Claro que el cambio en los patrones y hábitos de consumo cultural, acelerado por las tecnologías digitales, tiene que derivar en algo más que mashups ingeniosos. El año pasado Simon Reynolds, en su ensayo “We are all David Toop now”, analizaba el impacto que tiene sobre nuestra forma de entender la música el acceso inmediato a un bagaje de erudición musical al nivel de un experto como Toop –al que adquirir y procesar la vastedad de su fonoteca le ocupó toda su vida adulta. Pero el que supo leer ese cambio primero y mejor, traduciendo su ansiedad generacional y profesional en música, fue James Murphy. Un veterano del hardcore y la producción de bandas al filo del dance y el rock, el líder de LCD Soundsystem se inventó como el último representante de una estirpe que obtuvo distinción y reconocimiento por su dominio de campos arcanos del arte musical. Consciente de que esta ventaja se estaba esfumando, Murphy dibujó el arco de una carrera perfecta (e irrepetible), con todos los tropos de la banda de rock excepto el final decadente. De ese modo, su debut con “Losing my edge” fue una declaración de principios tanto como un manifiesto creativo y un tratado sobre el zeitgeist. Trabajando diversos niveles de significado, elegir para la tapa de “Introns” una foto de su colección de discos –como queriendo justificar el haberse ganado el derecho de robarle tantas ideas a Bowie, la Velvet y el post-punk–, en realidad también servía para Murphy como un modo de castigarse, de poner en perspectiva una trayectoria musical impecable que, sin embargo, le demandaba un esfuerzo tan absurdo como el de haber levantado ese estante desbordado de discos.
Es de suponer que esta desmaterialización fue problemática para críticos de la tanda de Robert Christgau (decano del rock clásico), Chuck Klosterman, Robb Sheffield o Nathan Rabin (del college rock al post-grunge, la generación de James Murphy) e incluso para algunos de cronología más cercana, como Nitsuh Abebe (columnista de Pitchfork). No lo es tanto para nosotros, que en lugar de lidiar con empleados de tiendas de discos cabrones o álbumes inconseguibles, tuvimos que sufrir conexiones a internet lentas, el cierre de Napster (o Megaupload), y el colapso de nuestros discos duros. Es cierto que incluso dentro de esta forma de acceder a la música hay distinciones temporales, pues esperar noches enteras para bajar una canción suelta de LimeWire no se compara con tenerlo casi todo en streaming por Spotify o Soundcloud. En cualquier caso, lo rico de abordar la música con esa libertad está en la desaparición de los prejuicios y filtros institucionales, más que en superar simplemente las limitaciones materiales. Sin querer ser antipáticos, es posible que toda la colección de discos de James Murphy quepa en un pendrive. Pero como él mismo cantaba en “Losing my edge”, tener una conexión de banda ancha no implica que puedas articular un discurso interesante con todas las cosas que te bajas de internet. Mucho menos crear música vital.
Como estoy inserto en la generación nativa al ámbito digital, antes que a cualquier revista, crítico o DJ, le debo la formación de mi gusto al blog “Cafe Puschkin”, desaparecido en 2006, pero que al subir en un mismo post un disco de Einstürzende Neubauten, un bootleg de Japan, una antología de John Cage, “For the roses” y los singles de Marvin Gaye, nos ofrecía todas estas músicas en igualdad de condiciones. Como pasó conmigo, para toda una generación de melómanos no habrá distinciones reales entre Prince y This Heat, entre una banda de culto y un ídolo de masas, entre un disco clásico y un leak. Las posibilidades creativas que esto implica aún están por verse, pues los imperativos de la era a la que James Murphy le dedicó un réquiem con “Losing my edge”, todavía siguen mediando la industria y la crítica. Uno podría querer ver en la hauntología una reacción creativa a este cambio, pero teniendo sus raíces en “The Doldrums” de Ariel Pink, lanzado el 2000, esta hipótesis no se sostiene; por mucho que a partir de 2003 los delirios del de Beverlywood hayan cobrado sentido, o se hayan hecho simplemente más accesibles. No en vano “The Doldrums” se reeditó en 2004, abandonando el círculo de la outsider music para ingresar en el mundillo indie. De paso, Pitchfork revisó el 5.0 con el que calificó “The Doldrums” en 2004, eligiendo “Round and round” como la mejor canción de 2010 y asignándole un 9.0 a “Before today”. El panorama es confuso, pero atestiguar la respuesta creativa a la transformación que anticipó Murphy será, suponemos, cuestión de tiempo.
3 comentarios:
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