Y no estaba siendo irónico. ¿Se imaginan a un fan del alternativo definiendo a Sonic Youth como “los nuevos Nirvana”?


domingo, septiembre 05, 2010

Canciones de la primera década después del futuro

Ese glorioso saxo artificial, el terciopelo de los coros armonizados por androides, la textura lustrosa y sensual de los sintetizadores… el soft rock debe ser la música de alcoba favorita de las computadoras. Si es verdad que la tecnología se ha inmiscuido en nuestras vidas tanto que incluso ha cambiado la forma en que funciona nuestro cerebro, no debería sorprendernos que ese tipo de música se esté convirtiendo también en nuestra favorita. Todavía no nos hemos transformado en los hipsters retro-robóticos de “I’m here” (Spike Jonze, 2010), pero nos encontramos en un punto en el que nuestro futuro parece decidirse según se mantenga el internet como un espacio público o no. Seguro que es patético para la generación que se suponía que en 2001 ya tenía que haber conquistado las estrellas, pero la verdad es que la guerra por el control de nuestro futuro la perdimos hace tiempo. Pero mientras ese problema puede interesarle a los teóricos de la sociedad post-digital, aquí nos preocupa cómo están reaccionando las expresiones artísticas a estos cambios. Nos encontramos en un momento curioso, pues todavía tenemos artistas enraizados en tradiciones expresivas que podrían considerarse en la pre-historia de las expresiones hoy hegemónicas (en la medida en que todavía se puede hablar de “hegemonías”), y la obra que estos artistas continúan produciendo no puede considerarse irrelevante. En días en los que se ha re-establecido el gusto cuasi masivo por los sonidos sintéticos, infrareales de las baladas de los ochenta, es en el diálogo entre ambas expresiones –el rock clásico y el indie soft, digamos– donde se originará la música que, podemos suponer, se escuchará diez años después del futuro.

La relación entre la música y la tecnología ha sido permanente y simbiótica desde la invención de los mecanismos de registro sonoro, lo que evidentemente no ha cambiado hoy. Para tratarse de una banda de explícito discurso retro y actitud suburbanita, Arcade Fire ha demostrado notable astucia en el uso de la tecnología como cómplice de su arte. Sea organizando un webcast de su concierto en el Madison Square Garden o lanzando un hipertecnológico vídeo para “We used to wait”, lo que más sorprendió en su consagratorio “The Suburbs” (2010) fue la inclusión de toques electrónicos en su sonido rockocó de estadio, gracias a la admitida influencia Depeche Modeistca de ciertas secuencias y texturas. Naturalmente, su éxito no se explica ni por su instinto tecnológico ni por su abrazo de los sonidos sintéticos –aunque esa actitud señala que hasta las bandas más alejadas de ese espectro no dudan en apropiarse de tales matices. Ejemplificando esa apertura por los modos dance, techno y balearic, encontramos el pop bailable de Delorean, las texturas experimentales de Flying Lotus, Emeralds o Oneohtrix Point Never, la onda global kitsch de M.I.A... artistas que en toda su heterogeneidad comparten una carga genética retro-electrónica que encuentra sus referentes en la ingenua, artificial libertad de los sintetizadores ochenteros. Esto puede no parecer novedoso para los bolivianos, que seguimos escuchando hits de eurodisco en boliches locales como si todavía fuese 1992, pero sin duda llama la atención que suceda dentro de una escena que incluso en su faceta bailable se preciaba de la angularidad –sirvan de ejemplo The Rapture, LCD Soundsystem o Franz Ferdinand. ¿Desde cuándo una producción abiertamente sintética, barnizada de una perfección artificial, se convirtió en parte “legítima” del rock?, ¿Qué diablos pasó para que suave –sí, como en soft rock– pudiese ser una palabra que no incomodara al aplicarse al rock independiente?


Con la aparición de Michael McDonald en “While you wait for the others” de Grizzly Bear como señal profética, el modelo en el que bandas como Gayngs, The XX o Ariel Pink’s Haunted Graffiti se miran parece ser el soft rock de 10cc (“I’m not in love”), Hall & Oates (“One on one”), Gerry Rafferty (“Baker street”) o “I keep forgetting” del mismísimo McDonald. Y no hablamos exclusivamente de las armonías melifluas, del tempo inferior a los 70 bpm, ese inconfundible groove MIDI o los sintetizadores trabajando como un coro etereo-cursi, se trata de una estética que se encarna a plenitud en “Before Today” de Ariel Pink -además uno de los discos más celebrados de este año. Si los Gayngs ofrecen un soft rock post Animal Collective (“Cry”, “Spanish platinum”), Ariel Pink inventa un anárquico supermercado de pop asentado en los ochenta. Y es que detrás de la excentricidad boho y la pose lo-fi, “Round and Round”, “Beverly kills”, “Can’t hear my eyes” son temas pop dignos de Kenny Loggins; vínculo que va más allá de lo estilístico, materializándose en una filosofía tan naif como honesta, que prefiere regresar al momento en el que lo sintético todavía no podía imitar la realidad como hoy (¿es realmente posible distinguir una marimba, batería o una guitarra real de una “tocada” usando una computadora?), obteniendo una contradictoria pátina de autenticidad gracias al coctel de clichés infrareales con el que los músicos y productores ochenteros pensaban estar listos para suplantar la realidad. ¿Escapismo? Sin duda. ¿Revisionismo como sucedáneo de capacidad inventiva? Más o menos, pero… ¿no hicieron lo mismo –apelando a la “crudeza” del rock setentero, del garage rock, del post-punk, del folk– bandas como los Strokes, Yeah Yeah Yeahs, Sufjan Stevens, Devendra Banhart o los mismos Radiohead pre “In Rainbows”? Pues de ser así, bienvenidos al eje creativo de la primera década después del futuro: el revival soft.

Claro, el reduccionismo es la mejor forma de verificar hipótesis tendenciosas. ¿Dónde quedan, con este reposicionamiento, los músicos enraizados en estilos propios del canon boomer o incluso más "tradicionales"? Durante la década pasada y sostenidos por el ludismo que los emparentaba con el boom indie, músicos surgidos en los sesenta y setenta consiguieron acoplarse al movimiento e incluso revitalizar su carrera; ahora, contra lo que podría suponerse, tampoco se han quedado a contramano. La sorpresa se da al ver qué músicos han sido los que apostaron por reinventarse en el modelo Cash-Rubin: Tom Jones y John Mellencamp. El primero, una lagartija lounge que solía gustarle a nuestras abuelas cuando ellas tenían nuestra edad, aterrizó en Island Records y se sacó de la manga un disco de spirituals y temas tradicionales del blues yanqui, grabados con escasísima producción y confiando en que las dotes interpretativas de Jones estarían al nivel de su conocida faceta de performer. Y lo estaban, como “Praise & Blame” lo confirma, evitando caer en obviedades sensibleras (pecado que Cash no siempre eludió) y manteniendo un registro soul que nos hace preguntarnos por qué no lo había perseguido antes el otoñal crooner galés. El caso de Mellencamp es igual de sorprendente, transformando su rock populista en un folk acústico que resalta tanto sus dotes compositivas (¡John Cougar es un gran narrador, quién lo habría dicho!) como su voz añeja y potente. Producido por el genial T-Bone Burnett, “No better than this” es parte de un ambicioso proyecto de reinvención artística, que con “On the rural route 7609” encontró a Mellencamp deconstruyéndose como autor mientras estudiaba las fuentes de la tradición musical norteamericana, emprendiendo luego una peregrinación por los santuarios de la música americana (los estudios Sun, los lugares donde grabó Robert Johnson) y otros sitios de fuerte carga histórica para los Estados Unidos (la primera iglesia afroamericana en Savannah), para empaparse de su energía y –en lo posible– grabar allí; trabajo que converge en “No better than this” casi tan bien como “Good as I been to you” condujo a “Time out of mind”.

Se podría decir pues, a la espera de los nuevos discos de Steve Earle y Neil Young, que el rock clásico apuesta también por regresar al punto de tensión tecnológica que lo originó. Si hoy el rock indie se vuelca al pop sintético, que en principio catalizó la reacción del underground ochentero (y de ahí a Nirvana y el boom digital hay pocos pasos), el rock clásico regresa al momento en el que todavía existía cierta reticencia a la grabación magnetofónica, a la amplificación eléctrica, a la inclusión de “negros y campesinos” en la industria musical. Claro que eso no quiere decir que no haya ramificaciones interesantes, que no se ajustan a este modus operandi, dentro del rock. “The Monitor” de Titus Andronicus es lo más cercano a un opus de rock clásico, grandilocuente y Springsteeniano que encontraremos hoy, con “High Violet” de The National clasificando como cercano contendiente. Avi Buffalo, Best Coast y Wavves siguen insinuando las posibilidades de un revival lo-fi guitarrero, mientras el exceso prodigioso de “The ArchAndroid” de Janelle Monáe casi desfalca a “Have one on me” como descomunal obra de pop a cargo de una vocalista femenina. De hecho, con un disco de Deerhunter a días de caer, cualquier predicción o conjetura sobre el futuro de la música post-digital puede caducar antes de alcanzar difusión. Nos queda, pues, el remedio de la paciencia.

Puestos a encontrar evidencia, hasta la versión “800% más lenta” de Justin Bieber pasa como un nugget de indie soft. Tampoco es que sus cultores hayan inventado mucho, pues rescatar texturas descaradamente artificiales es algo que ya hizo el hyperdub, las bandas hipnagógicas y hasta el sonido retro chic de Stereolab. El revisionismo, al final de cuentas y como vimos con los casos de Mellencamp y Jones, tampoco es potestad de los artistas post-digitales. Pero lo que nos interesa es la motivación detrás de ese deseo de volver la mirada al pasado como reacción a un momento de transformación tecnológica. No hace falta creerle a Eric Schmidt cuando dice que toda nuestra información personal está tan disponible en internet que pronto tendremos que cambiarnos de nombre para huir de ella; es incuestionable que la realidad es hoy construcción muy compleja, en la que lo virtual (y lo artificial) tienen tanto valor como aquellas certezas con las que crecieron nuestros ancestros. Eso ha cambiado la forma en que percibimos la música, con un impacto mayor al que evidentemente ha tenido en su comercialización, casi tan grande como el experimentado con la invención de la radio o de los métodos de registro sonoro. Ese es un futuro más avanzado y desconcertante que el que la ciencia ficción imaginó para el lejano año 2000. Mientras se solapen las generaciones y sus formas expresivas, tendremos distintas formas de enfrentar esas tensiones, de transmitirlas en nuestra música. El revisionismo folk o soft rock es una opción. Y parece que así serán las cosas hasta que, como dice Win Butler en “The Suburbs”, caigan todas las casas que construyeron en los setenta. Mientras eso no pase (o el mundo se termine el 2012), la música del futuro seguirá sonando como el pasado cercano.