El desempleo es una amenaza global que seguramente vende menos boletos que huracanes o criaturas de ultratumba. En consecuencia, por mucho que sea una amenaza más tangible, casi no existen películas sobre el tema. Como si no quisiéramos afrontar al enemigo. Ambientada en una Finlandia todavía tironeada entre el pasado y el presente, en Nubes Pasajeras la mutilación de la modernidad termina lanzando a la miseria a una pareja de mediana edad súbita y simultáneamente desempleada: Lauri (conductor de tranvía) e Ilona (mesera en una pensión “a la antigua”), que todavía desencajados por los sincronizados traspiés laborales continúan recibiendo una paliza –a veces no tan metafórica– de extorsionadores y estrecheces económicas. Y no escapa a la vista que la nostálgica escena de una caravana de tranvías atravesando la ciudad choca con el enorme e incómodo Trinitron, que desencadena en buena parte la tragedia (al menos simbólicamente). Pero las penurias de estas personas absolutamente ordinarias se mueven por el metrónomo de la decencia, como en El Ladrón de Bicicletas o una película de Mark Rapaport, y aunque les veamos pasarlas muy mal, con Kaurismäki sabemos que el entrañable hombre común no puede terminar eternamente vapuleado.
El director finés construye en Nubes Pasajeras una historia típicamente humana, personal pero ciertamente común. Reconociendo las lecciones que tomó del Hollywood de los 50, ambientada en un universo parecido al de Capra pero trabajando la historia en su propio lenguaje, con un detalle característicamente suyo por los colores y escenarios, tan sobrios y silentes como es usual en él, Kaurismaki mira al universo exterior desde Finlandia. Otra “maña” suya, la de esconder la acción, no mostrando sino sus consecuencias, sigue refrendando que Kaurismaki sabe que, al igual que con las oraciones, lo más rico de la realidad está detrás de los coletazos del sudor. Y es que en sus películas parece no haber tiempo, o al menos éste parece no depender del movimiento, sino desprenderse de la ausencia de efecto de ciertas consecuencias. Vale la pena prestar atención a los, vagamente enfatizados pero cruciales diálogos de la cinta, como éste: “Está poniéndose muy vieja”, “Solo tengo 36”, “Bueno, puede morir en cualquier momento”.
Pero que Nubes pasajeras sea tan rotundamente fascinante es un mérito compartido por los actores, magistrales construyendo unos personajes que parecería quieren ahorrar tanto (Comeremos papel tapiz, dicen) que hasta economizan en emociones. Tanto es así que cuesta creer que son una pareja, pues su interacción se reduce a los más tibios, funcionales y triviales protocolos de la vida. No corresponde la falacia de negar que muchísimos de los matrimonios “de largo aliento” de nuestro entorno termina así. Pero entra nuevamente en juego la pulcritud del director, que deja a los actores una libertad tan clara y contundente que, apoyada en un guión no menos solido y detallista, logra que la película a veces hasta huela a documental en ese afán de mostrar cómo se atraviesa la tormenta juntos.
N del E. Aunque no parezca este es nuestro post número 100. Celebremos por estos, y los que también vendrán. En éstos momentos de emotividad maternal, no nos queda más que decir...yippee kay yay motherfuckers
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