domingo, junio 24, 2007

Dieguitos y Lioneles

Siempre han existido jugadores considerados, ya sea por su prodigiosa visión del campo, o por demostrar la hermosura estética del juego (¡la revuelta en una baldosa!), como genios en el campo de juego, cautivando a un público que se rinde a los pies del nuevo astro, lo llama ídolo, comparándolo con jugadores del presente y pasado, prediciendo su futuro y adquiriendo todo su merchandising, para sentirse más identificados con el “genio”, para tener una reliquia de su santo de pantalones cortos, para rozar los despojos de la divinidad siquiera con una camiseta autografiada. Clin, clin, suena la máquina del dinero.

Este ciclo comenzó, es evidente, con la profesionalización del fútbol, que enmascaró su mercantilización. El negocio lo demanda. Recostruyamos mitologías paganas en 90 minutos. Todos los años resalta un crack, que de repente está en todas partes, juega en las mejores ligas, es capitán del equipo y generalmente lleva la camiseta número diez. Y, por supuesto, se transforma en la locomotora del dinero para la temporada, y el corral ya está trancado.

Hasta aquí no hemos dicho nada nuevo, pero, al analizar la relación entre Maradona y Lionel Messi encontramos lo que no suele verse en otras historias de estrellato mediático. La búsqueda de similitudes entre los dos argentinos últimamente abandonó los límites de la cordura, cuando la perpetua comparación llegó al paroxismo, al convertir Messi su propia versión de la mano de dios, el gol con la mano de Maradona, destando iras y ardores populares de manera totalmente impensada.

Se comenzó a comparar a Messi con el astro de Villa Fiorito antes del 2001, cuando los diarios catalanes se jactaban de que el nuevo emperador del fútbol militaba en las inferiores de uno de sus clubes, era argentino y jugaba como los dioses. Luego vino el salto a primera división, la gloria del mundial sub-20 y el momento de la epifanía en el Joan Gamper 2005. En la cresta de la ola el mismo Maradona afirmaba que Messi era su sucesor. Así se completaba la teofanía. El “d10s” designaba al “Messi-as”.

Junto con la creciente admiración que recibía Messi, la carga de “ser” el próximo “salvador de la patria futbolera argentina” se ponía demasiado pesada para un muchacho de poco más de 18 años. Ahí vino la expulsión a los 45 segundos de su debut con la selección albiceleste, o el marasmo de Alemania 2006, en complicidad con un alicaido Pekerman (¿Abrham de esta "Historia Sagrada"?). “Leo”, iba quedando claro, demostraba las mismas ambivalencias que su mentor espiritual, “el Diego”.

A mediados de marzo de este año, volviendo a las canchas luego de una grave lesión, Messi entraba en la convocatoria del Barcelona en un partido contra el Getafe. Leo, en un nuevo milagro, se mandó esa noche una genial jugada, que terminó con un espléndido gol. Lo extraño era que esta jugada resultó idéntica al Gol Del Siglo, que convirtió Maradona a los ingleses en el Mundial de México ‘86. El mundo quedo atónito. ¿Acaso la profecía se cumplía? ¿Era Messi el nuevo Maradona? ¿O es que él imitó el gol del Diego porque se encuentra en la obligación de ser el nuevo diez, a como de lugar?

Algo sin duda interesante es que esta historia de Messi y Maradona se puede ver como el reflejo de la novella de ciencia ficción Behold The Man (1969) de Michael Moorcock, que releo en estos días. En esta obra Moorcock relata la historia de Kurt Glogauer, una persona un tanto desequilibrada que decide crear una máquina del tiempo para viajar hasta la época de Jesús y conocerlo, buscando “corroborar” su ateísmo. Como todo ateo es un científico hasta que se pruebe lo contrario, Glogauer consigue transportarse a Nazareth del siglo primero sin problemas.

Luego de un largo periplo Glogauer se encuentra finalmente con Jesús, José y María. Desafortunadamente estos no eran lo que él esperaba. María era una “mujer fácil”, José un viejo decrépito y Jesús un retardado que sólo repetía la palabra Jesús. Al no querer aceptar la realidad que tenía frente a sus ojos, Glogauer decide hacer “lo que hizo Jesús”, asumiendo su rol: relataba parábolas, “sanaba” a las personas utilizando trucos psicológicos, hacía creer que multiplicaba la comida – en un milagro evidentemente Jungiano – y así cumplía con un bíblicamente extenso etc. de actividades mesiánicas, recordadas de sus infantiles clases de catecismo. El punto máximo de la imitación llega cuando Glogauer paga a Judas para que lo traicione y así poder él pasar por lo mismo que pasó Jesús, hasta el final. La historia debía completarse. No hará falta decribir la excitación carnal que Glogauer siente al paladear su destino final, mesiánico. La mujer que había dejado atrás - en el futuro Siglo XX - como psicologa se lo había diagnósticado, Kurt tenía demasiadas fijaciones mesiánicas para quedar tranquilo admitiendo que no hubo mesias. Ya en la cruz, las últimas palabras de Glogauer retumban en la conciencia de todos: I’ts a lie…I’ts a lie…It’s a lie.

¿A qué viene todo esto? El último gol de Messi -con la mano- ante el RCD Espanyol demuestra que Lionel sigue a la perfección el plan de imitar las jugadas y goles del Diego, a voluntad o no. Las copias idénticas de El gol del siglo y La mano de dios no solamente evidencian la habilidad futbolística del argentino (rival de la prometéica destreza maradoniana), sino que reafirman el deseo de Messi por meterse del todo en el esquema maradoniano, con los bemoles que ello ha de implicar. Pero ¿Es Messi el que ansía copiar "a la perfección" al Diego?, ¿Benchmarking de estaturas legendaria?, ¿Está proyectando las fantasías de los amantes futboleros?, ¿Hace lo que Glogauer en la novela de Moorcock?, ¿Es consciente de ello?.

Tenemos razones para responder afirmativamente la última pregunta. Maradona ha asumido en años recientes la postura de "dios autoconsciente de su divina naturaleza". Sus socarronas y soberbias explicaciones de “La mano de dios” así lo prueban, lo mismo que la chabacanamente autoglorificante "Hora del 10". Messi podría estar entrnado en esa dinámica, jugando con la idea de ser el heredero del Reino de los Cielos peloteros, ciñéndose una corona que ni siquiera el infantil Maradona acertó a descartar, cuando multitudes de fanáticos del Argentinos Jr. (su club por entonces) clamaban por su convocatoria al seleccionado argentino del 78, a la postre campeón. Con Messi en 2006 ha sucedido algo parecido, mas el destino ha marcado ahí una divergencia, coincidente al final de cuentas con el hecho de que Maradona haya militado en el ínfimo, campechano y davidesco Napoli, Leo se prendió a los tobillos de Ronaldinho y encandiló desde el heculeo Barcelona. No toda copia es perfecta.

Si sospechamos afanes perfectamente calculados en Messi y Maradona, el público no se ha mostrado menos ambiguo. Si algunos pusieron la primera mano de dios en el lugar de una reivindicación geopolítica, a la luz de una frescas Malvinas, la mano de Messi ha sido muy criticada. Incluso muchos, ¿siguiendo el juego inconscientemente?, le han puesto a la jugada el mote de “La mano del Diablo”. En tanto, Messi no se pronuncia, y continua entrando al mismo vestuario que hace algunos años frecuentaba “San Rivaldo” y al que dentro de poco se unirá Thiery Henry.

¿Será Messi el sueño de todos los admiradores maradonianos, reencarnado en otra "pulga atómica"? Nadie le quita el talento, pero ¿estaremos, todos los que alguna vez jugando en una cancha de tierra quisimos mandarnos un “lujo” como lo hacia el Diego, obligando a Messi a repetir los goles maradonianos ad nauseam? Al final de cuentas, puede que el anhelo mesiánico (¡¿Qué clase de apodo es ese de “Messi-as”?!) no sea exclusivo de la fanaticada. Moorcock nos da una pista, nuestra sociedad está tan carenciada de héroes, valores e “ídolos” que ya rifamos títulos de divinidad “al mejor (im)postor”. Claro, el americano escritor es tan osado que rastrea ese afán hasta la Nazareth biblica, nosotros lo vemos ahora, “en cancha”, en el ficticio terreno del "Pay-per-view". No hay gran diferencia.

Imaginemos a Messi, en unos años, sentenciar su carrera, proclamando It’s a lie…It’s a lie, ¿Nos sentimos mejor? Para no tener pesadillas con un Messi que nos reclama por “haberle cortado las piernas”, por tildarlo de ser un burdo imitador del más grande, es mejor que lo dejemos jugar. Eso es lo que importa, hechas las cuentas; pues el fútbol, como el lenguaje, no es más que un caprichoso juego. Nada más que un puto juego de convenciones, relecturas y supuestos convenientes.

Resultaría imposible cambiar la historia. Maradona es y seguirá siendo un genio, un grande con el balón y un “Dios” para muchos (El San Genaro drogadicto, "izquierdista" y porteño). Messi continuará su carrera - esperamos - por mucho tiempo, tal vez a la sombra del grande al que quiso emular (¿o al que quisimos que emule?), consciente o no de nuestra necesidad de alguien que llene ese hueco. Pero, no. Ya basta. En esta historia de imitadores, ídolos paganos y pelotazos, queremos ver al talentoso “Leo” jugando, suelto y milagroso, perfectiblemente humano, y por ello único. ¡Chapeau! por el caño a los mentecatos misticoides, profetas de la gambeta de palabra filuda y entrecejo llano. Por fortuna la respuesta está en las escrituras, ya lo sabemos: La pelota no se mancha, y es palabra del Diego.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Hey, Luis, muy lindo lo que hiciste.
Perfecta intro para este no menos perfecto comentario:

LIONEL MESSI, AUTOR DEL QUIJOTE
Cuando Jorge Luis Borges en 1944 publicó Ficciones, acaso el mejor libro de cuentos de la lengua castellana, incluyó un texto barroco, irónico y sin duda extraordinario que le había dedicado a Silvina Ocampo cinco años antes: Pierre Menard, autor del Quijote. Pocos relatos borgeanos han sido objeto de exégesis más finas y ninguno plantea con mayor sutileza una cuestión tan insólita como deslumbrante. El narrador, que es un pedantísimo confidente epistolar del desaparecido Menard –simbolista tardío, amigo de Valéry, autor de una obra breve y fragmentaria y de un intento desmesurado–, hace el relato y la detallada descripción de la inconcebible empresa que se llevó los máximos esfuerzos y los parciales logros del malogrado poeta de Nimes: escribir El Quijote.
Porque el propósito del oscuro francés Pierre Menard no era traducir ni copiar ni transcribir ni memorizar la obra clásica española; es decir, no quería escribir otro Quijote –“lo que sería fácil”, dice Borges por boca del narrador–, sino escribir el Quijote, el mismo texto: “Producir unas páginas que coincidieran –palabra por palabra y línea por línea– con las de Miguel de Cervantes”. Un propósito “meramente asombroso” en sus propias palabras, para cuyo cumplimiento se impuso en principio un método que, dentro de lo imposible, era relativamente sencillo: ser Cervantes.
Para eso –y ahí deslumbra Borges en la enumeración–, Menard llegó a conocer relativamente bien el español del siglo XVII, recuperó la fe católica, guerreó de memoria contra turcos y moros y consiguió olvidar la historia europea entre 1602 y 1912, entre otras hazañas. Sin embargo, ese camino le pareció excesivamente fácil y lo desechó. Así eligió finalmente la tarea más ardua y la única verdadera: llegar a escribir El Quijote sin tratar de ser en el siglo XX un novelista del XVII, siendo apenas lo –y el– que era, el oscuro Pierre Menard. “Mi empresa no es difícil esencialmente –le confiesa al narrador en una de sus cartas con lógica perturbadora–, me bastaría ser inmortal para llevarla a cabo.”
De toda esa prodigiosa tarea sólo quedan testimonios parciales, ejemplos de lo que pudo haber sido: los capítulos noveno y trigésimo octavo de la primera parte y un fragmento del veintidós. Y eso es todo.
Hasta ahí, Menard. Hasta –o desde– ahí, la soberbia especulación borgeana sobre la propiedad de las ideas y los relatos, la temporalidad reversible, el equívoco sentido que se ilumina hacia atrás y hacia adelante. “Menard (acaso sin quererlo) ha enriquecido mediante una técnica nueva el arte detenido y rudimentario de la lectura: la técnica del anacronismo deliberado y de las atribuciones erróneas”, concluye la indudable voz de Borges con pavorosa ironía.
Recurrir a estos esplendores de la ficción y la inteligencia para referirse a un avatar futbolero puede parecer excesivo o al menos descaminado. Creo poder demostrar que no lo es.
Cuando –ya famosamente– el joven Lionel Messi realizó en el Camp Nou del Barcelona FC, durante el crepúsculo boreal del miércoles 18 de abril, para disfrute y consumo urbi et orbe, la maniobra prolongada en tiempo y espacio que culminó en el segundo gol de su equipo contra el Getafe, hubo consenso unánime e inmediato de que se trataba de un hecho prodigioso y, paradójicamente, comparable: el pibe había hecho un gol igual al de Maradona contra los ingleses en el Mundial ’86.
En estos tiempos de fútbol mecanizado y jugadas preconcebidas con ejecutores obedientes, no es demasiado raro que se vean goles iguales a otros –hay infinidad de casos en que se repiten calcados circunstancias y desempeños–; lo extraordinario del caso es que, precisamente, lo que se veía mágicamente repetido era lo –por definición– irrepetible, lo excepcional: el mejor gol de la historia. El de Messi no era ni mejor ni peor: era, de un modo inquietante, igual. No hizo otro gol parecido ni lo copió ni lo imitó ni lo tradujo: simple, increíblemente, lo hizo otra vez.
Digo que, como Pierre Menard quiso y pudo parcialmente escribir El Quijote, Messi intentó y pudo hacer el gol de Diego. Incluso se puede llegar a suponer o –me atrevo a decirlo– a reconstruir un propósito similar en el precoz, homólogo petiso. Es innegable que, como Pierre Menard, Messi –o el espíritu consciente o no que a través de él se manifiesta– alguna vez concibió la idea de hacer el mismo gol del Diego. Y es evidente que eligió como primera opción, al igual que Pierre Menard, el camino de –en la medida de lo posible– ser Maradona para después hacerlo “desde el Diego”. Por eso es (se hizo) argentino, por eso se mueve allí donde se mueve, por eso ha ido a jugar a Europa en el Barcelona, por eso ha sido campeón mundial juvenil, por eso ha tenido un primer Mundial frustrante.
Lo extraordinario es que en algún momento, y también como Pierre Menard, Messi decidió el camino más difícil, y decidió hacer el gol del Diego sin (esperar) ser Diego: aceleró (literalmente) el trámite, se apuró, no llegó ni a cumplir los años ni a jugar el segundo Mundial ni a enfrentar a Inglaterra y, en una noche cualquiera, hizo el gol del Diego con la certeza y sabiduría desinteresada con que da en el blanco un arquero zen.
(J. Sasturain)