viernes, abril 19, 2013

Postales de la caída: A diez años del fin de la industria musical como la conocíamos (V)



Un vistazo a los charts, las listas de popularidad de 2003, nos revela que fue el año en el que las estéticas convivieron. ¿Cuál es el último gran himno de rock clásico? “Seven nation army”. ¿La canción pop más contundente de la década pasada? “Hey ya!” (“Crazy in love” también vale como respuesta correcta). Ambas se lanzaron en 2003, pero obviando lo que podría ser una coincidencia, la lista de hits de ese año es larga e incluye muestras de rap hedonista (50 Cent debutó ese año, Kelis, Sean Paul y R. Kelly dominaron los rankings) y los primeros brotes de la versión más confesional del género, vertiente consagrada en 2010 (Kanye West, cabeza de ese movimiento, debutaría en 2004, pero el lamento post-Britney de “Cry me a river”, y hasta “Lose yourself” aplican como antecedentes). Se intuye una coexistencia precaria, pero coherente con la simbiosis de R&B, rap y pop... y a partir de 2003 también de ciertos rasgos del rock independiente, como músicas de consumo masivo y cotidiano. Sin embargo, aunque casi ningún grupo indie previo a este boom se mantenga hoy en boga (lo que por otro lado demuestra lo efímero de las carreras en esta escena), fue en 2003 que se inició un irreversible proceso de masificación de ese estilo, propiciado por los cambios tecnológicos y demográficos que obligaron a productores de cine y televisión a fijarse en lo que se cocía en este mercado. Así pasamos de incluir una tímida canción de Death Cab for Cutie en el soundtrack de The O.C. a tener toda una sitcom satirizando a los hipsters (Portlandia), e incluso a publicistas imitando a Grizzly Bear, Vampire Weekend o Beach House para sus anuncios de automóviles.

Sí, conocemos la historia de “Juno” y de las bandas sonoras de “Scott Pilgrim vs. the World” y “New Moon”, pero el auténtico punto de quiebre también está cerca de 2003, en el soundtrack de “Garden State”. Nunca he visto esta película, pero sé que le presentó The Shins a un público que lo más cerca del indie que había estado era Snow Patrol o The Killers. No es una sorpresa, con algo de tacto se podía combinar la sensibilidad a flor de piel de las comedias románticas adolescentes con ciertas facetas de Nick Drake o The Smiths. De ahí que personajes ajenos a los parámetros estéticos indie, como Ryan Gosling o Zooey Deschanel, hayan terminado convertidos en íconos de la faceta comercial del movimiento. Ojo que esto también se aplica a bandas de un sonido menos manso. “Lost in translation”, también de 2003, sin duda fue la introducción de muchos a The Jesus and Mary Chain y MBV. Con menos aspavientos que en 1991, tal vez por la estragada salud de la industria discográfica, lo indie comenzó a filtrarse en la narrativa mainstream. Y así como hasta más o menos 2003 vivimos bajo el signo del boom alternativo, hoy lo hacemos en el mundo alumbrado por la eclosión indie que se fermentó hace diez años. De cierto modo, la deformación que llevó de Nirvana en 1991 a Nickelback en 2001 es la misma que se operó entre Arcade Fire en 2004 y Mumford & Sons en estos días. Pero hay que evitar las alarmas puristas ante la comercialización del género, o su aparente degradación ideológica, pues esto también es un negocio. A diferencia de las bandas del rock alternativo, que se ofuscaron ante la inminencia de lo masivo, algunos grupos indie decidieron jugar sin complejos. La idea es vivir de esto, así que mientras no te empujen a lo grotesco, todo se negocia. Es producto de esa actitud que hoy parezca imposible “venderse” (sell-out). Algo que, además, tiene perfecto sentido en los tiempos que corren. La pregunta es cómo redefinir un género como el indie, caracterizado por su intransigencia en lo comercial, en este contexto.


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