9. Bob Dylan – “Tempest”
Si con su estupendo “Modern Times” de 2006 Bob Dylan se metió con Chaplin, ahora se anima con William Shakespeare, a juzgar por el título de su más reciente disco. Pero, si acaso hay alguna proximidad entre las (casi) homónimas obras de estos dos genios, ésta pueda darse al contraponer al Dylan oscuro y vengativo de estas canciones con Próspero. Aunque en lugar de libros, los incunables del gran bardo de Duluth son los sonidos de raíz profunda, inmemorial, del folklore norteamericano.
A estas alturas un disco nuevo de Bob Dylan debería ser como una entrega arqueológica de esa forma reciente del pasado que llamamos modernidad. Por algo toma como tema central el desastre del Titanic, punto de partida de la modernidad contemporánea. Sin estirar mucho la imaginación, uno podría fechar este disco (y gran parte de la trilogía que lo precede) antes de 1949. De no ser por el homenaje a John Lennon. O la inclusión de DiCaprio en “Tempest”. O también… puede que no. Bueno, a primera escucha el disco se mueve en el registro del blues, clásico en su sonido y léxico, con canciones sobre trenes fantasma, bares de mala reputación y mujeres desalmadas. Pero al afinar nuestro acercamiento encontramos muchos otros matices. No sorprende a nadie la facilidad de Dylan para narrar, hacer chistes y mitificar, pero es impresionante que siga en máximo dominio de la sofisticación intertexual –eso que algunos de sus críticos llaman plagio. Como fuera, el de Duluth cita con libertad los sonidos y las frases de la tradición folk, de la literatura (a veces cosas tan raras como poetas cuáqueros de 1800, en otras a íconos como Poe o la Biblia) y hasta se presta frases de las canciones de los Beatles.
Una de las cosas que hace de “Tempest” más que un estupendo disco es que, a pesar del aire crepuscular de las canciones –y al contrario de lo que suele pasar cuando un músico mayor se pone a cantar esta clase de material–, éstas no suenan a despedida. Y si el blues cochambroso de “Together through life” (2009) olía lascivo, aquí no es difícil imaginar al Bobby Zimmerman adolescente recibir su primer beso con “Soon after midnight” de fondo, una canción de amor veraniego como las de Bobby Vee o Ricky Nelson. Pero la delicadeza romántica es un espejismo hasta en esa misma canción, que termina con al menos un cadáver de por medio, pues lo cruel, lo surrealista y trascendente se mezcla en estas canciones (“Long and wasted years”, “Pay in blood”, “Tin angel”) como lo hacía en las de la Carter Family, o en los viejos éxitos del de Minnesota.
Para grabar este disco Dylan se hace acompañar de nuevo por su banda de gira, que luego de décadas a su lado ha comprendido que su tarea es poner un marco que no se entrometa con la atracción principal. Pero eso no quiere decir que sean prescindibles, pues están tan compenetrados y finos que, en su traslúcido estilo, asimilan los cambios de voces, perspectivas, tiempos y lógicas, tan caros a la obra de Dylan. Incluso ofrecen detalles de mayor visibilidad, como riffs poderosos (“Narrow way”) y hasta toques funky (“Pay in blood” la podría cantar Curtis Mayfield). Son tan versátiles que en “Tin angel” consiguen el ominoso sonido de la ciénaga nocturna sin sumergirse en el pantano digital que tanto le gusta a Daniel Lanois --y que aplicó con exceso maniático a “Time out of mind”. Están también los aires entre celta y country, al estilo de la tradicional “Barbry Allen”, que se detecta en “Scarlet town” (con más de un eco a “Desire”) o la propia “Tempest”. O las ya clásicas baladas, que alternan entre el jazz y el vals, centrales al registro Dylaniano de 2001 en adelante.
Como pasa en lo mejor de la obra de Bob Dylan, en “Tempest” sobra ambición, que de hecho conduce canciones tan largas y afiebradas como la clásica “Desolation row”. Pero son algunos chispazos subterráneos los que nos tocan con más fuerza, ya porque apuntan al espíritu de “Blood on the tracks” (“Long and wasted years”) o porque nos hablan de emociones reales y humanas. Si somos honestos, no todos vamos a ir a resolver disputas de celos a tiros. Por esto es que el adjetivo de shakesperiano le cabe sin exagerar a “Tempest”, pues -como gran parte de la obra de Bob Dylan- este álbum conecta con las verdades profundas de lo humano, con la esencia insondable de nuestros mitos, por encima de cualquier circunstancia. Es un título, pues, justo. Al final, más que Lennon o Kerouac, los pares que aspiró tener Dylan siempre fueron Robert Johnson, Woody Guthrie, Homero y… Shakespeare.
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