miércoles, febrero 27, 2013
Los mejores discos de 2012 (ranking completo)
1. Swans - "The Seer"
2. Death Grips - "The Money Store"
3. Scott Walker - "Bish Bosch"
4. Julia Holter - "Ekstasis"
5. Sun Araw & M. Geddes Gengras meet The Congos - "Icon Give Thank"
6. Laurel Halo - "Quarantine"
7. Ariel Pink's Haunted Graffitti - "Mature Themes"
8. Fiona Apple - "The idler wheel..."
9. Bob Dylan - "Tempest"
10. Kendrick Lamar - "good kid, m.A.A.d. city"
11. Converge - "All we love we leave behind"
12. Jason Lescalleet - "Songs about nothing"
13. Raime - "Quarter turns over a living line"
14. Melody's Echo Chamber - "Melody's Echo Chamber"
15. Carter Tutti Void - "Transverse"
16. Sharon van Etten - "Tramp" / Darren Hayman & the Long Parliament - "The Violence"
17. Motion Sickness Of Time Travel - "Motion Sickness Of Time Travel"
18. The Caretaker – "Patience (After Sebald)"
19. Dean Blunt & Inga Copeland – "Black is Beautiful"
20. Japandroids - "Celebration Rock" / Dan Deacon - "America"
Etiquetas:
mejores discos de 2012,
música,
reseñas
lunes, febrero 25, 2013
Los mejores discos de 2012 (I)
1. Swans – “The Seer”
Walter Benjamin era un tipo más listo de lo que creemos. Olvídense de "La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica", aquí lo que nos concierne es su interpretación del Angelus Novus de Paul Klee. Nos interesa esa alegoría del observador horrorizado por la secuencia de catástrofes que conforman la historia humana, pero que está al mismo tiempo fascinado y forzado a contemplarla. Esa es la entidad-personaje central a este disco. "The Seer", el vidente, un ser que también representa a Swans, que aquí intentan construir una escalera hacia Dios usando peldaños de detrito sinfónico. El rapto místico es el hilo conductor de la obra de Swans, y también de este disco, así que lo de la posible analogía con el Angelus Novus no es tan raro. Lo llamativo es cómo esa idea se coló en los resquicios menos esperados del debate artístico en 2012. Desde los que en serio/en broma usaron la escatología azteca como tema, al senil Vargas Llosa y su diatriba contra la "espectacularización" de la cultura. También lo vimos en la música de otros grupos que conforman este ranking, que sintieron en el aire ese mismo agotamiento, una impresión de lienzo repleto. Por haber hecho de esa sensación terminal algo tan monumental como "The Seer", Swans han merecido ser nuestro disco del año.
Fundados en 1981 por Michael Gira, líder y único miembro constante del grupo, Swans siempre han perseguido una música de intensidad ominosa, que cree en el ruido y la disonancia como una experiencia transformativa. Eso los ha llevado de la No Wave al noise industrial, pasando por el post-punk y un folk de tintes góticos. Durante ese tiempo Swans tuvieron el éxito que una banda de este estilo se supone puede tener, por lo que en 1996 Gira decidió dar el capitulo por cerrado. En 2010, tras años persiguiendo proyectos solistas bastante distintos en tono y forma a lo de su primer grupo, Gira anunció el regreso de Swans. Pero no pretendía enriquecerse girando en el circuito nostálgico, había convocado a su vieja banda porque necesitaba ese instrumental de expresión. ¿Para qué reactivar Swans, ese arrebato que lo dejó en la quiebra moral y financiera? ¿Por el puro placer de rascar cicatrices antiguas? Durante la década pasada Gira se había convertido en un empresario indie de moderado éxito (en su sello "Young God" descubrió a Devendra Banhart y Akron/Family, por ejemplo). ¿No se suponía que Swans estaban muertos?
Pero ese camino es también importante, al marcar un tránsito paralelo al exilio que Said vio producirse en la obra tardía de Beethoven, pues Gira retorna a Swans en un momento en que se siente capacitado para culminar su trayectoria. Antes de matar a Swans en 1996, Gira usó ideas y retazos de su todo catálogo para, al estilo de Teo Macero o Can, ensamblar su (aparente) legado: el monolítico "Soundtracks for the blind". Pero el proceso falló, pues una banda como Swans demandaba un clímax tan intenso como orgánico en su desarrollo. Un collage no servía, por cuanto no se le podía imponer orden y sentido a la música de esta banda. No es una coincidencia que ambos discos, concebidos como totalizadores para Swans, refieran en su título a la capacidad perceptiva y, con distintos arsenales sonoros, invoquen el exceso como mecanismo creativo.
En lo musical se puede explicar este disco con facilidad: es una mezcla brutal de la "Symphonie N°2" de Henryk Górecki y "Ummagumma" de Pink Floyd. ¿Con semejantes genes, se puede decir que esto es post-rock? No. Están pensando en GY!BE. Además, es imposible hablar de post-rock mientras existan los discos eléctricos de Miles Davis, puesto que "Bitches Brew" es post-rock al ponerse más allá del linde sintáctico de ese idioma. Eso sí, por otros senderos, "The Seer" es lo más cerca que ha estado una banda de rock de llegar a ese punto. No sorprende que uno de los discos favoritos de Gira, "On the corner" del mismo Miles, lo sea por su abstracción compulsiva. La visceralidad, tan particular al estilo de Swans, viene de los sospechosos de siempre: los Stooges, los Doors, Frank Zappa, Howlin Wolf... Pero, incluso así, le llega al grupo desde las facetas menos usuales de dichos referentes: "We will fall", "When the music is over", de sus discos con The Mothers of Invention, etc.
Lo difícil está en describir las sensaciones que provoca este disco, que es algo así como una épica de la abyección. Gira es amigo de lo místico, así que era de esperar tanto la proporción bíblica del álbum como su repetitividad, ambas características apropiadas para un ritual pagano. Como toda posesión, ésta es una experiencia extenuante y aterradora, aunque desemboca en la transfixión que persiguen con tanta vehemencia Swans. Se podría decir que “The Seer” nos pone por un par de horas en la perspectiva del Angelus Novus. Pero al contrario del post-rock, aquí lo importante no es la complejidad técnica (altísima en "The Seer" o "Lunacy"), ni la pura inclemencia sonora (hasta el metal más sádico pasa por una cajita de música comparado con esto). Lo relevante está en cómo Swans trasciende toda descripción y crea un mundo post-musical. Tras este salvajismo sonoro no se pueden reconocer ni ruinas: ¿"Mother of the world" suena oriental?, ¿Califica "93 Ave. B Blues" como free jazz?, ¿Es "A piece of the sky" drone folk? Lo mucho que nos dice ese caos del estado de nuestro entorno cultural es otro de los grandes triunfos de Swans.
Dice un antiguo proverbio, atribuido por igual a Eurípides e Isaías, que a quien Dios quiere destruir, primero le envía la locura. Como le pasaba a Funes con la memoria, el vidente también está maldito. Uno no puede elegir qué ver y qué no ver, o cuándo hacerlo. Esa tortura es la que impulsa tanto "The Seer" como "The Apostate", canciones centrales del disco, pues con ellas entendemos que Gira en realidad no estaba tratando de exorcizarnos a nosotros con su furia noise. El exorcismo era primordialmente para él. De ahí la agónica repetición de sus partes vocales en "The apostate". Esa también es la "locura divina" que acabamos de mencionar. Y la que sufre, sin poder hacer nada para cambiarlo, el Angelus Novus. Por todo esto "The Seer" es el disco en que la deriva radical de Swans cobra sentido y, lo que desde cerca parecía provocación descarriada, se nos presenta ahora como un enorme y magnifico fresco –pienso en El Juicio Final de Miguel Ángel– que tomó 30 años crear.
Etiquetas:
mejores discos de 2012,
música,
reseñas,
Swans,
The Seer
domingo, febrero 24, 2013
Los mejores discos de 2012 (II)
2. Death Grips – “The money store”
¿Ha habido un año en el que hayamos necesitado más música violenta que en 2012? Es una pregunta retórica, que nos podríamos formular cada diciembre, pero los retornos de Atari Teenage Riot y Refused deben querer decirnos algo. Incluso la versión comercial de la música electrónica, esa reducción gringa del dubstep que llaman EDM, se construye sobre la tensión violenta, sobre la promesa de unos bajos listos para lapidarte. Pero si eso de "drop the bass" es una simple añoranza falogocéntrica, la ansiedad destructiva de Death Grips no proviene de la vanidad del adolescente emputado. En realidad, corresponde a una táctica de resistencia contra los mecanismos de poder de la sociedad transmoderna. Y si nos dejamos de intelectualizaciones, confiando en los instintos, en Death Grips encontramos un hondo pánico auditivo, con distopías post-digitales más parecidas a la electrónica experimental que a los inocuos beats de 90% del hip hop. El soundtrack para el mundo de Kim Dotcom y ese hacker que se suicidó hace unas semanas atrás.
Tal vez con fines didácticos (o mercantiles, no olvidemos que Death Grips tenían contrato con Epic), mucho se ha escrito sobre el vínculo entre Death Grips y el hardcore. Pero nada conecta a este dúo con el punk, más allá de compartir un ethos agresivo, o ciertas inflexiones vocales. En realidad se podría considerar la de Death Grips como una de las pocas cepas británicas del hip hop (aunque son norteamericanos), endeudada en lo sónico con el UK bass music, el grime, hyperdub... Los sonidos surgidos del retumbar de los galpones industriales abandonados, convertidos al poco en hubs para DJs radicales, okupas y otros engendros de lo marginal. Piensen en la actitud contestataria de unos Throbbing Gristle que se formaron escuchando dancehall en lugar de Morton Feldman. Pero la afinidad con el ruido industrial de los últimos setenta no se queda ahí. Death Grips, como TG, también reconoce entre sus referentes el accionismo vienés y sus exploraciones en ese extremo entre la percepción y la sensación del dolor, el miedo y la opresión. Y créanme que la amplitud de ese umbral es importante, aunque en una sociedad tan sumergida en el simulacro, la diferencia no siempre se note.
Claro que, incluso si se los analiza como un producto electrónico y no hip hop, Death Grips son innovadores. "I've seen footage" parece, por ejemplo, provenir de unos Chemical Brothers dignos de aparecer en el soundtrack de esa joya camp que es "Hackers", "Punk weight" es puro DJ/rupture, "Hustle bones" tiene un groove tóxico e irresistible, "Hacker" es un triunfo electrónico en el que aprovechan para sacarle el cuero a Wikileaks, etc. El proceso sonoro de Death Grips es interesante en su intención de borronear las huellas de humanidad en su música; lo que hacen, no tanto por las vías del caos, sino por la simple amplificación de los estímulos sonoros que nos rodean. Esta técnica es luego llevada al extremo, hasta convertir la saturación en glitches, de ahí en warps y drenajes de realidad: "The fever (Aye aye)" suena a los pulsos sonoros de un viaje en tren, oímos las campanadas de un reloj con las pilas a punto de agotarse en "Double helix", en "System blower" los característicos gemidos de Serena Williams mutan en los rugidos de un monstruo salido de un kaiju, etc. En suma, con las señales de la paranoia permanente que marca nuestros tiempos, Death Grips capturan el zeitgeist de la consolidación de un mundo trans-digital, que no sólo requiere una nueva estética, sino una nueva heurística, que discos como éste intentan delinear a plan de furia y subversión.
Etiquetas:
Death Grips,
mejores discos de 2012,
música,
reseñas,
The Money Store
sábado, febrero 23, 2013
Los mejores discos de 2012 (III)
3. Scott Walker – “Bish Bosch”
San Simeón Estilita bajaba de su columna, en lo alto del desierto, una vez por mes. Se aprovisionaba, suponemos que aprovechaba también para ir al baño, y volvía a trepar a la soledad desde la que contemplaba al Señor. Scott Walker desciende incluso con menor frecuencia, una vez por década. Pero hace que cada visita cuente. Prolongando una obra que comienza con "Climate of the hunter" (1984), "Bish Bosch" viene a completar una trilogía que ya integraban "Tilt" (1995) y "The Drift" (2006). En principio, "Bish Bosch" comparte mucho con sus antecesores: cuerdas dramáticas que se extienden y extienden, instrumentación cacofónica, ecos fantasmagóricos, una voz más que de afectación operística, curtida en la imitación de Jacques Brel, etc. Lo novedoso viene por el lado de una bastante perceptible soltura en las voces (a momentos hasta lírica) y en la música, más dada al silencio, a los espacios y hasta a algún fulgor cercano a la retorcida versión Walker del pop. Por algo "Epizootics", el single del disco, se construye a partir de una canción tradicional hawaiana... por mucho que el resultado recuerde la pesadilla de un Tom Waits producido por Aphex Twin.
No nos engañemos, este es un disco de extremos incluso para un hombre extremo. Como si Walker estuviera tratando de probar cuán lejos lo dejaremos llegar, hasta dónde estamos dispuestos a seguirlo en esta trilogía. Con esa licencia, Walker grabó un disco sobre la muerte y la corrupción, pero no de un momento histórico diminuto y concreto, sino del tiempo y del espacio, de los sistemas de sentidos. Para ponerlo fácil y corto, en una canción le habla a Dios, le dedica otra a una enana marrón y hay más de dos operetas dentro de operetas en el disco, en una de ellas narra la autoevisceración de un tipo (gónadas incluidas), mientras en la otra compara a Gorbachov y Reagan con Atila y el Imperio Romano. Es un disco difícil, lleno de crueldad y demencia creativa, que no se preocupa por buscar belleza en lo grotesco. En esto último es más bien inclemente. Walker suena como una voz cada vez más desvinculada del tiempo contemporáneo entendido como flujo, como tendencia (en "Dimple" nos dice "Si están escuchando esto, deben haber sobrevivido"), pero esa distancia categórica le permite reflexionar, con agudeza pero no literalidad, sobre los problemas de hoy.
En lo musical, Walker amplifica la perplejidad sonora de "The Drift". De inicio, "See you don't bump his head" abre el disco con un martilleo percusivo 50% Big Black y 50% jungle. En "Tar" el gancho rítmico lo proporciona el choque de unos sables. La central "SDSS1416+13B (Zercon, A Flagpole Sitter)" tiene algunos toques de stoner metal. En "Corps de Blah" Walker samplea pedos, como queriendo ilustrar el esfínter del que está hablando en la letra. En fin. Pero también nos encontramos amplios pasajes a capella, para lucimiento de un barítono incólume al paso del tiempo. Un experimento que Walker muy pocas veces había intentado antes y que le rinde unos nada desdeñables resultados.
Claro que si algo rescata "Bish Bosch", y lo hace una obra que se puede disfrutar y no sólo admirar, es cómo toca su profundo pesimismo con un delicioso humor negro. No me extrañaría ver a Scott Walker reírse al sugerir a sus músicos la idea de los samples de pedos. O dedicarle un villancico a Ceaucescu. En la extenuante "SDSS1416+13B (Zercon, A Flagpole Sitter)", una evocación depravada de la historia de Simeón Estilita, Walker nos hace entender que el ascetismo de San Simeón era tan absurdo como lo que hacían los flagpole sitters (el planking de los "locos años veinte", que consistía en pararse sobre postes elevados por intervalos prolongados). ¡Si hasta dice: "Si la música fuera mierda, tú serías una banda de guerra"! Ya, es la clase de cosa, llena de pretensión y superioridad intelectual, que mal ejecutada nos haría querer matar a este tipo. La línea que separa las peroratas seniles del genio es la misma que se detecta (¿o no?) entre "Lulu" y "Bish Bosch", por dar un ejemplo patético y contemporáneo. Pero incluso así, esta sería una obra tremendamente importante. Más aún en un año en el que Leonard Cohen y David Bowie regresaron con ideas tan tristes como viejas. Así, yo firmo escuchar los pedos de Scott Walker todo lo que haga falta, porque Walker siempre trata de alcanzar con su música esa mezcla de horror y esperanza que debieron sentir los humanos al ver a Prometeo traerles el fuego por primera vez.
Etiquetas:
Bish Bosch,
mejores discos de 2012,
música,
reseñas,
Scott Walker
viernes, febrero 22, 2013
Los mejores discos de 2012 (IV)
4. Julia Holter – “Ekstasis”
Si pudiera meterme en la cabeza de un músico contemporáneo, al estilo "Being John Malkovich", sería Julia Holter. No sean mal pensados, lo que me interesa es descubrir qué la llevó a pasar de un disco tan abstracto y atmosférico como "Tragedy" (2011) a uno de melodías pop embriagadoras como "Ekstasis". El quid está en cómo afrontar el cambio sin que tus viejos compañeros vanguardistas te miren como si te habrías unido a Kiss. La transformación es tan drástica como la distancia que separa la música experimental a secas y el pop experimental. Holter resuelve el dilema reemplazando el artificio de su primer disco –también estupendo, pero un poco más tocado por los vicios de su formación (estudió filosofía, literatura clásica y teoría musical)– con un majestuoso oficio pop. Como poderosa declaración tenemos "Marienbad", que abre el disco, y debería ser la epítome del pop experimental, pues consigue mantener su naturaleza interpeladora desde una melodía y unos coros que no tienen porque violentar a los que descubrieron a Beach House en el hilo musical de una tienda de zapatos. ¡Si la romántica "In the same room" hasta suena bailable! Menuda forma de cambiar de piel.
Bueno, tampoco es que Holter de golpe se haya transformado en otra imitadora de Stevie Nicks. Si en su primer álbum se inspiró en el mito de Hipólito, aquí trata el éxtasis en el entendido grecolatino, como una experiencia extracorpórea, nada que ver con el MDMA. En la misma "Marienbad" toma rutas órficas que, en efecto, remiten a "L'Année dernière á Marienbad" de Resnais, o al tratamiento de la parasomnia típico de la hauntología. En general, el disco se mueve cerca de la idea de cantautor atmosférico que cultivó Arthur Russell, y no esconde el precedente de grandes compositoras como Meredith Monk, Laurie Anderson, Mary Lou Williams o Linda Perhacs. Sin embargo, a momentos consigue recordar también la vibrante humanidad de Joni Mitchell, sin por ello tener que usar una guitarra acústica como arma principal. Sirvan de prueba "Moni mon amie", "Boy in the moon" o "This is Ekstasis".
Todo apunta a que la transmigración pop de Holter continuará, pues cuando empezó a tocar en vivo se vio obligada a traducir su música al formato de trío (piano, efectos, percusión y un contrabajo). Esta apertura le da a su música un vuelo incluso mayor, próximo a una condición etérea (pero no frágil) que sugiere un dream pop acústico. Algo que, por cierto, la aparición de un saxo ya insinuaba en la última canción de "Ekstasis". Cada vez menos encorsetada por sus pecados formativos, Holter se permite dedicarle una canción a su gato ("Für Félix") en la que mezcla lo naïf de las letras con una música que es en esencia un madrigal. Esa capacidad de sorprender desde lo ambiguo es lo que nos ha hecho enamorarnos de Holter, de la que -sin acceso un piso siete y medio- sólo podemos imaginarnos cosas, conjeturar y suponer. ¿Será lo suyo una reacción vagamente elitista a una electrónica underground devota al pasotismo estetizado? ¿O tal vez se trata de una genuina evolución expresiva hacia canciones de estructura clásica? Un poco de cada cosa, pues "Ekstasis" propone una forma de superar esos dilemas, presentándonos nada más y nada menos que a una rapsoda de la nueva era.
Etiquetas:
Ekstasis,
Julia Holter,
mejores discos de 2012,
música,
reseñas
jueves, febrero 21, 2013
Los mejores discos de 2012 (V)
5. Sun Araw & M. Geddes Gengras meet The Congos – “Icon Give Thank”
Ni la historiografía oficial ni los textos sagrados lo dicen, pero el dub se terminó cuando el trastornado profeta Lee “Scratch” Perry le prendió fuego a The Black Ark, su estudio y sancta sanctorum personal, intentando ahuyentar los malos espíritus que ahí acechaban. Las implicaciones prácticas de esta parábola se traducen en una pregunta sencilla: ¿Cómo llevar el dub al futuro después de un final tan categórico? La combinación de una joven banda de rock neo-psicodélico y unas leyendas de roots reggae puede no ser la opción más inmediata al pensar en ello. En el papel poco tienen que ver The Congos, dados al reggae melódico, de armonías vocales sublimes, con los paisajes kosmische de los norteamericanos. Por otro lado, Perry produjo a los Congos (en “The heart of the Congos” del '77) con extraordinarios resultados. ¿Estarían estos desconocidos músicos indie a la altura del magno Lee Perry? Se declaran seguidores del apetito globalista de Can y Don Cherry, así que, con unos balsámicos 'inciensos' de por medio, todas las partes podrían terminar congeniando. Vaya sorpresa nos llevamos, pues el resultado del encuentro es una más que promisoria cumbre de tradición y vanguardia.
Menospreciada por décadas, en estos tiempos el dub se ha vuelto un objeto de estudio privilegiado para aproximarnos a las formas de escuchar del mundo post-digital –el gran problema de los artistas sonoros de hoy, no en vano “The Disintegration Loops” de William Basinki fue el reissue del año. Es más, el dub no es ajeno a la experimentación en el rock, y de hecho fue uno de los puntales estéticos sobre los que se construyó la revolución post-punk (véase “Metal box” de Public Image Limited). Con esos antecedentes, el emparejamiento de “Icon Give Thank” comienza transitando un camino más bien árido. La música de Sun Araw, intricada y llena de aristas, se superpone y epata. Si Perry jugaba con el espacio hasta el extremo de diluir el sonido y el silencio en un idéntico vacío, aquí nos topamos con la saturación sensorial. Para colmo, en “Happy song” Sun Araw parecen estar tocando más de una canción al mismo tiempo. Las cosas tampoco funcionan mejor cuando tiran por las imitaciones de lo acústico, pues “Thanks and praise” languidece en su repetitividad.
Por fortuna, las invocaciones místicas parecen funcionar, y lo que apuntaba a desastre en la escala Gang Gang Dance comienza a florecer con una belleza extraña, poliédrica. Ya en “Food and shelter” confundimos los coros sampleados con las armonías naturales de Roy “Ashanti” Johnson y Cedric Mytton, dúo cuya dinámica vocal se constituye en el corazón de los Congos. En momentos como ese “Icon Give Thank” nos recuerda al infravalorado “Vanishing point” de Primal Scream, al ser un raro pastiche superador de la amalgama dub-indie. Pasa lo mismo con “Sunshine”, que -en pocas palabras- es la mejor canción que Animal Collective nunca grabó. Sería interesante preguntarle a Perry, que por cierto sigue vivo y muy activo, qué opina del disco, ya que en “Jungle” consigue evocar los abismos contemplativos de la mismísima Black Ark.
Quien se deje convencer por las capas de ruido blanco, sintetizadores onda new age, los loops de percusiones distorsionadas o las guitarras etéreas, podrá pensar que los Congos apenas fueron vocalistas invitados de Sun Araw. Nada más falso. El aporte de los jamaiquinos es elemental y palpable, consistiendo en quitarle toda la ironía y tics posmodernos a una música, en el fondo, muy devocional. Todo esto para gloria de Jah... o del dios al que Klaus Schulze le haya rezado.
Etiquetas:
Icon Give Thank,
mejores discos de 2012,
música,
Reggae,
reseñas,
Sun Araw,
The Congos
miércoles, febrero 20, 2013
Los mejores discos de 2012 (VI)
6. Laurel Halo – “Quarantine”
Recordemos la tapa de "Power, corruption & lies" (1983). No interesa tanto que detrás de su diseño se encontrase todo un Peter Saville, sino que la inspiración se la otorgó a Bernard Sumner una intervención en el Museo de Historia del Arte de Viena. Esa portada no se podía dejar al azar, puesto que representaba una potente declaración de la (por entonces) más avanzada banda de rock electrónico del mundo. Y New Order fue ese choque de modernidad y clasicismo. También nos dice mucho la tapa que Laurel Halo eligió para este disco. Una suerte de manga, la imagen posee un cinetismo violento, en lo literal (colegialas haciéndose el harakiri) y en lo estético (colegialas amarillas haciéndose el harakiri); pero el colorido de la imagen se hace igualmente cercano a la onda tripi-naïf de "My little pony" (las colegialas amarillas sonríen y, además de los borbotones de sangre, un arcoíris brota de sus heridas). El punto es que la tapa de "Quarantine" nos dice tanto sobre la música de Laurel Halo como sucedió con New Order en su momento, pues contiene la distorsión post-digital, tan contradictoria como reveladora, que la alimenta.
En un nivel, lo de Halo pasa por hacer versiones techno de Detroit de Steve Reich, como en su EP del 2011 "Hour logic". Pero aquí, a diferencia de lo que hacen Reich o el techno, el ritmo no es más que una ruina, un rumor vago. Lo que mueve a las canciones es la dinámica de los colores con los que juega Halo. No es casual que en su música abunden tonos tóxicos y desorientadores. Un buen referente de lo que hace puede ser la banda sonora de John Carpenter para "Escape from New York", pero esto no es hauntología. Quizás trans-hauntología, una música que captura la narcosis tecnológica en la que habitamos. Pero en el fondo, la fuerza vocal es lo que completa esta propuesta, pues le brinda un dramatismo (incluso emocional), que la hauntología carece ("Thaw", “MK Ultra”). Podríamos decir que, en esa faceta, Laurel Halo explota la versión dionisíaca de ese estilo. Es curioso que la voz sea también la principal novedad con respecto a los numerosos lanzamientos previos de Halo, una decisión creativa que resuelve el errantismo crónico que sufrió su música en el pasado. Incluso, si la música a momentos cae en la tentación de tomar la fluidez de estos tiempos de forma literal, la voz desnuda e imperfecta de Halo la señala como una invasora humana en un mundo de máquinas. Algo que además es casi una realidad tangible en nuestro entorno.
¿Y cuáles son las preocupaciones de Halo como letrista? Casi las mismas que sus paisajes sonoros sugieren. En sus canciones habla de espejos, memoria y espectros ("Airsick"), de la disosiación como un proceso simultaneo a la percepción ("Years"), etc. ¿Con esa clase de valores, en qué lugar del multiverso podrían "Tumors" o "Morcom" ser éxitos pop? ¡Por imposible que parezca, lo están logrando aquí! Para eso se valen de unas formas que evocan un futuro que a veces se siente más cercano que el mismo presente. Si dejamos de lado la cháchara ilustrada y hablamos en términos de periodismo llano, podemos presentar a Laurel Halo como la versión de Grimes que, en lugar de perseguir a su novio crustie, estudió a fondo la obra de Drexciya. O una Javiera Mena que, antes que Daniela Romo, quiere ser una Juan Atkins post-digital. Lo mejor es que Halo combina la extrañeza y voluntad de poder de las dos divas, y por ello lo tiene todo para ser reinar en estos tiempos. ¿Pero cuáles son esos tiempos? Los de una generación, la nuestra, para la que lo cósmico y futurista no existe más allá de la fantasía. Nuestros abuelos vieron al hombre llegar a la luna. Nuestros padres "Alien" y "Blade Runner". Nosotros tuvimos "Independence day" y "Animatrix". Con esas referencias estéticas, no nos quedó ni utopía ni distopía, sino un sobrecargado lienzo... mejor, un monitor LCD sobre el que garabatear. Pues bien, ésta es nuestra música.
Etiquetas:
Laurel Halo,
mejores discos de 2012,
música,
Quarantine,
reseñas
martes, febrero 19, 2013
Los mejores discos de 2012 (VII)
7. Ariel Pink’s Haunted Graffitti – “Mature Themes”
Comencemos sacando del medio lo obvio: Ariel Pink es un artista del absurdo pop. Pero pop entendido como lo hacía Andy Warhol, en cualquier caso. Rodeado desde 2010 de un hype algo desconcertante, esta dimensión de su arte quizás se aprecia mejor en sus presentaciones en vivo. Imaginen: sale al escenario envuelto en hielo seco y láseres pastel, con un pantalón rosa apretado y una camisa celeste agua, gafas con twinkies incrustados en las patas, la melena al aire... Un histrión listo para desfigurar, con amor, "Love me do". Es justo eso lo que hace en la canción con la que suele abrir su show, entre citas a "Ghost riders in the sky", una versión VHS de Wagner, odas a la cultura sexual de Beverly Hills... en lo que en verdad es un homenaje al Dr. Mario, proctólogo del barrio en el que ahora vive Pink. Y esa canción se llama "Symphony of the Nymph", la mejor de este disco y tal vez lo más logrado que produjo Ariel Pink en formato banda.
"Mature themes" es un disco más coherente con el discurso artístico amplio de Pink que su debut con Haunted Graffitti, "Before today" (2010). Tanto así que el (a su pesar) inventor del chillwave se muestra lejano a las referencias de ese estilo, evocando más bien el segundo disco de Suicide o a los The Police más tecnófilos. O quizás a las partes más piradas de su rompedor "The Doldrums" (2000). Una distancia que hace evidente en "Goodbye American Primitivism", su despedida del género, con la que deja muy claro que su música es un Rauschenberg si se lo compara con los Lichtensteins litografiados que vendrían a ser los discos de la competencia --si nos permiten seguir con la analogía del arte pop. Esa renuncia, puede que no tan inocente, a tomar el timón de la escena chillwave es soportada por el resto de canciones de este disco, que fructifican en la apuesta descarriada del bizarro compositor californiano.
Ya nadie duda que Pink es pura sapiencia pop, y que en su música el autismo lo-fi es la elección estética de un artista que antes producía con tanto frenesí que no tenía tiempo para refinarse en lo técnico. Ahí no se encuentra ningún tipo de transgresión, y "Mature themes" o "Baby" son hermoso pop ochentero, canciones perfectas para bailar pegaditos en quinceaños freak. Pero Ariel Pink incluso mira más atrás en esa vocación de orfebre pop, logrando que "Only in my dream" pase por un descarte de los Everly Brothers. De cierto modo este disco suplanta en nuestra imaginación la clase de carrera que habría tenido Lou Reed de seguir trabajando como compositor anónimo de hits desechables para el mercado adolescente, en lugar de fundar la Velvet.
Por otro lado, es verdad que hace gracia escuchar a Pink dedicarle una destartalada canción a las salchichas ("Schnitzel Boogie"), pero hay poco de novelty ahí y mucho del gesto que patentó Duchamp con su urinal. Pero no se alarmen, Pink sigue garantizando montañas de sarcasmo. Por ejemplo, "Driftwood" y "Early birds of Babylon" son la versión Weird-Al Yankovic de Joy Division, y aún así son más ingeniosas que la mayoría de los imitadores post-punk. Lo mismo vale para "Kinski Assassins", bautizada en honor al famoso actor alemán, en la que sobre un Casio derruido Pink versa sobre bombas testiculares, el juego de mesa “Battlefield” y "Casablanca". Todoesto imitando la voz de David Bowie. La comedia pop como una de las bellas artes, pues.
A Pink le falta perversidad para calcular un disco que, repitiendo "Round and round", lo consagre como ídolo hipster. Y eso que en "Mature themes" hay temas que se parecen al anterior disco ("Pink slime", "Live it up"). Aún así, este álbum no debería ahuyentar a sus viejos fans. De hecho, abandona el filo punk por una elegancia al estilo de unos Roxy Music de ligas menores. A pesar de todo, Pink no busca sobrecogernos, sino que es maximalista por virtud y mérito de su delirante personalidad. Es, por tanto, muy posible que Pink sea el único artista de su generación capaz de hacer un disco en el que todas las canciones comienzan con la sensación de una resaca cooltural, in media res, y todavía decir que ese es su disco maduro.
Etiquetas:
Ariel Pink,
Mature Themes,
mejores discos de 2012,
música,
reseñas
lunes, febrero 18, 2013
Los mejores discos de 2012 (VIII)
8. Fiona Apple – “The Idler Wheel…”
Crecer en público es de por sí difícil para cualquier artista, pero debe ser lo más parecido a una maldición para un espíritu patológico en su timidez. Justo eso le pasó a Fiona Apple, que lleva en la industria algo más de 18 años. Se dio a conocer como una nymphette alternativa, que cambiaba la sordidez maquillada de inocencia por una inusual inteligencia, pero por muy interesante que haya sido su obra primeriza, para una compositora tan perfeccionista como Apple esas canciones deben equivaler a las fotos de un adolescente con espinillas. La magnífica consistencia de sus tres discos anteriores la salvan de ese tormento, pero aún así es imposible dejar de notar cierta madurez, cercana a lo que intuimos será la versión definitiva de su sonido, en “The idler wheel…”. Un cuarto disco que, como hace patente desde su portada, es un intento por capturar el complejo paisaje interno de la cantante. Pero es un retrato que, y esa es la diferencia fundamental, admite la distorsión del observador, explotándola como un recurso creativo más.
Ese salto de perspectiva se materializa en “Werewolf”, en la que Apple canta: “Podría decir que te pareces a un hombre lobo, por cómo me dejas por muerta/Pero admito que la luna llena la puse yo.” No es un detalle menor, pues esa concesión permite que un álbum de pérdidas y soledad tan duro como este no suene a invectivas despechadas, ni a autocompasión melancólica. Ese verso es un sencillo "vamos a compartir la culpa", que le cambia el sentido al tren compostivo de Apple. Al fin, más que canciones de amor y odio, las de este disco hablan sobre el idéntico desconcierto que nos provoca la memoria y la proyección del romance (“Valentine”, “Every single night” y “Werewolf”). Incluso cuando Apple trata el dolor sentimental, lo hace desde una mirada adulta, que entiende que no puedes odiar a tu ex toda la vida, pero que también sabe que siempre encontrarás formas –de intimidad y verdad atroces– para maldecirlo cuando te lo encuentres en la misma habitación (“Perifery”, “Regret”). Puede que no sea la primera vez que Fiona Apple escribe canciones así, pero jamás le habían quedado tan contundentes.
En lo sonoro “The idler wheel…” es también más sutil y desnudo. En algo que es apropiado para un disco tan centrado en su personalidad, Apple prescinde de su viejo productor Jon Brion, desechando las piruetas arreglísticas y cualquier cosa que se parezca a una melodía bonita. En cambio, los elementos percusivos resaltan, en toda su gama, en este disco: desde delicados xilófonos, a cómo se usa el piano o la misma intensidad de la voz --ambos por completo rítmicos. Van de prueba los coros de “Every single night”, esa batería que suena como un ventilador averiado en “Daredevil” o la turbiedad quebradiza de “Regret”. De este modo, el disco busca equiparar la espontaneidad de los arreglos con el brutal intimismo de las letras. Así, como podemos escuchar una voz rasgada por el deseo de venganza, tampoco se nos ocultan el crujir de la madera de un piano que ya tiene los bajos muy trajinados.
Pero “The idler wheel…” no es un triunfo artístico porque pone a Fiona Apple a la altura de “Blue”, “La zona sucia” o algún clásico por el estilo. Lo es porque le permite a Apple una expresión cercana al vaciamiento emocional, que a su vez provoca un efecto parecido en el oyente. En otras palabras, aunque su materia es profundamente confesional, hurga igual de hondo en la intimidad de sus oyentes. Y si hay un tour de force sentimental que sirva como testamento del poder artístico que Apple alcanza aquí, tiene que ser la canción “Left alone”. Quizás lo mejor que ha escrito hasta ahora, es imposible no estremecerse cuando se la escucha. Es que con esos bríos, hay que poner a Fiona Apple en el mismo sitial que PJ Harvey, consagradas como compositoras longevas que hoy están produciendo el mejor trabajo de sus carreras, en una envidiable plenitud estilística y autoral.
Etiquetas:
Fiona Apple,
mejores discos de 2012,
música,
reseñas,
The idler wheel
domingo, febrero 17, 2013
Los mejores discos de 2012 (IX)
9. Bob Dylan – “Tempest”
Si con su estupendo “Modern Times” de 2006 Bob Dylan se metió con Chaplin, ahora se anima con William Shakespeare, a juzgar por el título de su más reciente disco. Pero, si acaso hay alguna proximidad entre las (casi) homónimas obras de estos dos genios, ésta pueda darse al contraponer al Dylan oscuro y vengativo de estas canciones con Próspero. Aunque en lugar de libros, los incunables del gran bardo de Duluth son los sonidos de raíz profunda, inmemorial, del folklore norteamericano.
A estas alturas un disco nuevo de Bob Dylan debería ser como una entrega arqueológica de esa forma reciente del pasado que llamamos modernidad. Por algo toma como tema central el desastre del Titanic, punto de partida de la modernidad contemporánea. Sin estirar mucho la imaginación, uno podría fechar este disco (y gran parte de la trilogía que lo precede) antes de 1949. De no ser por el homenaje a John Lennon. O la inclusión de DiCaprio en “Tempest”. O también… puede que no. Bueno, a primera escucha el disco se mueve en el registro del blues, clásico en su sonido y léxico, con canciones sobre trenes fantasma, bares de mala reputación y mujeres desalmadas. Pero al afinar nuestro acercamiento encontramos muchos otros matices. No sorprende a nadie la facilidad de Dylan para narrar, hacer chistes y mitificar, pero es impresionante que siga en máximo dominio de la sofisticación intertexual –eso que algunos de sus críticos llaman plagio. Como fuera, el de Duluth cita con libertad los sonidos y las frases de la tradición folk, de la literatura (a veces cosas tan raras como poetas cuáqueros de 1800, en otras a íconos como Poe o la Biblia) y hasta se presta frases de las canciones de los Beatles.
Una de las cosas que hace de “Tempest” más que un estupendo disco es que, a pesar del aire crepuscular de las canciones –y al contrario de lo que suele pasar cuando un músico mayor se pone a cantar esta clase de material–, éstas no suenan a despedida. Y si el blues cochambroso de “Together through life” (2009) olía lascivo, aquí no es difícil imaginar al Bobby Zimmerman adolescente recibir su primer beso con “Soon after midnight” de fondo, una canción de amor veraniego como las de Bobby Vee o Ricky Nelson. Pero la delicadeza romántica es un espejismo hasta en esa misma canción, que termina con al menos un cadáver de por medio, pues lo cruel, lo surrealista y trascendente se mezcla en estas canciones (“Long and wasted years”, “Pay in blood”, “Tin angel”) como lo hacía en las de la Carter Family, o en los viejos éxitos del de Minnesota.
Para grabar este disco Dylan se hace acompañar de nuevo por su banda de gira, que luego de décadas a su lado ha comprendido que su tarea es poner un marco que no se entrometa con la atracción principal. Pero eso no quiere decir que sean prescindibles, pues están tan compenetrados y finos que, en su traslúcido estilo, asimilan los cambios de voces, perspectivas, tiempos y lógicas, tan caros a la obra de Dylan. Incluso ofrecen detalles de mayor visibilidad, como riffs poderosos (“Narrow way”) y hasta toques funky (“Pay in blood” la podría cantar Curtis Mayfield). Son tan versátiles que en “Tin angel” consiguen el ominoso sonido de la ciénaga nocturna sin sumergirse en el pantano digital que tanto le gusta a Daniel Lanois --y que aplicó con exceso maniático a “Time out of mind”. Están también los aires entre celta y country, al estilo de la tradicional “Barbry Allen”, que se detecta en “Scarlet town” (con más de un eco a “Desire”) o la propia “Tempest”. O las ya clásicas baladas, que alternan entre el jazz y el vals, centrales al registro Dylaniano de 2001 en adelante.
Como pasa en lo mejor de la obra de Bob Dylan, en “Tempest” sobra ambición, que de hecho conduce canciones tan largas y afiebradas como la clásica “Desolation row”. Pero son algunos chispazos subterráneos los que nos tocan con más fuerza, ya porque apuntan al espíritu de “Blood on the tracks” (“Long and wasted years”) o porque nos hablan de emociones reales y humanas. Si somos honestos, no todos vamos a ir a resolver disputas de celos a tiros. Por esto es que el adjetivo de shakesperiano le cabe sin exagerar a “Tempest”, pues -como gran parte de la obra de Bob Dylan- este álbum conecta con las verdades profundas de lo humano, con la esencia insondable de nuestros mitos, por encima de cualquier circunstancia. Es un título, pues, justo. Al final, más que Lennon o Kerouac, los pares que aspiró tener Dylan siempre fueron Robert Johnson, Woody Guthrie, Homero y… Shakespeare.
Etiquetas:
Bob Dylan,
mejores discos de 2012,
reseñas,
Tempest
sábado, febrero 16, 2013
Los mejores discos de 2012 (X)
Porque estamos convencidos de que una lista de fin de año puede salir incluso más tarde que la de "Pazz & Jop", luego de completar el ranking con los mejores discos latinos de 2012, comenzamos el conteo global/anglosajón. De nuevo, es tan solo un acercamiento personal a la música del año pasado que con mayor fuerza capturó nuestra atención. Esta lista se completa con la revisión de los mejores discos latinos de 2012, que pueden encontrar aquí. Esperamos sus comentarios.
10. Kendrick Lamar – “good kid, m.A.A.d. city”
La aparición de jóvenes sensaciones en el rap es cada vez más frecuente. Al menos desde que pop y R&B/rap son sinónimos prácticos. Claro que no siempre se trata de propuestas con sustancia para soportar el paso del tiempo, e incluso menos dadas a la verdadera innovación. Aunque lleva rondando el circuito hip hop desde hace más de 5 años y su primer lanzamiento oficial data de 2009, con su debut discográfico "good kid, m.A.A.d city", Kendrick Lamar postula con fuerza por un lugar en el panteón de ese género. La diferencia está en que Lamar ambiciona la condición de totalizador cultural que lo conectaría con la ilustre y longeva historia de Dr. Dre, Ice Cube, Snoop Dogg, Tupac Shakur, Biggie Smalls, Nas y Eminem. Como "Doggy style" o "Illmatic", éste es la clase de disco que funciona como un excepcional barómetro de su época, pero que captura la esencia del artista que lo grabó de forma tan fundamental que, por fuerza, tiene que representar el nacimiento de una mega estrella.
Y eso que la carrera de Lamar antes de "good kid, m.A.A.d. city" ya era del todo atípica. Primero, se tomó 3 años para preparar su debut en una major, periodo en el que lanzó una mixtape y un disco independiente, además de colaborar con Dr. Dre, Talib Kweli, Warren G, Drake y... er, Lady Gaga. Ese ritmo productivo corresponde a la voluntad de un Lamar muy consciente de lo que quiere hacer y decir. Por ejemplo, si Frank Ocean, la otra sensación hip hop/R&B del año pasado, abre su disco con el sonido de una orquesta imitando a una Play Station, Kendrick Lamar lo hace con el mecanismo de una vieja casetera. El disco apunta, no cabe duda, a hablarle a "The Chronic" y "All eyez on me" de tú a tú, pero también incluye señas de modernidad en la producción y en lo lírico: ahí tenemos rimas sobre recibir un SMS con fotos de su novia desnuda o el beat paranoico de "Backseat freestyle". Es más, si bien el disco nos ofrece un ejercicio de estilo G-funk, cosas como "The art of peer pressure" consiguen hibridar ese purismo con lo mejor del rap contemporáneo. En cuanto a inscribirse en el imaginario estándar del género, si "m.A.A.d. city" es una declaración de amor al gangsta rap de la costa oeste, canciones como "Bitch don't kill my vibe" son sensibles y groovy, con la honestidad emocional del hip hop post Kanye West. No hablamos, pues, de un trabajo arisco en lo introspectivo, ni reducido a los tics estilísticos del rap californiano. Ese registro, multifacético pero coherente, es el que hace de este álbum una obra trascendente.
Enfocado como un cortometraje sobre sus años creciendo en Compton, el disco es una bildungsroman en toda regla, concebida además por un autor en pleno dominio de una sorprendente gama de recursos narrativos. Al punto de tener suficiente confianza para decir que reza para tener un pene tan grande como la Torre Eiffel, y así darle al mundo por el culo. O discutir con su propia consciencia en "Swimming pools (Drank)". Pero cuidado, el disco es tanto una historia sobre la vida de Lamar como una fábula sobre el Compton mítico del gangsta rap noventero. Esto último no tanto porque Kendrick Lamar pueda ser un arquetipo de joven afroamericano criado al interior de los suburbios, sino porque la clase de decisiones que debe tomar representan, en el fondo, los mismos dilemas morales que nosotros afrontamos. Espero que ninguno haya tenido que estar en un tiroteo, o robado aparatos electrónicos, menos salir con strippers; pero, en un calibre cotidiano, sí que hemos lidiado con la presión de un entorno que no empuja a hacer algo que no estamos seguros de querer, hemos fantaseado con el poder, la venganza y el deseo, etc. Lo que conduce todo ese universo es un flow magnífico, que recuerda la versatilidad de Nas y el rango emocional de Tupac Shakur. Lo justo para cimentar una personalidad, o por lo menos un personaje, larger than life.
Exceptuando la melosa "I used to love H.E.R." de Common, hasta ahora el rap había conseguido resistirse a la nostalgia irremisa del revivalismo, a la endogamia mítica. Bien escuchadas, canciones como "Hip hop" de Mos Def tenían más predicamento sociológico que el himno rockista promedio. Pero Kendrick Lamar admite que decidió hacerse rapero cuando vio a Dr. Dre y Tupac Shakur grabar el vídeo de "California love" muy cerca de su casa. Es un momento similar al que experimentó Bruce Springsteen al escuchar a Bob Dylan en la radio del auto de su madre, pero también un posible impulso hacia la autocelebración del hip hop como tradición. Claro que lo de Lamar no va por ese lado, como podemos comprobar en la sublime "Sing about me, I'm dying of thirst". Esta canción es en la que con mayor claridad vemos a Lamar dar un paso atrás, dejándole los reflectores a sus personajes, en un disco que -en esencia- es la construcción del mito Kendrick Lamar. Un gesto indispensable para separar al autor del ególatra, pues en la canción Lamar recibe una simbólica antorcha expresiva en la forma del pedido de un camarada moribundo, que le ruega para que cante sobre él cuando llegue el día. Pero el tema es mucho más que un cuento urdido para ungir a Lamar; al contrario, se trata de un magnífico relato coral, en el que Kendrick Lamar rapea desde varios personajes, alrededor suyo, construyendo un conmovedor retrato interno del mundo en el que creció. En pocas palabras, con "good kid, m.A.A.d. city" el momento consagratorio que predice esta canción ha llegado, y Lamar le hace frente con un talento y oficio abrumadores, que sin embargo no consiguen cegarlo de su entorno, sino que se lo transparentan. Ahí radica la magnitud de la promesa que se manifiesta en este súbito clásico del género.
Etiquetas:
good kid m.a.a.d city,
Kendrick Lamar,
mejores discos de 2012,
reseñas
jueves, febrero 14, 2013
Formas de encontrar el presente
El dos de febrero de cada año, por lo menos desde 1880, un grupo de gente se reúne en Pennsylvania para observar a una marmota contemplar su sombra. Se supone que la reacción del célebre Punxsutawney Phil, que es el nombre del animalito, puede predecir la cantidad de semanas que faltan para la llegada de la primavera. Si Phil ve su sombra y se vuelve a meter en su madriguera, el invierno ya no durará demasiado. Es una prueba más de que vivimos en un universo paraconsistente, pues mientras la ciencia se acerca a una superteoría cuántica, con un mapa probabilístico para casi cada evento imaginable, lo más probable es que la marmota no se equivoque. O que se equivoque lo mismo que un modelo desarrollado por el CERN. Lo cierto es que, a pesar del aparente colapso de la posmodernidad occidental, hay pocas cosas que rebasan los márgenes de lo explicable. El desplome a gran escala del sistema financiero global es un cisne negro, la clase de suceso que no podemos predecir porque no observamos, pero… a un nivel mucho más doméstico, ¿cuál es la dimensión de lo extraordinario? La crítica de un disco de rock no es el lugar para hablar de eso. Lo que aquí viene a cuento es que, el dos de febrero pasado, tuvo lugar un acontecimiento extraordinario, capaz de sacudir el omniverso y la más vulgar rutina dominical: My Bloody Valentine publicó “m b v”. Y, no debería sorprendernos tanto, la reacción del segmento del mundo al que este tipo de cosa le puede interesar fue una mezcla de alivio e incredulidad. Como le pasa a Punxsutawney Phil cuando asoma y se topa con algo imprevisto, su propia sombra.
Lo que esta narración omite, y con ella gran parte de las reseñas del disco, que traducen en satisfacción fanática el desconcierto de un lanzamiento inesperado –o más bien, tan esperado que dejó de registrar en el léxico de lo posible–, es que si bien 22 años separan los dos últimos trabajos de los Valentine, en su etapa formativa, entre 1987 y 1989, lanzaron cinco discos, contando EPs y miniálbumes. Esto sin incluir la primera época con Dave Conway como vocalista, ni “Isn’t anything” (1989), primera gran demostración del poder sonoro de la banda. Tampoco es tan cierto que Kevin Shields, mente maestra de MBV, enloqueció mientras intentaba grabar una continuación de “Loveless” (1991). Es más, la gestación de ese disco ya fue difícil y prolongada, abarcando casi tres años, dieciséis ingenieros de sonido y un desembolso monetario tan exigente como para, dice la leyenda, mandar a la quiebra a Creation Records. El prolífico ritmo productivo de la banda se rompe justo con su llegada a este sello, en 1988. Lo que sucedió es que –como se puede escuchar en la canción “Slow” de “You made me realise” (1988), su primer EP en Creation– Shields descubrió un nuevo lenguaje sonoro, una forma única de usar el acorde de guitarra como elemento rítmico, ambiental y granular, a un mismo tiempo. Ese bending que, pasando de la nota afinada al acople, nos hace escuchar aquello que está entre los sonidos del típico riff de rock. La banda sabía que había dado con algo importante y, con cierta reverencia, meditó mucho qué iba a hacer con eso. Se tomaron su tiempo para perfeccionar su próximo movimiento, no iban a desperdiciar ese don. Como siguiendo el consejo del Tío Ben, ya saben.
Si lo ponemos en esos términos, lo que desembocó en “Isn’t anything” (1989) fueron ejercicios caligráficos y “Loveless” (1991) la primigenia obra maestra de ese nuevo lenguaje, entonces “m b v” (2013) vendría a ser una estupenda nouvelle escrita en aquel léxico. El propio Shields estuvo anunciándolo todo este tiempo, aunque por el efecto “Juanito y el lobo” muy pocos lo tomaron en serio. El nuevo disco se iba a parecer más a “Isn’t anything” que a “Loveless”. Es verdad, pues como el de 1989, “m b v” es un disco entendido más tradicionalmente, sin el aura de obra singular de “Loveless”. Es un conjunto de canciones interconectadas de forma por poco incidental, claro que las de “m b v” no tienen que ver con cosas como “Sueisfine”, que delataban la educación noise-punk de la banda. En cambio, las de este disco se acercan tanto al apego rítmico como a la sensualidad sutil de temas como “I only said”, en el que la vibración física de la guitarra la podíamos sentir en nuestras propias manos, o la nana distorsionada que es “Loomer”. Pero ojo, no hay que pensar que en “m b v” encontramos atenuación de algún tipo, pues el volumen supersónico de la banda está siempre presente, lo mismo que la inmediatez instintiva de unas melodías que no se podría evitar calificar como pop difuso.
Puede ser, incluso, que las canciones de “m b v” suenen más juveniles que la obra típica de la banda. Eso tiene que ver con que, al menos en su primera parte, el disco tiene un rastro de liberación. Como si toda la tensión sexual de “Loveless” encontrase salida en los picos melódicos de los coros de “only tomorrow”. Unas emisiones casi orgásmicas –perdonen que me ponga gráfico– que evocan la sensación que “When you sleep” supo provocar. Esa tónica trippy y sexual también aparece en “new you”, levantada sobre un beat baggy pero distorsionado, que logra por ello sonar menos de su tiempo que la batería de “Soon”, por dar un ejemplo. En esta última, aunque parezca extraño, incluso las partes vocales son más prominentes de lo habitual. Un rasgo que comparte con “is this and yes” and “if I am”, en las que las texturas de guitarra desempeñan funciones más discretas, desplazadas por un órgano, funcionando como un delicioso colchón de loops en las manos de un productor dance. Matices que, por cierto, ya se apreciaban en "We have all the time in the world", que con otro cover ("Map. Ref. 41°N 93°W"), son el único material nuevo que habían grabado los Valentine desde 1991.
Ya nos había advertido Kevin Shields, en 1995, que habrían trazas jungle en el nuevo disco. Es una promesa que cumple a medias, con “wonder 2” asumiendo una propulsión frenética, que remite a ese estilo tan en boga en los noventa sin perderle pisada a la electrónica de ambientes turbios, distópicos de la Inglaterra contemporánea. Por algo es, con distancia, la más desorientadora y agresiva canción de este disco. Además, usa de forma literal un símil a menudo invocado para describir la experiencia sonora de la banda: si dicen que nuestros conciertos se sienten como meter la cabeza en la turbina de un avión, aquí tienen una canción que suena como si un jet estuviera girando en espirales sobre tu cabeza. Aún así, el gesto más radical que guarda este disco se encuentra en “nothing is”; un experimento que transfigura un drone de una nota en una canción que se empuja a sí misma al precipicio. Una violencia minimalista que no recurre al volumen para aturdir, sino a una fuerza rítmica que le hace justicia a Colm Ó Ciósóig, baterista del grupo que casi no apareció en “Loveless”, ya que estaba enfermo durante su grabación y sus partes fueron reconstruidas a partir de samples y programaciones. Son estas dos canciones, que junto a la igual de contundente “in another way” cierran el disco, las que apuntan a distanciarse de la sombra de “Loveless”, aunque para ello vuelvan sobre la agresión de los directos de la banda en su etapa precedente (1990-1992).
Es indudable que “m b v” tiene cierta homogeneidad arremolinada, suficiente para que no confundamos éste con otra cosa que un disco de My Bloody Valentine. Sus nueve canciones suenan como la banda –como eso que podríamos denominar su identidad– tanto como "Loveless" sonaba atemporal, delimitado por su propia leyenda. Al contrario de lo que algunos piensan, no creo que sea un disco que intente servir como portal al pasado. No suena al 93, ni al 95 ni al 91. Suena al disco que My Bloody Valentine lanzó en 2013, un mérito que se ganaron al margen de toda cronología. Tampoco hace falta explicar la espera sufrida de “Loveless” para acá. Los freudianos de fin de semana podrán pensar que este tiempo fue el necesario para que Shields superase la presión de darle continuidad a la que, hiciera lo que hiciera, será su obra maestra. Habrá otros que, frustrados por un disco incapaz de replicar la ruptura paradigmática de “Loveless”, vean en “m b v” una obra menor. Tal vez ni Shields ni ningún músico de esta generación podía volver a arrebatar de ese modo las posibilidades de la guitarra como instrumento. Lo concreto es que, la que fue una banda voraz hasta descubrir su lenguaje particular, ahora se toma las pausas necesarias hasta tener algo nuevo que decir. Y así como en 1988 había señales inminentes de que alguien iba a conjugar ese lenguaje, completado el relanzamiento de su discografía en 2012 y con la antesala de dos homenajes tan raros/deliciosos como “Yellow loveless” y “The loveless poison” editados apenas comenzar 2013, por primera vez en dos décadas la llegada de un nuevo disco de los Valentine parecía inminente.
Que Kevin Shields se haya permitido jugar con la credulidad de los Santo Tomás del shoegaze, una y otra vez, es un capricho que le tenemos que permitir. No faltará el que especule que “m b v” está compuesto por descartes de las sesiones de “Loveless”, o el fan que lamente los 20 años de evolución perdidos por una banda que pudo haber sacado este mismo disco, quizás con un recibimiento algo más tibio, en 1993 como se planeó. Da igual. Aquí lo importante es que con “m b v” entendimos lo que hace un día extraordinario. Mientras hay gente que sale a comprar el pan como en una mañana de domingo cualquiera, y otros esperan a que una marmota saque la cabeza al sol, tú te la pasas escuchando este disco con fruición. Como si se fuera a desvanecer en la fantasía, igual que el Arca de la Alianza, el Halcón Maltés o la militancia del MAS en la clase media. Lo que hace a “m b v” único es su capacidad para cumplir las promesas de un “Loveless” que dejaba abiertas todas las puertas, que nos presentaba un lenguaje maravilloso, con el que se suponía My Bloody Valentine nos iba a regalar cosas incluso más grandes. Pero los Valentine no dejan nada al azar. Tratando de aplacar la impaciencia de Alan McGee, jefe de Creation Records, que se desesperaba preguntándoles cuándo tendrían listo “Loveless”, Shields le contestaba con los títulos de sus canciones: “Soon”, “Sometimes”, “To here knows when”. No puede ser una coincidencia que la primera canción de “m b v” sea “she found now”, y abra el disco en que esta banda encuentra el presente. Pero no un momento sonoro actual; sino el ahora de un grupo que comenzó como inepta imitación de The Birthday Party, con “Loveless” perfeccionó su léxico sonoro, y que aquí nos dice que está listo para regalarnos nueva música con la frecuencia que ellos deseen. Y ese será siempre un acontecimiento extraordinario.
Feliz día de San Valentín. Mañana iniciamos el ranking de los mejores discos de 2012.
Etiquetas:
mbv,
música,
My Bloody Valentine,
reseñas,
shoegaze
miércoles, febrero 13, 2013
Los mejores discos latinos de 2012 (ranking completo)
1. Hidrogenesse - "Un dígito binario dudoso: Recital para Alan Turing"
2. Ricardo Villalobos - "Dependent and happy"
3. El mató a un policía motorizado - "La dinastía Scorpio"
4. Los Evangelistas - "Homenaje a Enrique Morente"
5. Ases Falsos - "Juventud Americana"
6. John Talabot - "fin"
7. Installed - "Paisajes de Invierno"
8. Silva - "Claridão"
9. Daniel Maloso - "In & Out"
10. Nene Malo - "Me declaro culpable"
11. Cocaína - "Cocaína"
12. Pegasvs - "Pegasvs"
13. Los Reyes del Falsete - "Días nuestros"
14. Los Mil Jinetes - "Mundo tan mal hecho"
15. Flopa & Minimal - "La piedra en el aire"
16. Michael Mike - "Música negra"
17. Mañaneros - "El sonido de lo inevitable"
18. Matilda Manzana - "Conjuntos cartográficos"
19. Tom Zé - "Tropical Lixo Lógico" / Caetano Veloso - "Abraçaço"
20. Instituto Mexicano del Sonido - "Político" / Café Tacvba - "El objeto antes llamado disco"
Etiquetas:
mejores discos latinos 2012,
música,
reseñas
Los mejores discos latinos de 2012 (X)
10. Nene Malo - "Me declaro culpable"
Así es, la cepa villera del reguetón es todo lo infecciosa, sensual y cataclísmica que temíamos. Un arma de destrucción masiva, casi. A pesar del talento innovador de productores como Pablo Lescano, tardó bastante en aparecer un artista que pudiese fusionar la expresión villera con el ya longevo e institucionalizado reguetón. Por fortuna, haciendo buena la promesa de Los Wachiturros, en 2012 Nene Malo llegó para ocupar ese espacio.
Pero no es una versión local del reguetón todo lo que ofrece Nene Malo, ni siquiera entretenimiento multimedia de calidad (la llegada del "Nene Malo falso" a Bolivia fue un incidente que alcanzó el grado de la performance). Salidos de Piedrabuena, el mismo barrio de Pity Álvarez, lo de este quinteto es un verdadero experimento de pop post-occidental. Formados en el hip hop, Roy y Zeta, líderes del proyecto, decidieron acercar su música a una forma de expresión más popular, pero no por ello resignaron sus ambiciones creativas. Si en el sonido coquetean con la contundencia lúbrica de la Techno Brega, o el kuduro desbordado de los Buraka Som Sistema, sus letras recuperan el descaro e ironía que perdieron Calle 13 cuando comenzaron a creerse trasuntos de Bono para el mundo latino. En una frase, representan la versión menos pasteurizada y hipster de Bomba Estéreo.
Pero la riqueza de Nene Malo está en la voraz libertad con que abordan su música, incluyendo samples autoconscientes de nuestra historia pop desechable ("Garrote"), guiños al fenómeno del huayño electrónico ("El tajo y la tanga") y hasta espejismos Shangaan ("Danza dembow"). Por esto es que sus esfuerzos los ponen más allá de la simple celebración del exotismo de gente como Major Lazer, compitiendo más bien con las exploraciones electro de Nicolas Jaar, Toro y moi o The Weekend. Es más, si The XX problematizan las relaciones sentimentales con la frialdad quirúrgica de un R&B al que le han sacado toda la sangre, dando con un estilo perfecto para escuchar en el metro londinense, Nene Malo ha encontrado nuestra respuesta. Y que ésta se escuche tanto en los puestos de venta de nuestros mercados es el cherry de la torta que nunca logrará ningún DJ anglo.
Etiquetas:
Me declaro culpable,
mejores discos latinos 2012,
música,
Nene Malo,
reseñas
martes, febrero 12, 2013
Los mejores discos latinos de 2012 (IX)
9. Daniel Maloso - "In & Out"
Si vamos a hablar de contradicciones fundamentales, el hecho de que la electronic body music la inventase un alemán, y la hayan llevado a la perfección los belgas, tiene mucho sentido. Es una música que en principio debería tener poco atractivo para los latinos, más habituados a las sinuosidades de una música bailable que casi nos dibuja en el aire las curvas que deben seguir nuestras caderas. ¿Qué nos podría decir un ritmo diseñado imitando las sacudidas de robots espasmódicos? Pues hay cosas que la globalización y las drogas pueden solucionar, para lo demás existen los misterios de la fe, como ese que encubre el motivo por el que Los Ronisch se interesaron en tocar Hi-NRG en la Cochabamba de los últimos ochenta. La historia de Daniel Maloso no es tan complicada, pues este productor multimedia mexicano, que debuta con "In & Out" en el formato de disco largo, lleva años fogueándose como DJ junto a Matías Aguayo y Rebolledo, lo que le ha servido para ganarse la admiración de sellos tan señeros como Warp o Kompakt.
Conocido por la contundencia de sus sesiones de DJ, plagadas de bajos arpegiados, sintetizadores monofónicos, vocoders y secuenciadores vintage, en "In & Out" Maloso respeta esas sus credenciales y nos ofrece una música dotada de una frialdad maquinal, tomada del techno más bestia de principios de los noventa –ese que fuera la alternativa oscura a la disociación balearic, el bajón siniestro que reclamaban las raves bañadas en éxtasis y amor libre. Maloso domina los recursos de ese estilo (diríamos una neo EBM) y crea una música electrónica carnal, que no piensa tanto en Front 242 como en el soundtrack de "Mortal Kombat" (del que su canción "Body music" es casi un cover imaginario).
Pero Maloso se parece a James Murphy en esa su rara capacidad para superar la erudición y el dominio profundo de la técnica, sepultando el enciclopedismo con la originalidad propia de lo que se denominaría un autor. Ahí está "Shera" como evidencia, un corte de techno de Detroit en el que la agresividad no cancela la sofisticación melódica. Por esto es que "In & Out" a veces recuerda los pasajes más oscuros de los primeros New Order ("They came at night"), los mixes de disco mutante del mismísimo Larry Levan ("Right kind"), al Juan Atkins más visionario o a los cultores del New Beat. Podrá no ser el disco más latino de esta lista, pero es insuperable en lo que se propone: explotar la mecánica de un funk para cerebros intoxicados.
Etiquetas:
Cómeme,
Daniel Maloso,
EBM,
In and out,
mejores discos latinos 2012,
música,
reseñas
lunes, febrero 11, 2013
Los mejores discos latinos de 2012 (VIII)
8. Silva – “Claridão”
Nadie envidia la posición de los jóvenes músicos brasileros. ¿Qué hacer para ser originales dentro de ese rizoma hecho tradición pop que es la MPB? Tiene que ser difícil, si incluso gente de la metrópoli se va al Brasil para prestarse inspiración… o como Devendra Banhart, secuestrar una banda entera –véase el caso Los Hermanos. Parecería que el indie no ha podido penetrar en la MPB como estética, a no ser en una versión atenuada, merced esa especie de purismo cercano al pop acústico (onda Elliott Smith) que practican Marcelo Camelo, Mallu Magalhaes o Cícero. En todo caso, no ha sido por falta de intentos. Por otro lado, los popes de la MPB se siguen permeando de modernidad (tanto Tom Zé como Caetano Veloso lanzaron discos notables en 2012), y la música electrónica/dance parece llevarse mejor con la parcela popular, esa en la que habitan el funk carioca, el pagode, la techno brega e incluso los sonidos sertanejos.
Ahí entra en escena “Claridão”, debut de la gran esperanza del indie brasilero, Lucio Da Silva Souza. Este nativo de Espirito Santo tiene la historia perfecta para encandilar a la prensa (se formó cantando en el coro de su iglesia, se fue de músico callejero a Europa, regresó y promocionó una música vagamente dream pop en MySpace, lanzó en 2011 un grandioso EP que lo convirtió en niño mimado de la crítica), pero también posee las toneladas de talento necesarias para hacer de su música más que una jugarreta publicitaria. Ejecutando un electro pop contemporáneo, que suena a Phoenix tanto como al indie bailable que se hizo después de “Discovery”, su música se hace única al añadir las irresistibles melodías vocales propias de la música brasilera. Por esto es que en las canciones del disco hay una nostalgia afinada para encajar con los tropos del electro pop, en una mezcla de armonías exquisitas, beats contagiosos y letras de pegada emocional. El resultado es un disco de pop perfecto, con canciones que son un golazo dance tras otro: “Falando serio”, “Mais cedo”, “Claridão”, “Moletom”, etc.
Silva describe su música como una oda a la inocencia y entusiasmo juvenil, cosa que consigue captar en el gesto desafiante de titular una canción “2012”. Puede que no tenga el arrebato de Prince y su “1999”, pero es toda una patada a la puerta del edificio de la MPB. A pesar de esa intensidad dance, Silva matiza muy bien dulzura y saudade, celebración y sentimentalismo (me imagino a Roberto Carlos vendiendo otro millón de discos con su versión de “Cansei”). Y aunque se permite jugar con lo popular (el sample de una batucada es la base de ese pastiche de Panda Bear que es “12 de maio”), “Claridão” al final de cuentas es un proyecto de indie comercial, con coros científicos en su appeal pop (a la Arcade Fire, algo muy notorio en “Imergir”), producido por el mismo equipo de James Blake, etc. Podría ser peor, en lugar de Silva un imitador de Coldplay pudo estar abriéndole las puertas de la MPB al mindie. En todo caso, el sabor que deja este disco es el de la confusa claridad que sobreviene después de haber roto una puerta a patadas. Es que ya era hora de que el maximalismo posmoderno, esa cosa que en el campo indie perfeccionó “Merriweather Post Pavillion”, llegase al Brasil, esa tierra a la que tanto le debe.
Etiquetas:
Claridao,
mejores discos latinos 2012,
música,
reseñas,
Silva
domingo, febrero 10, 2013
Los mejores discos latinos de 2012 (VII)
7. Installed – “Paisajes de invierno”
Para los que hemos nacido entre 1977 y 1990 una parte del hip hop latino jamás dejará de sonarnos a Sandy & Papo. No hay nada de malo en eso; estar al tanto de esa herencia nos da ventaja sobre otros beatmakers que recién comienzan a abrirse a las posibilidades de la poliritmia kitsch, a la riqueza del transnacionalismo tropical. El resurgimiento del merenguecore es una buena muestra de lo que se puede lograr al aplicar conceptos como la hipnagogia o la hauntología en terrenos latinos, lo mismo que la avanzada de DJs que en últimos años hemos visto conquistar el mundo desde estas latitudes (Rebolledo, White Ninja, Algodón Egipcio, Helado Negro, etc.). Fernando Álvarez, alma mater de Installed, es el último en unir sus esfuerzos a ese proyecto electrolatino.
En este, su segundo disco, Álvarez refrenda lo anticipado por su excelente debut, “Plancha” de 2011, atenuando el carácter de electrónica onírica y personal de su primer trabajo, para en cambio amplificar la dimensión emocional de sus letras. De entrada sorprende “Un amigo”, un ensayo de pop de recámara al estilo de Atlas Sound, pero también resalta la contundencia seductora de “Siempre”. Parecería, pues, que Álvarez en lugar de sacar su música de su habitación (un aspecto estético que él explota a fondo), colocó un espejo delante de su laptop y se puso a jugar a ser una estrella de pop grandilocuente. Esa transformación, y un cierto aire melancólico que tal vez explique el título del disco, marcan las canciones de “Paisajes de invierno”. Desde la sensualidad maquillada por el absurdo de “El oso”, al intimismo que cambia las algodonadas atmósferas del dream pop por beats perfectos para irse a la disco, que escuchamos en “Paz”, y hasta en baladas de piano entre la evisceración y el ridículo, como la gran “Animal”.
La música de Installed es heredera de Animal Collective y su electrónica inadaptada, pero también encuentra lugar para una introspección que recién empieza a despuntar en el soul digital. Es cierto que les llevamos ventaja en eso de la desterritorialización y la mutabilidad de los significantes a los anglosajones. Y, si le vamos a creer a la reputación que tienen las proezas pélvicas de los latinos, también en el arte de la seducción. No sorprende, por eso, que misántropos como Installed firmen por acá discos en los que la individualidad funciona como una fuerza que articula la repetición y la transgresión de los sentidos. Sí, esta es una música de una elaboración intelectual a veces exagerada, pero también el tipo de cosa en la que cabe una canción que dice “Cuando llega el frío me quiero convertir en oso para irme al bosque”. Ustedes saquen las cuentas.
Etiquetas:
Installed,
mejores discos latinos 2012,
música,
Paisajes de Invierno,
reseñas
Suscribirse a:
Entradas (Atom)