lunes, febrero 04, 2008

El Espectrómetro Engolosinado

No es que nos hayamos ensañado con ésta producción del año pasado, sino que, ante la escasez de estrenos nacionales nos animamos a revisar el último film de Antonio Eguino, relanzado en DVD hace algunos meses e ¿inexplicablemente? postulado a los ya cercanos premios Oscar por nuestro país (ni por si acaso fue nominada, obviamente). Por ello, y como hablar de cine nacional nunca viene mal, aprovechamos estas líneas para recordar, ojala con nuevas ideas y ofreciendo la frescura debida para una revisita tan pronta, la ya mencionada película.


“Los Andes No Creen en Dios” sería un libro de postales perfecto. Pedirle más que eso, incluso que funcione como una fotonovela medianamente decente, ya sería demasiado. La película acabaría tropezando con sus propias limitaciones tarde o temprano pues un despliegue de producción tan ambicioso no alcanza para hacer una gran película. El eye candy, como llaman los yankis al deleite visual puro y gratuito, lamentablemente no sirve para sostener la narrativa cinematográfica, que encuentra su completitud en el roce del lenguaje audiovisual y el de la textualidad literaria, con todas sus aristas creativas. No hay otra forma de hacerlo si lo que se espera lograr es una película redonda y robusta. Probemos poniendo a un sordomudo a cantar scat, si persisten las dudas.

La última película de Antonio Eguino, en cambio parece entrampada en la complicada tarea de conjugar una exhibición capaz de justificar tan dilatado y costoso proceso de producción, con la demandante construcción que se requiere para ofrecer una película sólida, interesante y –ojalá– atractiva en múltiples planos de lectura. Este último nivel de resolución permanece tristemente infrecuente en nuestra cosecha cinematográfica, valga recordar.

Lo que “Los Andes no creen en Dios” ofrece es un retrato perniciosamente fiel y cauteloso, sus personajes tienen buena facha, el escudo de Bolivia en los costales de la Aduana es un lujo de rigor historiográfico, el ferrocarril asaltado una concesión que ya quisiéramos operativa en nuestros días, etc. Es justamente la producción (que no tiene nada que envidiar a esas “otras” películas que se lanzan a lomo de millones de dólares y desde el norte), la mayor fortaleza de este film. A ello debemos sumarle una fotografía muy bien hecha, como un trabajo en la cinematografía por lo menos definido en su identidad y apreciablemente solvente.

Eguino sigue empleando encuadres cortos, es talvez su estilo, lo que no es malo en absoluto; más cuando en esta película se permite ofrecernos unas tomas del tren atravesando los campos preciosamente bien puestas, o le otorga un brillo campechano y acogedor a esa suerte de “Rincón Cochabambino” donde habita la chola Claudina, o aplasta al espectador con la fuerza de la mina en unas escenas filmadas en locación, por mencionar un puñado de notables momentos que salpican un medido trabajo del director, muy poco dado a los riesgos en ese campo. Pero volvemos al problema principal. ¿Qué sucede si mientras observamos el colorido del baile –en una Uyuni con microclimas propios de una ciudad valluna de post-invierno nuclear– el personaje principal excusa su impericia para el canto y el baile como consecuencia de su entrega como escritor de “odas al amor”, con la credibilidad de un muñeco de esos que hablan cuando les aprietas la panza? Efectivamente, hay que temer lo peor.

Ya que hablamos de los personajes, debemos quejarnos de un manejo algo inapropiado de los mismos, pues los personajes teóricamente principales terminan atrapados en el rol de nexos entre demasiadas historias, que cumplen su amenaza y ocasionan la dispersión de las líneas narrativas. Esto no es algo que un director experimentado como Eguino no pueda manejar, pero sí le cuesta al “bartleby–ingeniero en literatura–afrancesado sucrense” de Alfonso Claro (que encarna Diego Bertie), el rol protagónico, y abre un boquete narrativo que termina de hundir al endeble guión, desperdigado entre un afán coral y en la historia, nunca bien puesta y menos cuajada, de Claro.

Justamente Bertie, ya hablando de su desempeño actoral, termina de confirmar las sospechas que dejó plantadas con “El Atraco”. He visto muy pocas películas suyas, pero sus dos intervenciones estelares en nuestro cine, han sido perfectamente idénticas. El policía justo y el refinado minero podrían intercambiar papeles, manierismos y demás características, entre ellos, y Bertie no soltaría ni medio pelo de su casquete engominado a la vieja usanza. Pero no, no solamente podrían intercambiarse entre ellos dos, sino con cualquier otro personaje de Steven Seagal, de Russell Crowe (en sus más limitados roles, al menos) o de cualquier otro galán con expresión de granito que se desee. No quiero afirmar que parece que Bertie se alimenta con cartón y engrudo, pero simplemente no convence en el papel de (¿heterónimo ficcionalizado?) de Costa Du Rels, que daba para mucho más y demandaba una sensibilidad distinta en su interpretación.

Otro de los personajes de lo que podría verse como una “trinidad principal” es el que corresponde a Milton Cortez, en el cochabambino rol de Joaquín. No podemos ser tan drásticos con la interpretación de este actor, que hace de su parte casi todo lo que se puede hacer de ella. Claro que “acusa” sus pecados de formación con demasiada facilidad, aunque no sería justo descargarnos en su contra como si de la peor actuación del siglo se tratase. En honor a la verdad, no es ni la peor actuación en esta película, que varias bastante pobres tiene. Otro rubro es el de la canción que le toca “asesinar” en el papel y esta vez adjudicándose toda la culpa. La vil forma en la que Cortez destroza la cueca La Cantarina, que en manos de su autor Willy Claure es sencillamente muy superior, resulta casi en un acto criminal. No entiendo porque se incluyó ese material, digno de un videoclip barato y de pésimo gusto, en medio de la película, cuando es totalmente prescindible.

Con el tercer vértice de esta geometría de personajes (no lo había pensado como triángulo amoroso, pero también lo es) nos encontramos a la “Misk’isimi”, la Claudina, encargada a la supuestamente exitosa –en una invisible y ultramarina carrera– Carla Ortiz. Un error imperdonable y tristemente fatal para el destino de la película. Ortiz demuestra ser una pésima elección para el papel y no convence o agrada ni siquiera como voluptuosa criolla. Cada vez que aparecía en pantalla era como empezar a introducirnos en un agujero negro, no cabría imaginar un personaje más fuera de lugar que el construido por Ortiz. Entre el pésimo desarrollo del personaje y la triste actuación –grado “Canal de las Estrellas”– de la Ortiz, el papel de la Misk’isimi termina como un incordio largo y tedioso. Y no es sólo que sea fea (Carla Ortiz me parece particularmente poco atractiva, mucho más en este papel. Hablando de sobreestimación y estrategias de Marketing.), pues Patti Smith –peculiarmente poco agraciada, hasta varonilmente tosca– es una de mis favoritas personales, con lo que se contradice la hipótesis del desagrado por falta de atractivo; pero es justamente aquello que prueba que por atractivo físico solamente funciona Hollywood, y que cuando se necesita una actriz de quilates, es mejor no empezar a buscar guiados por la posibilidad de adornar posters o cosas peores.

Los otros papeles van y vienen demasiado rápido para poder analizarlos con detalle. Salvo Genaro, un cateador que se anunció como místico de la mina, pero que pareció desaprovechar un muy fuerte prospecto de personaje al ser tremendamente sub-utilizado, aunque la actuación de Jorge Ortiz no desentone con lo que ha hecho en toda su vida, como ya se dijo anteriormente. El papel de la “mamá grande” chilena, aunque con un “pasado oscuro” que de simplón y falsamente misterioso cae en lo ridículo, también merece una actuación correcta y la consigue sin mayores problemas. Los demás personajes pasan demasiado rápido, ya se ha dicho; aunque los segundos de cámara de las viejas beatas y el cura sean tan dolorosamente pésimos que consiguen hacerse notar, y tristemente por lo malos que son.

La historia no es en sí mala. Hasta podemos decir que la forma en que se arma la misma es la adecuada, aunque si observamos las sub-tramas como historias independientes es fácil percatarse que están pésimamente resueltas, una constante falla en el trabajo de Eguino. Por ejemplo, y volviendo a la película de la que hablamos, solamente sabemos –o se nos sugiere vagamente– cuál ha sido el destino de Claros y Joaquín veinte años después de los eventos narrados; pero los otros personajes quedan simplemente colgados, a pesar de que su concurso es, en un determinado momento de la película, muy relevante.

Otro eje que vale la pena discutir es el temático. Antonio Eguino se ha hecho en nuestro cine algo así como un cronista histórico de excepción, pero sigue sufriendo en la dirección de actores y encima trabajando con guiones proverbialmente malos, como el de esta película. Y no me refiero a los acentos de los actores y su adecuación –algo menos que una exquisitez, si se me permite– sino a una construcción discursiva absolutamente risible. Y si es que estas cosas suenan tan mal en el papel, en la pantalla lo harán incluso peor. Salvo que seas Shakespeare o un anacrónico discípulo del Siglo de Oro, la regla general para escribir diálogos cinematográficos digeribles debería ser: “Si te lo dijeran, ¿Te reirías?” o “¿Se lo dirías así a tu vecino?”. La tiesa contorsión de los actores al espetar semejantes parlamentos, cuesta la película.

Pero esto que parecería una pequeñez es más bien un síntoma menor de un problema más grande, pero muy comprensible. Eguino es el mejor director de cine clásico todavía activo en nuestro país. Con “cine clásico” nos referimos no al cine que se hacía hace más de un siglo atrás, sino a uno que se maneja dentro de una intersubjetividad muy diferente, a otro contexto. Hoy los lenguajes son infinitamente distintos, la noción de la textualidad cinematográfica es otra. Hay nuevas voces y nuevos ámbitos en predominio, y dentro de nuestro cine comienzan a imponerse. Agazzi los usó ya, Bellot y Boulocq –entre otros- nacieron con ellos, Sanjinés y Loazy lo intentaron también hace unos años con los resultados observados. No se trata de un salto que se deba tomar a riesgo de, de no hacerlo, extinguirse. Robert Altman nunca abandonó su dominio y estilo, sus esquemas y referencias narrativo-técnico-conceptuales; no es malo mantenerse dentro de tales líneas maestras, pero esto es algo que, como público, hay que tener muy presente al ir al cine.

“Los Andes no creen en Dios”, aunque mucho se lo ha sugerido, está también lejos de ser un western. Al menos un western rescatable. A quién se le haya ocurrido semejante idea deberá saber que es una mentira tan grande como afirmar que “¿Quién mató a la llamita blanca?” era un road movie. Es que esto de los géneros y estilos, además de una limitante absurda, es una doble trampa; y tratar de entender las fórmulas solamente por el papelito que las envuelve, es un error craso. Para poder comprender y emplear estos modelos hay que estudiarlos a fondo. ¿O es que por saber aplicar eso de “E=mc2” ya estamos haciendo física cuántica?

Hasta aquí nos extendimos con este nuevo comentario sobre “Los Andes no creen en Dios”, producción de Antonio Eguino muy largamente esperada y que nos llegó con unas credenciales entre contradictorias y positivas. Recomendable para el engolosinamiento visual –salvo unas climáticas escenas tan mal resueltas que sospechamos ya estaba escaseando el presupuesto– el film nos ofrece una cinematografía pulcra y atrapante. Hay que tener el ojo despierto al detalle para no perderse los elementos que abundan en los muy logrados campos de la producción, ambientación, vestuario, etc. Esas son las virtudes que suma esta obra. No pocas, pero tampoco suficientes.

Un guión famélico y unas actuaciones de regular para abajo, con las excepciones ya apuntadas, traicionan definitivamente las intenciones de Eguino. Que el director bien pudo tomar más riesgos en la historia es muy cierto –hasta “El Atraco” era más polémica– pero debemos preguntarnos hasta qué punto esto es realmente necesario y no la proyección en celuloide de unas urgencias sociopolíticas mal resueltas. En fin, algo más de mordiente no le habría venido nada mal.

Finalmente, tenemos en “Los Andes no creen en Dios” una notable recreación artística de una época ya muy distante. Esta es ahí muy fuerte, como en la reputación de su director, el único realizador nacional que ha sabido confrontar la memoria histórica con el tesón necesario para no palidecer en el camino. Pero el pésimo guión, una historia minimizada en su atractivo original, las tristes actuaciones y la falta de una contextura narrativa declarada y conclusiva, eliminan las posibilidades de que esta sea más que una película que no aburre. Si le interesan las películas de época, regrese a las asiáticas. Para conocer a Costa Du Rels o la corriente costumbrista, refiérase a sus libros. La montaña, por suerte, sigue y seguirá ahí.

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