Seguro estaban listos desde hace ya unos cuantos años, pero los obituarios y homenajes póstumos a J.D. Salinger tardaron en aparecer. No es extraño, había que confirmar que el nonagenario escritor-recluso efectivamente estaba muerto; tarea difícil tratándose de un personaje tan hermético como él. Desaparecido de la escena pública desde los sesenta, su latencia se manifiesta en la notable repercusión mediática que ha suscitado su muerte, en la cantidad de textos dedicados a su memoria. Lo curioso es que parece haber tantos panegíricos suyos como “despedidas” a Holden Caulfield, el emblemático protagonista de The Catcher in the Rye (1951); es más, se produce una superposición incómoda. Era de esperarse que el recuerdo del escritor se basase en su obra central, pero la simbiosis entre Holden y Salinger no deja de llamar la atención –incluso si nos percatamos de la permanente lucha entre la impresión mítica que rodeó al escritor y las tangibles virtudes de su obra. Sin sobreestimar el significado de The Catcher in the Rye (CIR), podemos calificarla como la bildungsroman americana por excelencia y a Holden Caulfield como el arquetipo monomítico del adolescente. Esto no necesariamente quiere atribuirle a Salinger y su novela el haber “inventado” la adolescencia, pero sí propone reconocer el impacto que tuvo la publicación de la misma, inaugurando un momento cultural (y generacional) aún vigente. En estas líneas procuramos analizar el legado de J.D. Salinger, el más brillante, influyente y cautivante de los escritores estadounidenses en el Siglo XX, desentrañando la influencia e impacto que ha tenido su obra y cómo afecta el modo en que hoy afrontamos ese gesto de fútil pero hermosa rebeldía que llamamos adolescencia.
Como no hay nada más delicioso que la nostalgia propia, la “novela formativa” (bildungsroman desde que el filólogo alemán J.C. Morgenstern acuñase el término), el relato del crecimiento y experiencias de un individuo joven, ha sido siempre uno de los géneros literarios más cultivados –independientemente del tiempo y lugar de autoría de la obra. Es más, cuando no se dice que The Catcher in the Rye es un género en sí misma, se la suele describir como una bildungsroman. Originada en el siglo XVIII gracias a Cándido (1759) de Voltaire y Las cuitas del joven Werther (1774) de Goethe, esta “novela de maduración” tiene en el tránsito vital de sus atormentados pero sensibles, personajes suficiente justificación argumental, ensamblándose desde la pérdida y los conflictos de adaptación de su protagonista principal (muchas veces también narrador). En ese pie David Copperfield (1850) de Charles Dickens y Adventures of Huckleberry Finn (1884) de Mark Twain, marcan la aparición moderna del género, que en el caso de Twain correspondió también con el origen de la novela americana. Una primera lectura de The Catcher in the Rye la muestra como una reescritura “actual” de la gran metáfora del escape que presupuso Adventures of Huckleberry Finn; pero tal análisis no consigue explicar porqué hoy –a casi 60 años de su publicación– millones de adolescentes siguen encontrando resonancia en las acciones de Holden Caulfield, porqué siguen viendo en la lectura de esa novela un “rito de pasaje” y no una amodorrada pieza de anticuario. Y eso no es algo que pase con todas las novelas de este tipo.
Claro, reparando en el detalle, es fácil preguntarse lo mismo respecto a músicos y películas de aquellos años (o los 60s, o los 70s), llegando a pensar que no se trata de un mérito exclusivo de CIR. Restringiéndonos en nuestro análisis a la obra de Salinger –lo que no quiere decir que estos argumentos no sean válidos para similares productos de la época– vemos que el autor consiguió establecer un filo de rebeldía generacional en su obra sin hacer mención alguna a un contexto o temporalidad determinados: Holden no se pinta el pelo como un punk ni se larga a la carretera como Kerouac, tampoco es un hippie ni está inmerso en los “locos años 20”. Esa universalidad, por otra parte, halla un puente de cercanía en el discurso, en unos diálogos que se nutren de la expresión vernácula de los jóvenes neoyorquinos de los 40, pero que destilan tan perfectamente la mezcla de ironía, arrogancia, confusión, rabia e iluminación instantánea propia de la adolescencia, que hace poca falta “traducir” esos diálogos a los modismos de cada generación; su sintonía es más fina, casi espiritual. Presuponer que la novela fue escrita con un público adulto en mente, y no para quienes luego la supieron abrazar con mayor fervor, es una conjetura innecesaria. Pero la carencia de una resolución “madurativa”, mucho menos trágica o gloriosa, hace que esta novela –protagonizada por el arquetipo del adolescente (confundido e infeliz sin realmente saber porqué, aunque tan ávido de vida como desesperado por eludir las convenciones del mundo adulto)– sea todo lo que podríamos esperar encontrar, precisamente, en una novela adolescente. Esa anticlimática circunlocución, quién lo duda, es un disparo de adolescencia en su más pura manifestación.
No hay que olvidar, sin embargo, que CIR fue publicada en 1951 y el uso de “palabrotas”, tanto como la (para los estándares de hoy moderada) actitud contestataria de Holden Caulfield, ocasionaron un revuelo sin precedentes. Faltaba un lustro para que The Wild One (1953) y Rebel without a cause (1955), y el mismo Elvis Presley, impulsaran el cisma generacional al estatus de inevitable fenómeno humano. Antes de CIR la rebeldía era una categoría adulta –sea en la forma de forajido en el viejo oeste o pirata o gangster– y la adolescencia (y hasta la juventud) apenas una breve etapa de expresión de cambios fisiológicos. Un motorista veinteañero y enrabietado con el mundo era tan impensable como el extravío interno de Holden, que fue el personaje encargado de desencadenar esa progresión. Y aquí se hace difícil advertir la dirección del vínculo, pues CIR se publicó en un momento perfecto, cuando el baby boom estaba en su pico, la economía de posguerra florecía y la industria cultural que se nuclearía en los jóvenes y su consumo (por medio de la música, películas y también literatura) comenzaba a levantarse. No sabemos si la novela podría haber tenido el mismo impacto en cualquier otro año, como tampoco imaginamos qué habría pasado de tratarse de una novela mucho menos lograda que ésta. Una enorme ventaja que contaba CIR para aprovechar de esa oportunidad histórica fue carecer del regusto marginal –y dado a la oclusión desde el manejo de códigos– de la contracultura, que de la mano de los beatniks ya se acercaba a su momento de explosión, como tampoco aspiraba a la alegorización (desde un prisma adulto) de Lord of the flies (1954) de William Golding. La genialidad narrativa de Salinger, su simpleza y vigor, se vinculaba a la perfección con los adolescentes de esos días que, sin las premuras de las Guerras Mundiales o la Gran Depresión, tenían una oportunidad de acceder a la reflexión y ocio, pudiendo así comportarse egocéntricos, sarcásticos, extraviados, violentos, un poquito quejumbrosos e inevitablemente vulnerables –justo como Holden.
En efecto, lo que Salinger consiguió probar con CIR es que la adolescencia es una lifestyle disease, un padecimiento posmoderno, una especie de diabetes que se tiene a los diez-y-algo años; ofreciendo con esta novela, en las palabras de Louis Menand, “un manual de estilo de la [forma de] infelicidad que está de moda en estos días”. Lo cierto es que Salinger jamás pretendió construir un arquetipo como Joseph Campbell, ni siquiera madurar la automitificadora kunstleroman. Salinger estableció con Holden un paralelismo con Hamlet, y por ello oscureció todo viso de “triunfo” en la conclusión de su novela, dejándola pendiente en su inevitabilidad –aún así visible en la sugerencia de un Holden que anunciaba que la postrera nostalgia que él experimentaba por volver al colegio y a su vida cotidiana era algo que también podía sucedernos a nosotros. El brillo genial de ese instante lo explica todo, no hace falta enterarnos, luego y en otro cuento del mismo Salinger, que Holden desapareció en acción durante la Segunda Guerra Mundial. El triunfalismo rebelde que persigue a la obra es un añadido posterior, producto de una época y sus urgencias, pues el final de CIR es desolado y previsible. El modo en que Salinger nos presenta esa sensación, la prolongada experiencia de caída libre del camino hacia la madurez, busca mostrar que la lucha de la adolescencia es una batalla perdida de antemano. Y cuando nos percatamos de aquello, quedando desnudos como Holden frente al carrusel, se puede decir que ya todo ha terminado. Hemos crecido.
Inventor de la figura del escritor recluido detrás de su muro de silencio (aunque otros como Pynchon y Wharton tampoco son afectos al público, sólo Salinger fue capaz de la renunciación última, incluso dejando de publicar sus obras), el final de sus días es tan perfectamente adecuado como lo fue el de Seymour Glass en “A perfect day for bananafish”, o el del propio Holden. En su particular humor macabro, con el laconismo de su prosa y su dominio absoluto de la técnica narrativa, el final de J.D. Salinger parece también el destino de uno de sus personajes. Es innegable que su influencia estilística ha sido mayúscula, extendiéndose desde sus contemporáneos como John Updike o Don DeLillo hasta los actuales Jonathan Zafran Foer o el cineasta Wes Anderson, pero sigue pareciendo imposible disociar a Salinger de Holden Caulfield, separar su memoria de The Catcher in the Rye y el mito Finn. Y me he de permitir aquí disentir con mi maestro J.F., pues no es que haya sido siempre anómalo encontrar un joven “sumiso y complaciente”; es después de Holden que se ha hecho natural y “deseable” que los jóvenes se muestren rebeldes. Ahí está el corazón del mito que construyó Salinger. Pero el adolescente tampoco es un inadaptado terco e irredento. Su inadaptación es un defecto en realidad ajeno pues, al contrario de lo que usualmente parece, el adolescente es un hombre desesperado por adaptarse, que se aferra a una humanidad de la que –parafraseando a William Faulkner hablando justo de The Catcher in the Rye– ya no quedan trazas en el hombre, que se ha extinguido. Sentirse, como Holden Caulfield, el último faro de inocencia, es entonces natural –por mucho que nos consuma la urgencia de volver a ese terreno perdido, al campo de centeno. Habiendo todos atravesado esa temporada helada, ya la simbiosis Holden-Salinger no parece extraña en absoluto, y cedemos a despedirnos del genial autor maravillándonos con su más grande creación: el mejor y último de los Peter Pans, el guardián en el centeno.