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En días en los que ser “progresista” es certeza de popularidad y tino, las películas de la temática parecen haberse habilitado como un género aparte, y como tal la alternancia de buenas y malas películas filmadas en su dominio es natural. “Michael Clayton” es la última y más notable adición a una lista que, al tiempo de robustecerse en cantidad, incrementa sus enteros como seria veta exploratoria, merced a películas de excelente factura que se han producido dentro de dichos cánones.
El visionado de “Michael Clayton” invita a una sencilla exclamación: ¡Cómo quisiera ser abogado! Esos mercenarios amorales, campeones de un nuevo orden ético a quienes detestamos tanto como amamos cuando nos urge de su correosa colaboración. Tan glamorosos y coquetones como corresponde a los vicarios de la potestad para determinar, con el mismo guante, los destinos de vulgares mortales y altos señores, son casi los conserjes del mundo –“limpian” las más intimas de nuestras suciedades–, pero comparten con los políticos el éxito que sólo los avales del metal ofrecen. Caballeros de fina estampa con muy bien remunerados “trabajos sucios”. Pero, ¿Cuánto daríamos por ver cómo le “saltan los tornillos” al más malnacido de los querellantes? Y es que eso es algo que no va a pasar nunca. No mientras “el deber” pese más que la conciencia. “Michael Clayton” juega con los anteriores argumentos, y especialmente con esta última posibilidad, elaborando un intenso thriller, que invita a estudiar la moral en un contexto campante de corrupción como el legal/corporativo.
Se sabe que en “Michael Clayton” nos espera el relato
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Un thriller personal antes que “judicial”, nos recuerda a las viejas películas de los setenta –especialmente las de Alan Pakula– por su appeal adulto, su gusto lento y su ritmo hecho para verse pensando, para pensarse mientras se ve, prestando debida atención a los relieves discursivos. Con ese mismo aire de cine negro de segunda generación (el perteneciente a la eclosión urbano-revisionista de tal escuela, ocurrida justamente en los setenta), el debutante director Tony Gilroy sobrevuela un guión potente, balanceado entre desarrollo de historia y personajes, entre la narración meticulosa de la historia principal y la extensión de subtramas complementarias. Además del excepcional guión, una riquísima fotografía (muy cuidada en su sobriedad) y unas excelentes actuaciones redondean la película.
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Pareja y eficiente, una invitación a meditar sobre la moral y los trade-offs a los que nos someten las convenciones sociales, laborales y familiares; “Michael Clayton” se acerca más a “Mille Milliards de Dollars” que a “A Civil Action”, a la madurez introspectiva de “The Insider” que a la altisonancia de “Erin Brokovich”. Por ello se mantiene poco formulaica dentro de un armazón clásico, que jamás compromete por sus defectos, ni se permite transformarse en una melaza discursiva de difícil digestión. Y aunque arranca la carrera por el Oscar a Mejor Película sin posibilidades, como sucedió con la endeble “Crash” hace un par de años, no vaya a sorprender que, en un año en el que los dados y la politología yanki dan por posible a Barack Obama, las perspectivas de “Michael Clayton” sumen, invitando a tomarla muy en serio como probable sorpresa de la gala, sin ser la más fuerte de las que esta noche aguardan el veredicto.
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