sábado, julio 29, 2006

Miedo a la muerte, no a la vida


Desde hace algunas semanas que Sucre no es más la capital silenciosa y aletargada. Sus habitantes aún no se acostumbran al bullicio cotidiano de las obras públicas y a la proliferación de andamios por todo el centro de la ciudad. Quizás estoy exagerando un poco, pues no todo el centro de la ciudad está cubierto de plataformas por las que caminan obreros apresurados. Sólo algunos edificios públicos; la Prefectura, el Colegio Nacional Junín, el Teatro Gran Mariscal de Ayacucho y la Casa Argandoña; lo están. En el resto de la zona central las obras son menores, pero es muy llamativo encontrar en una sola cuadra a más de diez obreros, entre albañiles, plomeros y pintores. No puede decirse que la ciudad esté recuperando su esplendor, lo cierto es que nunca lo perdió, pero puede decirse que
comienza a despertarse, a recuperar la vida que desde fines del siglo XIX no ha dejado de perder.
Temprano, a las siete y media más o menos, desde una de las terrazas que dan a la Plaza 25 de Mayo, se ve a los obreros descolgarse de los tejados de la Prefectura y descender por una cuerda balanceándose hasta sus canastillas, andamios móviles hechos de tablas de madera y cuerdas de plástico azul. El verlos ahí arriba, a más de treinta metros de altura, pintando los detalles del cóndor del Escudo Nacional que corona el frontis del edifico, es un espectáculo impresionante, al que todos los días los sucrenses asisten sin darse cuenta. Tal vez por esto nadie—que yo sepa—ha escrito algo al respecto. No he visto fotografías, ni reportajes, ni crónicas que hablen más de los trabajadores que de los trabajos. Ni una sola nota sobre estos pintores aéreos. Creo que ahí, viéndolos por primera vez, nació la idea de escribir algo que se pareciera a un artículo.

Este debía ser un reportaje ambicioso, sobre los cientos de obreros que trabajan en las obras de reparación, remodelación, reconstrucción y embellecimiento de los edificios públicos, pero cuando tomé el valor suficiente para atreverme a comenzarlo, las obras en el Colegio Junín y en el Teatro Gran Mariscal estaban en un punto de retraso crítico. Mientras más preguntas hacía para dar con los responsables, éstos se hacían más inasequibles y un montón de autorizaciones—que no tenía—se hacían necesarias. Mi única oportunidad era la Prefectura, y allí me dirigí.
Vista desde una calle cualquiera, la cúpula metálica de la Prefectura parece un lugar inalcanzable. En la punta de la cúpula flamea siempre la bandera nacional. Si alguna vez quieren subir hasta allí, ni se les ocurra preguntar, pedir permiso o acercársele siquiera a cualquiera de los guardias que caminan por ahí. Si lo hacen tendrán que hablar con el Jefe de Seguridad, que los mandará a la Recepción, que los mandará a la Secretaría de Despacho, que los mandará a hablar con el Administrador, que les dirá a su vez que no es posible hablar con los obreros, porque están ocupados. Mejor hagan como hice yo, y entren sin decir nada, poniendo cara de conocidos, o mejor, háganse a los giles, suban al primer piso y sigan por el pasillo hacia la izquierda. Ahí también hay un guardia, pero él supondrá que si ustedes han llegado hasta ahí es porque tienen algún tipo de permiso. Al final del pasillo encontrarán unas escaleras de piedra enmarcadas en una baranda de metal. Suban tres pisos y ya está, están en la terraza. Frente a ustedes se alza la cúpula, y sobre la cúpula, la bandera.

Cuando llegué allí, me encontré con un grupo de muchachos que se gritaban instrucciones entre sí. Subiendo unas escalerillas de metal que subían en espiral llegué a la punta, ahora sólo la bandera estaba sobre nosotros. El primero de los obreros que encuentro es Ives, un joven de 22 años que antes ha trabajado en carpintería. Después de de unas cuantas preguntas Ives comienza a conversar conmigo. Víctor llega después, trayendo consigo dos baldes de agua, que tiene traer desde el tercer piso. Víctor es topógrafo, tiene 24 años y estudia Ingeniería en Medioambiente. Abajo, sobre la cúpula, están colgados Luis, de 21 años, que quiere ser maestro de escuela; Rubén, que tiene 16 años y todavía estudia en colegio; y Carlos, que lleva un quepi de cuando hizo su servicio premilitar, y al que, lamentablemente, no pude preguntarle casi nada. Decir que están colgados no es del todo correcto, porque están parados sobre los bordes sobresalientes de las ventanas de la cúpula y van sujetos por un arnés. Sólo se cuelgan a la hora de descender o ascender. Su trabajo hasta ayer consistía en pintar los detalles del frontis del edificio. Hoy están tratando de limpiar la cúpula(sólo el frontis, que es lo que se mira, me dice Ives)que la verdad está bastante oxidada. Para esta tarea están armados con baldes, botellas de plástico cortadas y palos de escoba unidos entre sí con alambres.

Sólo jailonguitos estudian en ese colegio, no? Me dice Luis cuando le cuento que he estudiado en el Pestalozzi. Antes seguro venías seguido aquí abajo, dice señalando la plaza 25 de Mayo. Abajo, en la calle, pasa una vagoneta negra con música a todo volumen. Es duro pensar que sólo 30 metros separan dos mundos completamente opuestos.
Y para contratarte que te piden? Pregunto, nada, quieres trabajar te dicen, y listo, te meten a trabajar de lo que sea. Ninguno de ellos tiene experiencia este tipo de trabajo, pero todos coinciden en que no es algo difícil de aprender. Cuando les digo que nunca he trabajado en un trabajo tan duro como el suyo, ellos se matan de risa. Esto es suave, de albañil, eso sí que es jodido, aquí es descansado, pintando no te cansas pues. No usan cascos porque se los lleva el viento, según dicen. Les pregunto si no les da miedo este trabajo, Si vos vas a lo seguro, no te vas a caer, pero si vas pensando: me voy a caer, me voy a caer, entonces te caes. Hay que tenerle miedo a la vida, no a la muerte. Si me caigo, entonces me agarro del suelo. Me dice Carlos mientras sonríe para la foto.
(De izq. a der. Luis, Ives, Rubén, Víctor y Carlos)







1 comentario:

Luis Rodríguez dijo...

Que de la puta tu post papá de dios!!!