domingo, febrero 24, 2008

Litigare necesse est

Darle con fuerza a las corporaciones, y lo malvadas que son, debería estar prohibido. Y es que es muy fácil, casi como pegarle a un niño. Ciertamente es una actividad comprensible y necesaria (por mucho que las victorias obtenidas sean pírricas, o restringidas al celuloide, habrá a quien hace falta contarle que Enron o Monsanto son “chicos malos”), pero tal ejercicio tiende a hacerse redundante en su abundancia, y se degrada a una pasteurización de la siempre presente “lucha de clases” hoy, trasmutada en el contexto de las transnacionales y la globalización.

En días en los que ser “progresista” es certeza de popularidad y tino, las películas de la temática parecen haberse habilitado como un género aparte, y como tal la alternancia de buenas y malas películas filmadas en su dominio es natural. “Michael Clayton” es la última y más notable adición a una lista que, al tiempo de robustecerse en cantidad, incrementa sus enteros como seria veta exploratoria, merced a películas de excelente factura que se han producido dentro de dichos cánones.

El visionado de “Michael Clayton” invita a una sencilla exclamación: ¡Cómo quisiera ser abogado! Esos mercenarios amorales, campeones de un nuevo orden ético a quienes detestamos tanto como amamos cuando nos urge de su correosa colaboración. Tan glamorosos y coquetones como corresponde a los vicarios de la potestad para determinar, con el mismo guante, los destinos de vulgares mortales y altos señores, son casi los conserjes del mundo –“limpian” las más intimas de nuestras suciedades–, pero comparten con los políticos el éxito que sólo los avales del metal ofrecen. Caballeros de fina estampa con muy bien remunerados “trabajos sucios”. Pero, ¿Cuánto daríamos por ver cómo le “saltan los tornillos” al más malnacido de los querellantes? Y es que eso es algo que no va a pasar nunca. No mientras “el deber” pese más que la conciencia. “Michael Clayton” juega con los anteriores argumentos, y especialmente con esta última posibilidad, elaborando un intenso thriller, que invita a estudiar la moral en un contexto campante de corrupción como el legal/corporativo.

Se sabe que en “Michael Clayton” nos espera el relato del l
itigo entre una enorme empresa dedicada al procesamiento de químicos, de letal latencia, y los afectados por tales acciones. Y sucede así, aunque la cinta no se enfoca en la retaliación, sino en el intriguilis que envuelve a los abogados como personas, lo mismo que a los gerifaltes de la transnacional. Ese juego de complejidades dota una nueva dimensión al film, limando toda posible obviedad. Con todo, esta no busca ser una película “aleccionadora”, y simplemente se vale de la tensión y vigencia inherentes al tema para construir un ejercicio narrativo-fílmico impecable.

Un thriller personal antes que “judicial”, nos recuerda a las viejas películas de los setenta –especialmente las de Alan Pakula– por su appeal adulto, su gusto lento y su ritmo hecho para verse pensando, para pensarse mientras se ve, prestando debida atención a los relieves discursivos. Con ese mismo aire de cine negro de segunda generación (el perteneciente a la eclosión urbano-revisionista de tal escuela, ocurrida justamente en los setenta), el debutante director Tony Gilroy sobrevuela un guión potente, balanceado entre desarrollo de historia y personajes, entre la narración meticulosa de la historia principal y la extensión de subtramas complementarias. Además del excepcional guión, una riquísima fotografía (muy cuidada en su sobriedad) y unas excelentes actuaciones redondean la película.

Hablando de las actuaciones, con la ambigüedad propia de los viejos (anti)héroes, George Clooney –como Michael Clayton– conduce el film, confirmando su postulación a Robert Redford “cool” de su generación. Junto a él sobresalen Tilda Swinton y Tom Wilkinson como contracaras de una simbiosis inconsútil, en la que un conmovedor Wilkinson merece apenas mayor destaque que la frigidez estresante de Swinton. El tenso contrapunto de ambos personajes (Wilkinson como un abogado de conciencia rápida y peligrosamente despertada, y Swinton como la maquiavélica impostación de una ejecutiva desencajada) comprueba ser letal, y revierte sobre Clayton (Clooney) el papel de punto de apalancamiento de la historia, robusteciendo su concurso y permitiendo que la película confluya sobre un personaje atractivo, pero a su vez aquejado por ambivalencias y problemas personales.

Pareja y eficiente, una invitación a meditar sobre la moral y los trade-offs a los que nos someten las convenciones sociales, laborales y familiares; “Michael Clayton” se acerca más a “Mille Milliards de Dollars” que a “A Civil Action”, a la madurez introspectiva de “The Insider” que a la altisonancia de “Erin Brokovich”. Por ello se mantiene poco formulaica dentro de un armazón clásico, que jamás compromete por sus defectos, ni se permite transformarse en una melaza discursiva de difícil digestión. Y aunque arranca la carrera por el Oscar a Mejor Película sin posibilidades, como sucedió con la endeble “Crash” hace un par de años, no vaya a sorprender que, en un año en el que los dados y la politología yanki dan por posible a Barack Obama, las perspectivas de “Michael Clayton” sumen, invitando a tomarla muy en serio como probable sorpresa de la gala, sin ser la más fuerte de las que esta noche aguardan el veredicto.



domingo, febrero 10, 2008

El cliente siempre tiene la razón

En los últimos años la tecnología se ha ido desarrollando de manera abrumadora. Desde las primitivas maneras de comunicación hasta la llamada era nano los avances tecnológicos han sido pieza clave para definir cómo se iban a realizar las nuevas formas de interacción. Es por eso que hoy la herramienta que ha evolucionado hasta posicionarse como la más importante vía de conexión interpersonal con el resto del mundo es el internet.

Con la facilidad que representa su acceso para la mayor parte de las personas que habitan centros urbanos, el uso de la web como vehículo para difusión de noticias ha causado dos revoluciones: minimizar el tiempo en el que una noticia se hace conocer alrededor del mundo y también la publicación por medio de varios portales y blogs gratuitos de las diversas opiniones de los internautas sobre variados tópicos de interés del autor.

Estos portales y sus respectivos responsables llevan a cabo el importante ejercicio de publicar, a través de uno de los medios de comunicación más importantes del globo, su opinión y percepción acerca de los sucesos que los afectan o simplemente llaman su atención. A esa acción de publicar, vía blog o bitácora, se la considera como periodismo ciudadano.

La opinión y participación de las personas sobre lo que sucede en su entorno resulta ser un aporte sumamente importante ya que lo que se esta leyendo no es la versión, pasada por ediciones que la ajusten a línea ideológica de los medios convencionales, de la información. Todo lo contrario, y esto es algo que las personas perciben, dejando a estos escritos como una documentación vista desde un enfoque menos profesional pero más rico en diversidad de opiniones, trasladando a un nuevo escenario, quizás más apropiado, el debate ciudadano.

En el país existen también miles de portales y blogs donde circulan opiniones sobre un gran número de temas, que van desde política hasta cine e intimidades. Sin embargo se ha estado utilizando incorrectamente el término de periodismo ciudadano en la creación de un portal donde cualquiera puede publicar sus opiniones sobre cualquier tópico. El proyecto de esta página web (www.ahorabolivia.com), fuera de ser una buena idea, no aporta en mucho más a lo que es el periodismo cuidadano en Bolivia. De ninguna manera se podrá aglutinar en un solo portal todos aquellos puntos de vista existentes, ese ya es un primer gran error. Es más, el verdadero debate y los puntos de vista sobresalientes se encuentran en los lugares que menos atención atraen, pasando –como siempre ha sucedido– desapercibidos para los administradores de este portal.

La página web dedicada al periodismo ciudadano continuará con sus actividades pero los verdaderos aportes vendrán de otras latitudes, probablemente de los blogs no afiliados a esta web. Siempre ha sido así. Lo establecido pierde cierta credibilidad porque aspectos externos, véase financiamiento y manutención del portal, generan que la página web, al igual que un gran número de medios convencionales, tome -auspicios de por medio- una dirección ideológica, creando así la misma desconfianza que se le tienen al resto de los medios de comunicación.

De esa manera el primer portal oficial dedicado al periodismo ciudadano en Bolivia sucumbirá ante los mismo males que afectaron a los medios de comunicación cuando estos también eran nuevos, corrompiéndose con el pasar de tiempo y de la misma formas que lo hicieron los antes mencionados. De todas maneras y pese a la facilidad con la que una persona puede quebrarse ante fuertes presiones, las bitácoras, portales y blogs continuarán existiendo, dándonos aquel punto de vista que colaboran presentándonos la percepción que tienen los propios habitantes sobre todo lo que esté sucediendo en el país, sin necesidad de perniciosas mediaciones. Todo eso sin la tener que “sindicalizar” a todos los propietarios de blogs nacionales, algo contra lo que siempre nos hemos manifestado.

lunes, febrero 04, 2008

El Espectrómetro Engolosinado

No es que nos hayamos ensañado con ésta producción del año pasado, sino que, ante la escasez de estrenos nacionales nos animamos a revisar el último film de Antonio Eguino, relanzado en DVD hace algunos meses e ¿inexplicablemente? postulado a los ya cercanos premios Oscar por nuestro país (ni por si acaso fue nominada, obviamente). Por ello, y como hablar de cine nacional nunca viene mal, aprovechamos estas líneas para recordar, ojala con nuevas ideas y ofreciendo la frescura debida para una revisita tan pronta, la ya mencionada película.


“Los Andes No Creen en Dios” sería un libro de postales perfecto. Pedirle más que eso, incluso que funcione como una fotonovela medianamente decente, ya sería demasiado. La película acabaría tropezando con sus propias limitaciones tarde o temprano pues un despliegue de producción tan ambicioso no alcanza para hacer una gran película. El eye candy, como llaman los yankis al deleite visual puro y gratuito, lamentablemente no sirve para sostener la narrativa cinematográfica, que encuentra su completitud en el roce del lenguaje audiovisual y el de la textualidad literaria, con todas sus aristas creativas. No hay otra forma de hacerlo si lo que se espera lograr es una película redonda y robusta. Probemos poniendo a un sordomudo a cantar scat, si persisten las dudas.

La última película de Antonio Eguino, en cambio parece entrampada en la complicada tarea de conjugar una exhibición capaz de justificar tan dilatado y costoso proceso de producción, con la demandante construcción que se requiere para ofrecer una película sólida, interesante y –ojalá– atractiva en múltiples planos de lectura. Este último nivel de resolución permanece tristemente infrecuente en nuestra cosecha cinematográfica, valga recordar.

Lo que “Los Andes no creen en Dios” ofrece es un retrato perniciosamente fiel y cauteloso, sus personajes tienen buena facha, el escudo de Bolivia en los costales de la Aduana es un lujo de rigor historiográfico, el ferrocarril asaltado una concesión que ya quisiéramos operativa en nuestros días, etc. Es justamente la producción (que no tiene nada que envidiar a esas “otras” películas que se lanzan a lomo de millones de dólares y desde el norte), la mayor fortaleza de este film. A ello debemos sumarle una fotografía muy bien hecha, como un trabajo en la cinematografía por lo menos definido en su identidad y apreciablemente solvente.

Eguino sigue empleando encuadres cortos, es talvez su estilo, lo que no es malo en absoluto; más cuando en esta película se permite ofrecernos unas tomas del tren atravesando los campos preciosamente bien puestas, o le otorga un brillo campechano y acogedor a esa suerte de “Rincón Cochabambino” donde habita la chola Claudina, o aplasta al espectador con la fuerza de la mina en unas escenas filmadas en locación, por mencionar un puñado de notables momentos que salpican un medido trabajo del director, muy poco dado a los riesgos en ese campo. Pero volvemos al problema principal. ¿Qué sucede si mientras observamos el colorido del baile –en una Uyuni con microclimas propios de una ciudad valluna de post-invierno nuclear– el personaje principal excusa su impericia para el canto y el baile como consecuencia de su entrega como escritor de “odas al amor”, con la credibilidad de un muñeco de esos que hablan cuando les aprietas la panza? Efectivamente, hay que temer lo peor.

Ya que hablamos de los personajes, debemos quejarnos de un manejo algo inapropiado de los mismos, pues los personajes teóricamente principales terminan atrapados en el rol de nexos entre demasiadas historias, que cumplen su amenaza y ocasionan la dispersión de las líneas narrativas. Esto no es algo que un director experimentado como Eguino no pueda manejar, pero sí le cuesta al “bartleby–ingeniero en literatura–afrancesado sucrense” de Alfonso Claro (que encarna Diego Bertie), el rol protagónico, y abre un boquete narrativo que termina de hundir al endeble guión, desperdigado entre un afán coral y en la historia, nunca bien puesta y menos cuajada, de Claro.

Justamente Bertie, ya hablando de su desempeño actoral, termina de confirmar las sospechas que dejó plantadas con “El Atraco”. He visto muy pocas películas suyas, pero sus dos intervenciones estelares en nuestro cine, han sido perfectamente idénticas. El policía justo y el refinado minero podrían intercambiar papeles, manierismos y demás características, entre ellos, y Bertie no soltaría ni medio pelo de su casquete engominado a la vieja usanza. Pero no, no solamente podrían intercambiarse entre ellos dos, sino con cualquier otro personaje de Steven Seagal, de Russell Crowe (en sus más limitados roles, al menos) o de cualquier otro galán con expresión de granito que se desee. No quiero afirmar que parece que Bertie se alimenta con cartón y engrudo, pero simplemente no convence en el papel de (¿heterónimo ficcionalizado?) de Costa Du Rels, que daba para mucho más y demandaba una sensibilidad distinta en su interpretación.

Otro de los personajes de lo que podría verse como una “trinidad principal” es el que corresponde a Milton Cortez, en el cochabambino rol de Joaquín. No podemos ser tan drásticos con la interpretación de este actor, que hace de su parte casi todo lo que se puede hacer de ella. Claro que “acusa” sus pecados de formación con demasiada facilidad, aunque no sería justo descargarnos en su contra como si de la peor actuación del siglo se tratase. En honor a la verdad, no es ni la peor actuación en esta película, que varias bastante pobres tiene. Otro rubro es el de la canción que le toca “asesinar” en el papel y esta vez adjudicándose toda la culpa. La vil forma en la que Cortez destroza la cueca La Cantarina, que en manos de su autor Willy Claure es sencillamente muy superior, resulta casi en un acto criminal. No entiendo porque se incluyó ese material, digno de un videoclip barato y de pésimo gusto, en medio de la película, cuando es totalmente prescindible.

Con el tercer vértice de esta geometría de personajes (no lo había pensado como triángulo amoroso, pero también lo es) nos encontramos a la “Misk’isimi”, la Claudina, encargada a la supuestamente exitosa –en una invisible y ultramarina carrera– Carla Ortiz. Un error imperdonable y tristemente fatal para el destino de la película. Ortiz demuestra ser una pésima elección para el papel y no convence o agrada ni siquiera como voluptuosa criolla. Cada vez que aparecía en pantalla era como empezar a introducirnos en un agujero negro, no cabría imaginar un personaje más fuera de lugar que el construido por Ortiz. Entre el pésimo desarrollo del personaje y la triste actuación –grado “Canal de las Estrellas”– de la Ortiz, el papel de la Misk’isimi termina como un incordio largo y tedioso. Y no es sólo que sea fea (Carla Ortiz me parece particularmente poco atractiva, mucho más en este papel. Hablando de sobreestimación y estrategias de Marketing.), pues Patti Smith –peculiarmente poco agraciada, hasta varonilmente tosca– es una de mis favoritas personales, con lo que se contradice la hipótesis del desagrado por falta de atractivo; pero es justamente aquello que prueba que por atractivo físico solamente funciona Hollywood, y que cuando se necesita una actriz de quilates, es mejor no empezar a buscar guiados por la posibilidad de adornar posters o cosas peores.

Los otros papeles van y vienen demasiado rápido para poder analizarlos con detalle. Salvo Genaro, un cateador que se anunció como místico de la mina, pero que pareció desaprovechar un muy fuerte prospecto de personaje al ser tremendamente sub-utilizado, aunque la actuación de Jorge Ortiz no desentone con lo que ha hecho en toda su vida, como ya se dijo anteriormente. El papel de la “mamá grande” chilena, aunque con un “pasado oscuro” que de simplón y falsamente misterioso cae en lo ridículo, también merece una actuación correcta y la consigue sin mayores problemas. Los demás personajes pasan demasiado rápido, ya se ha dicho; aunque los segundos de cámara de las viejas beatas y el cura sean tan dolorosamente pésimos que consiguen hacerse notar, y tristemente por lo malos que son.

La historia no es en sí mala. Hasta podemos decir que la forma en que se arma la misma es la adecuada, aunque si observamos las sub-tramas como historias independientes es fácil percatarse que están pésimamente resueltas, una constante falla en el trabajo de Eguino. Por ejemplo, y volviendo a la película de la que hablamos, solamente sabemos –o se nos sugiere vagamente– cuál ha sido el destino de Claros y Joaquín veinte años después de los eventos narrados; pero los otros personajes quedan simplemente colgados, a pesar de que su concurso es, en un determinado momento de la película, muy relevante.

Otro eje que vale la pena discutir es el temático. Antonio Eguino se ha hecho en nuestro cine algo así como un cronista histórico de excepción, pero sigue sufriendo en la dirección de actores y encima trabajando con guiones proverbialmente malos, como el de esta película. Y no me refiero a los acentos de los actores y su adecuación –algo menos que una exquisitez, si se me permite– sino a una construcción discursiva absolutamente risible. Y si es que estas cosas suenan tan mal en el papel, en la pantalla lo harán incluso peor. Salvo que seas Shakespeare o un anacrónico discípulo del Siglo de Oro, la regla general para escribir diálogos cinematográficos digeribles debería ser: “Si te lo dijeran, ¿Te reirías?” o “¿Se lo dirías así a tu vecino?”. La tiesa contorsión de los actores al espetar semejantes parlamentos, cuesta la película.

Pero esto que parecería una pequeñez es más bien un síntoma menor de un problema más grande, pero muy comprensible. Eguino es el mejor director de cine clásico todavía activo en nuestro país. Con “cine clásico” nos referimos no al cine que se hacía hace más de un siglo atrás, sino a uno que se maneja dentro de una intersubjetividad muy diferente, a otro contexto. Hoy los lenguajes son infinitamente distintos, la noción de la textualidad cinematográfica es otra. Hay nuevas voces y nuevos ámbitos en predominio, y dentro de nuestro cine comienzan a imponerse. Agazzi los usó ya, Bellot y Boulocq –entre otros- nacieron con ellos, Sanjinés y Loazy lo intentaron también hace unos años con los resultados observados. No se trata de un salto que se deba tomar a riesgo de, de no hacerlo, extinguirse. Robert Altman nunca abandonó su dominio y estilo, sus esquemas y referencias narrativo-técnico-conceptuales; no es malo mantenerse dentro de tales líneas maestras, pero esto es algo que, como público, hay que tener muy presente al ir al cine.

“Los Andes no creen en Dios”, aunque mucho se lo ha sugerido, está también lejos de ser un western. Al menos un western rescatable. A quién se le haya ocurrido semejante idea deberá saber que es una mentira tan grande como afirmar que “¿Quién mató a la llamita blanca?” era un road movie. Es que esto de los géneros y estilos, además de una limitante absurda, es una doble trampa; y tratar de entender las fórmulas solamente por el papelito que las envuelve, es un error craso. Para poder comprender y emplear estos modelos hay que estudiarlos a fondo. ¿O es que por saber aplicar eso de “E=mc2” ya estamos haciendo física cuántica?

Hasta aquí nos extendimos con este nuevo comentario sobre “Los Andes no creen en Dios”, producción de Antonio Eguino muy largamente esperada y que nos llegó con unas credenciales entre contradictorias y positivas. Recomendable para el engolosinamiento visual –salvo unas climáticas escenas tan mal resueltas que sospechamos ya estaba escaseando el presupuesto– el film nos ofrece una cinematografía pulcra y atrapante. Hay que tener el ojo despierto al detalle para no perderse los elementos que abundan en los muy logrados campos de la producción, ambientación, vestuario, etc. Esas son las virtudes que suma esta obra. No pocas, pero tampoco suficientes.

Un guión famélico y unas actuaciones de regular para abajo, con las excepciones ya apuntadas, traicionan definitivamente las intenciones de Eguino. Que el director bien pudo tomar más riesgos en la historia es muy cierto –hasta “El Atraco” era más polémica– pero debemos preguntarnos hasta qué punto esto es realmente necesario y no la proyección en celuloide de unas urgencias sociopolíticas mal resueltas. En fin, algo más de mordiente no le habría venido nada mal.

Finalmente, tenemos en “Los Andes no creen en Dios” una notable recreación artística de una época ya muy distante. Esta es ahí muy fuerte, como en la reputación de su director, el único realizador nacional que ha sabido confrontar la memoria histórica con el tesón necesario para no palidecer en el camino. Pero el pésimo guión, una historia minimizada en su atractivo original, las tristes actuaciones y la falta de una contextura narrativa declarada y conclusiva, eliminan las posibilidades de que esta sea más que una película que no aburre. Si le interesan las películas de época, regrese a las asiáticas. Para conocer a Costa Du Rels o la corriente costumbrista, refiérase a sus libros. La montaña, por suerte, sigue y seguirá ahí.