domingo, julio 05, 2009

Si los poetas fueran menos tontos

Había nacido cuando el movimiento (artístico) que debía dominar, desaparecía, y murió antes de comenzar la década en la que –probable y finalmente– su creatividad prolífica, sus rarezas, podrían haber hallado un sistema, herederos, ampliaciones y genuina “comprensión”. Tanto un perpetuo adelantado como una criatura de sus tiempos, Boris Vian es uno de los personajes más fascinantes y definitivos del Siglo XX. Novelista, poeta, dramaturgo, traductor, trompetista, cantante, compositor, crítico de jazz, ingeniero civil, pornógrafo, ejecutivo discográfico, ensayista, periodista, matemático, inventor, actor, libretista, mecánico, patafísico… la genialidad inagotable de este enormísimo francés apenas se desplegó entre 1920 y 1959, 39 años en los que explotó el extremo de su hiperactividad torbellínica, la voracidad de su iconoclasia –ambos hasta su fatal resolución. Al cumplirse cincuenta años de su muerte, prematura aunque predicha, recordamos al príncipe de Saint-German-des-Prés, al creador del Paris cool de la posguerra, al autor de la fascinante "La Espuma de los días", al macabro misógino Vernon Sullivan, al hombre que habitó demasiadas vidas y que nunca quiso morirse; al enigma insondable que fue Boris Vian.

Imposiblemente polifacético, Vian encuentra en su infancia explicaciones a muchas de sus posteriores conductas. Hijo de una familia burguesa, vio cómo la comodidad de su primera infancia era derrumbada por el Crack de 1929, que condenó a su padre –hasta entonces un “bohemio” que no conocía trabajo alguno– a una mundana rutina laboral, y a su familia, a la sensación terrenal únicamente posible en la clase media. También en estos años infantiles fue que Boris Vian enfermó, sucesivamente, de tifoidea y fiebre reumática; problemas éstos que marcarían permanentemente su salud, generándole la afección coronaria que terminó cobrando su vida. Fue, igualmente en su infancia, que descubrió el jazz –gracias a la banda de Duke Ellington– y comenzó a convencerse que el brillante matemático que había sido, iba a terminar doblegado frente a un trompetista dignamente sucesor de Bix Beiderbecke. A partir de ese momento la vida de Vian no sería comprensible sin la música, aún después de avocarse “seriamente” al ejercicio literario.

El amor que desarrolló Vian por el jazz era desbordante. Trompetista excepcional –más por su potencia expresiva que por su virtuosismo– y socio conspicuo del “Hot Club de France”, llegó a integrar algunas orquestas dixieland, alternando regularmente en los bares y clubs del barrio parisino de Saint-German-des-Prés. Pronto fundaría un bar propio, el Café “Le Tabou”, donde se cuajó toda la vida intelectual (particularmente “underground”, si cabe el término) del Paris de los cuarenta y cincuenta. Una vez recibido como Ingeniero Civil, habiendo también cursado brevemente Filosofía, la precoz juventud de Vian fue la de un músico de jazz; tristemente, cuando apenas comenzaba a consolidarse como tal, Vian vio saboteado su intento de “profesionalización” a causa de su corazón elongado, que difícilmente podía aguantar el rigor de la rutina del jazzman, o la intensidad de sus performances. Apartado, casi por orden médica, de su primer amor, poco duró la “deriva” de Boris Vian, que muy pronto se vería reconvertido en el escritor y personaje por el que se le recuerda más ampliamente.

Cuando hasta entonces apenas había escrito poemas para divertir a su primera esposa, o para acercarse al jazz, la influencia de su amigo Jean Paul Sartre terminó de abocar a Vian a la escritura. Por entonces, mientras trabajaba en el Departamento de Normalización, en búsqueda de la “botella perfecta” (cuesta imaginar ocupaciones más ideales para el bebedor Vian), el polímata comenzó a interesarse más seriamente por las particularidades de la experiencia vital moderna. Hecho un juerguista desenfrenado (“Yo bebo sistemáticamente”, cantaba el inventor del recordadísimo pianoctel), Vian solía frecuentar, organizar y animar legendarias “surprise-parties” en las que, al combinar alcoholes y el ejercicio de todas las libertades, terminó convirtiéndose en una especie de azote (cabalmente satírico) de los pacatos y aburridos franceses de la segunda posguerra. Desaforado y desopilante, Vian plasmó dichas experiencias en su primer libro, "Vercoquin et le plancton" (1943), que pasó desapercibido, salvo por contener la promesa de un autor como no se había visto.

Tal vez las más recordadas obras suyas son "L’écume des jours" (“La espuma de los días”, 1946) y "J’irai cracher sur vos tombes" (“Escupiré sobre vuestra tumbas”, 1946), ambas novelas con historias tan memorables como su propio contenido. El caso de “La espuma de los días” es probablemente más célebre por considerarse una de las novelas clave de la literatura francesa contemporánea. Un canto de amor a la locura organizada de nuestros días, al absurdo más absoluto y sublime al que podemos aspirar como seres humanos; “La espuma de los días” es un experimento fantástico en el que, al avanzar la novela, las certezas de un mundo mecanizado y cruel descubren la frágil desesperación que se acumula detrás de ese aparente derroche surrealista. Sin querer ser satírica explícitamente, ésta es una novela que –entre brumas surrealistas y humor delirante– corta tan profundamente que nos obliga a ver el rostro propio reflejado en la sociedad a la que ridiculizaba.

El caso de “Escupiré sobre vuestras tumbas” es, en cambio, totalmente distinto. Escrita bajo el pseudónimo de Vernon Sullivan –un negro autor de novela negra–, es la primera de una serie de pastiches noir, políticamente incorrectos ya desde el título, que perpetró Vian. Surgida casi por encargo, al querer regalarle un “best seller” a un amigo editor que atravesaba problemas económicos, esta obra pulp (escrita en 15 días) se halla atravesada por un cinismo hiperrealista que, al margen de la crítica social o el impulso mórbido de una trama de venganza interracial, ensaya un fiero retrato urbano del individuo de color en los EE.UU. Efectivamente convertido en el prometido éxito de ventas, Vian enfrentó polémicas, demandas y multas por culpa de este hiperviolento libro, que encontró al menos otras tres “secuelas” igualmente salvajes, pero que no alcanzaron la repercusión o ventas de “Escupiré sobre vuestras tumbas”.

Indetenible y aborreciendo la pereza, Vian gestó una obra inabarcable en volumen y genialidad: 50 tomos de novela, cuento, poesía, ensayo, teatro, ópera, guión, etc. aunque –al margen de la literatura– también fue un compositor copioso, acreditándose hasta 400 canciones, de las que unas pocas (pero buenísimas) se recogen en el disco "Chansons posibles ou impossibles". Entre las más memorables se encuentran el himno progre-pacifista “Le déserteur” y la infumablemente divertida (debería ser nuestro himno nacional) “Je suis Snob”. Si bien como compositor e intérprete informal, Vian prosiguió con su carrera musical –especialmente al ver disminuir su éxito como escritor. Así, sin abandonar jamás el jazz, pudo pronto torcer hacia el bebop y el swing, asimiló también el tango, el cha cha cha, la chanson, el “vodevil paramilitar” y la bossa nova, cultivando un estilo que prefiguró hasta el propio rock’n’roll (es poco conocido que es co-autor de las primeras canciones francesas de dicho género). Amigo y celestino de Duke Ellington, Charlie Parker y Miles Davis durante sus estancias parisinas, periodista y crítico de jazz en el diario de Albert Camus y Director Artístico de Philips Records, es evidente que Vian quizó ser tan músico como escritor, o que jamás dejó de verse como un músico en eventuales incursiones literarias.

Durante sus últimos años, desalentado cuando su habitual editora “Gallimard” rechazó el manuscrito de "El arrancacorazones", Vian comenzó a inclinarse hacia la poesía y la creación de libretos de todo tipo: operísticos, cinematográficos, para shows de cabaret, teatrales, etc. Cada vez menos interesado por la escritura de ficción, y con su situación financiera definitivamente desestabilizada, Boris Vian debió vender los derechos fílmicos –contra su voluntad– de “Escupiré sobre vuestras tumbas”. Percibiendo una trágica adaptación, pronto eliminó todo nexo con la empresa, aunque se permitió visionarla, de incognito, luego de su estreno. Horrorizado por los resultados, indignado y víctima de su vida desenfrenada, Vian falleció la tarde de ese 23 de junio de 1959, en plena butaca de un cine, mientras en la pantalla se masacraba su novela, exclamando postreramente: “¿Se supone que esos tipos sean americanos?, ¡Me cago!”

Sorprendió poco que, durante las protestas juveniles de Mayo del ’68, Boris Vian figurase como uno de los íconos del movimiento. Ya para entonces las cifras de ventas de sus libros (particularmente “La espuma de los días”) se habían disparado, su canción pacifista había convocado protestas contra las guerras de Indochina y Argelia, las transformaciones sesentistas habían hecho admirable el polifacetismo alucinado de Vian, etc. Pero el inagotable autor ya estaba muerto hace mucho. Su voracidad vital había rebasado a sus tiempos, y aunque ya más inteligible, seguía rebasando a los nuestros. Las multiplicidades de este “especialista en todo” son sencillamente incomprensibles en un mundo empujado hacia una hiperespecialización ridícula. Vian decía que “Tener un diploma serio te permite decir estupideces”, y así se arrojaba a la creación de bizarros instrumentos musicales, de ruedas elásticas o de argumentos fantásticos. Hoy yo necesito un diploma para ajustar una tuerca, pero si quiero clavar una tachuela, debo recurrir al experto correspondiente. Eso no sólo hace irrepetible el genio de Boris Vian, sino que lo eleva a un ideal casi renacentista. Rehabilitado hoy como escritor, y parcialmente como músico, todavía queda pendiente la –tal vez imposible– tarea de recopilar todos esos sus recorridos artísticos y vitales “paralelos”.

Es fácil, grato y divertido, recordar a Boris Vian como un iconoclasta de prodigiosa imaginación y humor surrealista, pero normalmente olvidamos el momento (y contexto) en el que desarrolló el pleno de su obra. Rodeado por Sartre, Camus o Beauvoir y adelantado a Queneau o los OULIPO, Vian debió haber desentonado entre sus congéneres como un epícuro hombre con cabeza de paloma. Pero, aunque para percibirlo haga falta zambullirse algo más en sus textos, el creador indetenible que fue Vian parece haberse alineado con una suerte de “existencialismo pragmático”, materializado –antes que combatido– por la actividad turbulenta, incesante, típica del hombre aplastado por las infinidades (inútiles) de la libertad. Convencido de que podía hacerlo todo, pero su fecha de caducidad era brutalmente próxima, el Vian de "No me gustaría palmarla" parece el más auténtico. Decidido a vivir muchas vidas dentro de la suya, definitivamente multiplicó sus 39 años más allá de todo prodigio, hasta agotar la espuma de los días, ese tiempo –siempre breve– que nos toca habitar. Aborrecido por la académica y casi un apestado de los círculos literarios establecidos (hasta su amigo Sartre renegó de él), habiendo sido el primer revisionista del legado de Alfred Jarry (“Los perros, el deseo y la muerte” no es otra cosa que una actualización de las premisas patafísicas, y no en vano fue Vian sátrapa del Collège Patafísico), ahora –al cumplirse los cincuenta años de su muerte– Vian acaba de entrar a ese “fantasmario deluxe” que es "La Pléiade". A más de uno le da risa, y a Vian seguro que mucho más. Por fin queremos darnos cuenta que, si los poetas fueran menos tontos, quisieran ser un poco más como Boris Vian; como ese genial personaje que se describía así: “Un ser único/ En montones de ejemplares/ Que no piensa más que en verso/ Y no escribe más que en música/ Sobre motivos diversos/ Unos rojos y otros verdes/ Pero magnificos siempre”.

1 comentario:

online pharmacy dijo...

Interesante pero no creo que los poetas sean tontos cada quien tiene su propia creativiada y de verdad que he disfrutado su articulo