El Nuevo Periodismo no existe. Tal concepto no es más que un artificio ramplón para designar un género literario que ni es nuevo, pues Tom Wolfe lo reconocía tan viejo como el realismo social de Zolá, y que, al ser eminente subjetivo, tampoco califica como un texto periodístico canónico. Entonces, ¿De qué hablamos cuando decimos Nuevo Periodismo? Ese punto, en el farragoso campo de las definiciones, no es tan interesante como introducirnos en la contextualidad que definió el surgimiento de las obras que, durante los sesenta y setenta, pasaron a considerarse como exponentes de este novedoso acercamiento al reporterismo.
El Nuevo Periodismo, desde una perspectiva histórica, corresponde a la escuela literaria que nació cabalgando la contracultura, durante las transformaciones de la década del sesenta, y que se apoderó del periodismo con esquemas conceptuales modernos, aproximándose a la realidad con una ventaja que el devaluado periodismo, miope y reduccionista en su praxis, no contaba. Arrancando en revistas como "The New Yorker", "Rolling Stone" o "Esquire", puso la agitación del protagonismo generacional (propio de la crónica de los medios “underground”) al nivel de las mayores manifestaciones literarias, dotando a este hibrido de un reborde estético cuya identidad se sostiene en la amalgama escritor–reportero–personaje.
Suele confundirse el Nuevo Periodismo con las variantes más narrativas que se han cultivado dentro del género informativo (esto sin salirse de sus límites en el plan rupturista del auténtico Nuevo Periodismo). Al parecer todavía existen problemas al momento de diferenciar novelas de no ficción (caso “In cold blood” de Truman Capote) de textos alumbrados en otro plano mental y con aspiraciones a veces distintas (como “Radical Chic…” de Wolfe). Y es que hablamos de algo en extremo sutil de discernir, pues: ¿Leemos Nuevo Periodismo cuando la crónica roza la autobiografía? o ¿Es arriesgado llamar a John Dos Passos periodista antes que novelista?, no son preguntas fáciles de responder, y de algún modo representan la disyuntiva confrontada cada vez que un texto pretende pasar (con justicia) la criba anterior a ganarse el rótulo de "neoperiodística".
Veamos, a continuación –y quizás “rizando el rizo”– nos animamos a apostar por un set de diferencias entre periodismo narrativo, periodismo literario y Nuevo Periodismo, esperando encontrar referencias para la distinción de uno y otro abordaje. Elementalmente observado, el periodismo narrativo consiste en aplicar las técnicas de la literatura a la narración de experiencias y hechos de la vida real, todo enmarcado en una revalorización de la relación entre el autor, el hecho y los personajes; cabe resaltar enormes novelas “reales” como las de Capote o Walsh, muchas veces erróneamente tomadas como pioneras del Nuevo Periodismo, en éste género. En cambio, el periodismo literario gravita menos en el campo de la ampliación personal del texto y construye su aporte más como un efecto estético y no tanto formal; es decir, busca un nuevo planteamiento para el correlato de la realidad, con una distinta intensidad al utilizar los matices más sofisticados del lenguaje en la transmisión del mensaje periodístico, por lo que se le podría emparentar con el ensayo antes que con el cuento.
Entonces la distinción fundamental del Nuevo Periodismo está en el autor y la adquisición de un nuevo compromiso retórico, en una profesión ideológica y no meramente estética. El Nuevo Periodismo pretende alcanzar una lectura literaria de la realidad, dado que el proceso de constitución discursiva del periodismo es común a cualquier reconstrucción de la realidad, incluida la literatura “de ficción”. Esto quiere decir que, al menos en sus variantes más radicales, el Nuevo Periodismo puede prescindir del hecho noticioso explícito para sumergirse en una exploración mucho más profunda de la intercontextualidad. De ahí que un concurso de bastoneras sea igual merecedor de cobertura mediática que el asesinato de Kennedy.
De cualquier modo, el Nuevo Periodismo es todavía un tema urticante en círculos puristas (por su tendencia a vulnerar el precepto “sagrado” de la objetividad), cuando en realidad se trata de un periodismo que asume su real naturaleza subjetiva, compartiendo con el lector el juego entre verídico y verdadero, entre verosimilitud y contextura narrativa, que usualmente se purgaba en el fuero interno del redactor. Rescatando la importancia del quién y el cómo, incluso por encima del qué, al momento de construir el mensaje periodístico, queda claro que para practicarlo se necesita ser mejor estilista que transcriptor.
El Nuevo Periodismo, desde una perspectiva histórica, corresponde a la escuela literaria que nació cabalgando la contracultura, durante las transformaciones de la década del sesenta, y que se apoderó del periodismo con esquemas conceptuales modernos, aproximándose a la realidad con una ventaja que el devaluado periodismo, miope y reduccionista en su praxis, no contaba. Arrancando en revistas como "The New Yorker", "Rolling Stone" o "Esquire", puso la agitación del protagonismo generacional (propio de la crónica de los medios “underground”) al nivel de las mayores manifestaciones literarias, dotando a este hibrido de un reborde estético cuya identidad se sostiene en la amalgama escritor–reportero–personaje.
Suele confundirse el Nuevo Periodismo con las variantes más narrativas que se han cultivado dentro del género informativo (esto sin salirse de sus límites en el plan rupturista del auténtico Nuevo Periodismo). Al parecer todavía existen problemas al momento de diferenciar novelas de no ficción (caso “In cold blood” de Truman Capote) de textos alumbrados en otro plano mental y con aspiraciones a veces distintas (como “Radical Chic…” de Wolfe). Y es que hablamos de algo en extremo sutil de discernir, pues: ¿Leemos Nuevo Periodismo cuando la crónica roza la autobiografía? o ¿Es arriesgado llamar a John Dos Passos periodista antes que novelista?, no son preguntas fáciles de responder, y de algún modo representan la disyuntiva confrontada cada vez que un texto pretende pasar (con justicia) la criba anterior a ganarse el rótulo de "neoperiodística".
Veamos, a continuación –y quizás “rizando el rizo”– nos animamos a apostar por un set de diferencias entre periodismo narrativo, periodismo literario y Nuevo Periodismo, esperando encontrar referencias para la distinción de uno y otro abordaje. Elementalmente observado, el periodismo narrativo consiste en aplicar las técnicas de la literatura a la narración de experiencias y hechos de la vida real, todo enmarcado en una revalorización de la relación entre el autor, el hecho y los personajes; cabe resaltar enormes novelas “reales” como las de Capote o Walsh, muchas veces erróneamente tomadas como pioneras del Nuevo Periodismo, en éste género. En cambio, el periodismo literario gravita menos en el campo de la ampliación personal del texto y construye su aporte más como un efecto estético y no tanto formal; es decir, busca un nuevo planteamiento para el correlato de la realidad, con una distinta intensidad al utilizar los matices más sofisticados del lenguaje en la transmisión del mensaje periodístico, por lo que se le podría emparentar con el ensayo antes que con el cuento.
Entonces la distinción fundamental del Nuevo Periodismo está en el autor y la adquisición de un nuevo compromiso retórico, en una profesión ideológica y no meramente estética. El Nuevo Periodismo pretende alcanzar una lectura literaria de la realidad, dado que el proceso de constitución discursiva del periodismo es común a cualquier reconstrucción de la realidad, incluida la literatura “de ficción”. Esto quiere decir que, al menos en sus variantes más radicales, el Nuevo Periodismo puede prescindir del hecho noticioso explícito para sumergirse en una exploración mucho más profunda de la intercontextualidad. De ahí que un concurso de bastoneras sea igual merecedor de cobertura mediática que el asesinato de Kennedy.
De cualquier modo, el Nuevo Periodismo es todavía un tema urticante en círculos puristas (por su tendencia a vulnerar el precepto “sagrado” de la objetividad), cuando en realidad se trata de un periodismo que asume su real naturaleza subjetiva, compartiendo con el lector el juego entre verídico y verdadero, entre verosimilitud y contextura narrativa, que usualmente se purgaba en el fuero interno del redactor. Rescatando la importancia del quién y el cómo, incluso por encima del qué, al momento de construir el mensaje periodístico, queda claro que para practicarlo se necesita ser mejor estilista que transcriptor.
Además del delicado balance en la construcción de elementos de ficción a partir de material “auténtico”, la soltura del lenguaje en plan dialogal (recuperando onomatopeyas y giros coloquiales en un coqueteo cercano al de la generación beat), el protagonismo del narrador como personaje, la reivindicación de la realidad como una posibilidad de interpretación múltiple (lejana al funcionalismo unívoco planteado por el periodismo informativo), o una voz cargada de sarcasmo y provocación, son algunas de las características de los trabajos que se inscriben en el Nuevo Periodismo, constituyendo un cuerpo muy diverso, que arrancó en la crónica político-social y se extendió de ahí al deporte y hasta a la economía como sus campos de ejercicio.
Aparecido en 1962 con el artículo “Twirling at Ole Miss” de Terry Southern, y habiendo adquirido su denominativo con Tom Wolfe, el Nuevo Periodismo mutó en un gemelo decadente y maleducado –el periodismo Gonzo, que tuvo en Hunter Thompson a su principal cultor– mientras que autores como Gay Talese y su estupenda “Frank Sinatra has a cold” mantenían la sobriedad y rigor clásicos, a la vez que enriquecían el texto tanto como los neoperiodistas más afectos al discurso interno o al “directo subjetivo”. Durante las décadas del 60 y 70 grandes nombre como George Plimpton, Joan Didion o Nicholas Tomalin conseguirían hacer del Nuevo Periodismo sinónimo de periodismo (y literatura) de calidad, capturando el espíritu de una época con una fidelidad imposible de alcanzar de otro modo. Y aunque al ingresar a los 80 el enfriamiento nihilista le restó impulso al género, con el nuevo siglo éste recuperó fuerza desde la pluma de Matt Taibbi, P.J. O’Rourke o el polémico Stephen Glass.
Denominado como el aporte “auténticamente norteamericano” al periodismo, lo que si es muy inexacto, por mucho que el género efectivamente haya nacido entre calles y redacciones yankis, la influencia del Nuevo Periodismo a nivel global es tremendamente amplia. Particularmente en Sudamérica, donde con una generación de retraso, escritores como Cristian Alarcón o Alejandro Seselovsky adoptan el Nuevo Periodismo como una forma de continuar la tradición de Rodolfo Walsh o de Pío Baroja, en un auspicio despertar que esperamos cunda en el continente. Tampoco hay que olvidar que parte de la culpa por la confusión léxica entre Nuevo Periodismo (new journalism) y periodismo narrativo la tiene Gabriel García Márquez, que habiendo practicado el segundo –y de excelente forma–, parece querer encabezar el capitulo “sudaca” del Nuevo Periodismo, aunque su trabajo queda muy lejos de los preceptos constitutivos del neoperiodismo y se acerca más bien (junto con el de otros periodistas narrativos usualmente confundidos por neoperiodistas como Tomas Eloy Martínez o Juan Villoro) a Defoe o Twain, grandes periodistas narrativos de herencia más tradicional.
A casi cincuenta años de su aparición, algunas de las “revolucionarias” formas del Nuevo Periodismo se han hecho prácticas cotidianas del género, al punto que casi todas las crónicas que leemos hoy cuentan con alguna de ellas. En tanto, el surgimiento de un nuevo modelo comunicacional pluriárquico e intertextual profundiza la necesidad de un replanteamiento en los preceptos periodísticos. Hoy, cuando la información es tan abundante y su acceso se ha simplificado, los medios impresos deben poder capturar a un lector más exigente, ofreciendo textos de más largo aliento y volviendo al “viejo” dilema planteado por los neoperiodistas: afrontar al lector con el texto y al autor con la realidad. En su resolución está el quid de su supervivencia.
Un producto de su tiempo tanto como una forma de reflejarlo, esta innovación, pretendiendo eliminar a la novela como el vehículo principal de la literatura, consiguió conjuntar algunas de las mejores características del ejercicio narrativo con la satisfacción de las necesidades que el periodismo convencional aspiraba a llenar. A veces con la sutil belleza de un “cronismo para cronistas” o con la torpeza mentirosa de la ficción, esta práctica metaperiodística subvertida desde la literatura, hizo del Nuevo Periodismo la veta más intensa de la literatura en los tiempos que vivimos. Difícil de categorizar o explicar, bien hacía Tom Wolfe al mandar al cuerno las etiquetas genéricas –incluida la que él mismo inventó– y nos equivocaríamos al insistir en el retruque, no creyendo a William Faulkner cuando afirma que “la mejor ficción es mucho más real que cualquier tipo de periodismo –y el mejor periodismo siempre lo ha sabido.” De ahí en más no importa cómo lo llamemos.
Aparecido en 1962 con el artículo “Twirling at Ole Miss” de Terry Southern, y habiendo adquirido su denominativo con Tom Wolfe, el Nuevo Periodismo mutó en un gemelo decadente y maleducado –el periodismo Gonzo, que tuvo en Hunter Thompson a su principal cultor– mientras que autores como Gay Talese y su estupenda “Frank Sinatra has a cold” mantenían la sobriedad y rigor clásicos, a la vez que enriquecían el texto tanto como los neoperiodistas más afectos al discurso interno o al “directo subjetivo”. Durante las décadas del 60 y 70 grandes nombre como George Plimpton, Joan Didion o Nicholas Tomalin conseguirían hacer del Nuevo Periodismo sinónimo de periodismo (y literatura) de calidad, capturando el espíritu de una época con una fidelidad imposible de alcanzar de otro modo. Y aunque al ingresar a los 80 el enfriamiento nihilista le restó impulso al género, con el nuevo siglo éste recuperó fuerza desde la pluma de Matt Taibbi, P.J. O’Rourke o el polémico Stephen Glass.
Denominado como el aporte “auténticamente norteamericano” al periodismo, lo que si es muy inexacto, por mucho que el género efectivamente haya nacido entre calles y redacciones yankis, la influencia del Nuevo Periodismo a nivel global es tremendamente amplia. Particularmente en Sudamérica, donde con una generación de retraso, escritores como Cristian Alarcón o Alejandro Seselovsky adoptan el Nuevo Periodismo como una forma de continuar la tradición de Rodolfo Walsh o de Pío Baroja, en un auspicio despertar que esperamos cunda en el continente. Tampoco hay que olvidar que parte de la culpa por la confusión léxica entre Nuevo Periodismo (new journalism) y periodismo narrativo la tiene Gabriel García Márquez, que habiendo practicado el segundo –y de excelente forma–, parece querer encabezar el capitulo “sudaca” del Nuevo Periodismo, aunque su trabajo queda muy lejos de los preceptos constitutivos del neoperiodismo y se acerca más bien (junto con el de otros periodistas narrativos usualmente confundidos por neoperiodistas como Tomas Eloy Martínez o Juan Villoro) a Defoe o Twain, grandes periodistas narrativos de herencia más tradicional.
A casi cincuenta años de su aparición, algunas de las “revolucionarias” formas del Nuevo Periodismo se han hecho prácticas cotidianas del género, al punto que casi todas las crónicas que leemos hoy cuentan con alguna de ellas. En tanto, el surgimiento de un nuevo modelo comunicacional pluriárquico e intertextual profundiza la necesidad de un replanteamiento en los preceptos periodísticos. Hoy, cuando la información es tan abundante y su acceso se ha simplificado, los medios impresos deben poder capturar a un lector más exigente, ofreciendo textos de más largo aliento y volviendo al “viejo” dilema planteado por los neoperiodistas: afrontar al lector con el texto y al autor con la realidad. En su resolución está el quid de su supervivencia.
Un producto de su tiempo tanto como una forma de reflejarlo, esta innovación, pretendiendo eliminar a la novela como el vehículo principal de la literatura, consiguió conjuntar algunas de las mejores características del ejercicio narrativo con la satisfacción de las necesidades que el periodismo convencional aspiraba a llenar. A veces con la sutil belleza de un “cronismo para cronistas” o con la torpeza mentirosa de la ficción, esta práctica metaperiodística subvertida desde la literatura, hizo del Nuevo Periodismo la veta más intensa de la literatura en los tiempos que vivimos. Difícil de categorizar o explicar, bien hacía Tom Wolfe al mandar al cuerno las etiquetas genéricas –incluida la que él mismo inventó– y nos equivocaríamos al insistir en el retruque, no creyendo a William Faulkner cuando afirma que “la mejor ficción es mucho más real que cualquier tipo de periodismo –y el mejor periodismo siempre lo ha sabido.” De ahí en más no importa cómo lo llamemos.
1 comentario:
Colegas, complementando su aporte, realicé el presente artículo que puede ser leido en:
www.reciclarte-bolivia.blogspot.com
www.al-paredon.blogspot.com
Saludos.
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