lunes, julio 20, 2009

Fundación mítica

Suele recordarse 1969 por el Festival de Woodstock y el final de la (efímera) utopía hippie. Charles Manson, Altamont y la disolución de los Beatles marcan el probable telón de esa curva revolucionaria, que se encumbró en 1967 con el llamado Verano del Amor, y alcanzó importantísimo impacto en lo cultural, social y político. Evidentemente, a casi nadie se le ocurriría pensar que el nacimiento del rock indie también se dio en aquel año –y no en 1984, como reza la historia oficial. Puestos en la tarea, se hace claro que pocas bandas de la época podrían ajustarse a dicho perfil. A saber: The Silver Apples, Can, The United States of America, The Stooges o White Noise. Hablando de ser “fundadoras” de esa vertiente sónica, quedan muy pocas otras opciones. Eso sin olvidar a The Velvet Underground, la extrañísima banda neoyorquina que ya en 1967 había torcido la década del flower power con su primer disco. Es más, repasando nuevamente los expedientes, es imposible que otra banda –que no fuera la Velvet– haya protagonizado ese episodio fundante. Fue justamente aquello lo que sucedió en 1969, cuando con su extraordinario disco "The Velvet Underground", el cuarteto propiciaba la fundación mítica del rock indie.

Lo curioso es que "The Velvet Underground" haya tenido un origen tan trágicamente caprichoso. Apabullados por un “doblete” de discos conceptualmente rompedores ("The Velvet Underground & Nico" de 1967 y "White Light/White Heat" de 1968) pero de nulo impacto comercial, los miembros de la V.U. se vieron enfrentados a una decisión tenebrosa. Decantarse por el rock de aspiraciones más convencionales que proponía Lou Reed o por el camino crecientemente experimental encarnado por John Cale. No era un secreto que ambos “líderes” de la banda habían estado trabados en una pugna de egos desde el mismo surgimiento del grupo, pero tras cinco años activos y los sucesivos fracasos comerciales, parecía que no existía otra opción que resolver la pulseta –si es que la banda habría de continuar. Tal vez creyendo que el vanguardista Cale era el lastre comercial/popular, la Velvet decidió despedir al galés. Así la banda se recompuso con Lou Reed como compositor, vocalista y guitarrista, Sterling Morrison en la segunda guitarra, Maureen “Moe” Tucker en la batería y el recientemente incorporado Doug Yule como bajista, segunda voz y eventual organista. Fue esta formación la que emprendió la grabación, a principios de 1969, de "The Velvet Underground".

Libre de Cale y de los vínculos con la escena arty neoyorquina, el hecho de que lanzara un segundo disco autotitulado, demostraba la voluntad de “reinicio total” que tenía la banda. Adoptando la creatividad de Lou Reed como su epicentro, con un aire mucho menos experimental que sus predecesores, "The Velvet Underground" es el disco más “suave” y melódico de la Velvet, además del primero en apuntar claramente la (futura) dirección solista de Reed. Pero aunque desde los primeros instantes el álbum suena dulce, lento, con coros armonizados y guitarras limpias, está demasiado lejos de ser música pop, o folk rock. Más allá de los personajes freaky tan propios de Reed, o de momentos de inescrutable tormento (ahora más lírico que sonoro), el disco retiene las atmosferas posibles sólo en la obra de la V.U., por mucho que el disco suene menos a John Cage y orbite más lejos de las calles, la heroína y el sadomasoquismo. Como resultado obtenemos un álbum con la marca del sobreviviente, de aquel que está autorizado para albergar pensamientos sobre el borde íntimo del mundo.


Ya desde el inicio del disco percibimos esto, al escuchar una canción “dedicada” a un famoso transexual neoyorquino. Hablamos de “Candy Says”, y la fascinante forma en que captura el campo de ambigüedades en que se ha transformado el cuerpo de este (o esta) joven. Sorprendiendo por estar construida sobre guitarras bajas y relucientes, hasta con segmentos de tersa armonía, la canción captura la contradicción entre el desencanto por una vida decadente, y el pesado impuesto que cobra, y el deseo por una vida sencilla y plena. Pero inmediatamente nos golpea, de nuevo, ese ritmo de rock’n’roll infernal que es “marca registrada” de la VU. “What goes on” amplía el beat que creó la banda ya con “I'm waiting for the man”, hacia un rock de garage en el que un órgano furioso remplaza los arreglos vanguardistas. Con una guitarra distorsionada y rítmica, que con su intensidad retorcida confirma a Reed como el mejor “guitarrista rítmico” de todos los tiempos (con perdones de Robert Quine), la canción adelanta lo hecho por bandas como Television, The Feelies o Dream Syndicate, pero también supera –gracias a la condición impresionista/coloquial de su letra– todo lo hecho por los rockeros lisérgicos de la época.

Con “Some kinda love”, en cambio, comienzan a despuntar los acentos blues en la guitarra de Sterling Morrison, en algo que suena más como Moby Grape que como LaMonte Young. Pero ahí, siendo melódicamente repetitiva, mínima hasta la hipnosis, la canción se descubre con sus letras surrealistas, cargadas de ironía, erotismo y valores poéticos tan indescifrables como los del Dylan modelo 66. He ahí el detalle indie, manifiesto en el deseo de transformar de formas inesperadas aquello ya muy conocido. Una nueva alteración sobreviene con “Pale blue eyes”, una balada folky que esconde una canción de amor bipolar. Hechizante, peligrosamente intima, brumosa pero a pesar de ello cálida y personal, ésta es la canción que más sorprende al escuchar el disco. Tanto que hasta Sterling Morrison cuestionó su grabación. Pero eso sucede al quedarse uno apenas en la superficie del tema. Bien escuchada, en “Pale blue eyes” nos econtramos con un hombre que canta aplastado por una relación imposible, por la lucha entre el deseo, la obligación, el pecado y la nada. Es pues ésta una terrible canción de pérdida, capaz de congelar los huesos tanto como el hielo de esos ojos de azul pálido, o el esquelético solo de guitarra que cuaja esta canción. Tan extraña y conmovedora que si no tuvo un éxito enorme fue por las inhóspitas sensaciones que provoca su escucha; tanto así que tal vez se trata del mejor ejemplo del potencial “pop” que tenía la banda –capacidad que alcanzaría su cúspide con la poliédrica “Sweet Jane”, en "Loaded".

Todavía en el mismo tren, el "soul à la V.U." de “Jesus” amplifica el tono desolado, para cerrarlo con el retorno fatal de “I’m beginning to see the light”, en la que la salvación tiene el color del ruido blanco. En esta canción, de intensidad casi física, el personaje callejero de Reed retorna, pero ya menos malditista, y más bien empapado en un reconocible nihilismo. Todavía jugando con la idea de redención, “I’m set free” filtra un folk mutante sobre la batería robusta de los primeros Velvet, entregando una mezcla agresiva y extraña. Careciendo del idealismo de la “salvación”, y por eso mismo libre de ingenuidades, la “nueva ilusión” que encuentra el personaje de esta canción, le muestra la libertad como una escena en la que su cabeza rueda, entre carcajadas, por el suelo. Ese sardónico éxtasis es el que sigue (y seguirá) diferenciando a la Velvet de cualquier otra banda que pretenda medírsele.

En el cierre del disco encontramos precisamente ejemplos de esto. El pastiche country de “That’s the story of my life”, canción indie por excelencia, provee el contrapeso cabal para lo que se viene con “The murder mystery”, un segundo intento por crear el relato musicalizado más bizarro posible. Sucesora de “The Gift”, “The murder mystery” es una composición aleatoria en la que el gore y los juegos de palabras se cruzan maniáticamente; mientras, en lo musical, un órgano destartalado remplaza la vitriólica instrumentación de anteriores ensayos, pero sólo para dar paso a una recitación múltiple y aceleradísima, en la que una voz dice una cosa por un auricular mientras otra dice algo más por el otro. Tan extraño experimento, un juego de sugestión psicodélica, parecería no corresponder con éste disco –un intento consciente de la V.U. por alejarse de su primer sonido. Pero justo ese es el detalle, ese instinto para estar “fuera de lugar” tan propio de la Velvet, es lo que corrobora la genialidad de este tipo de incursiones. Pero nada nos prepara para el alucinado cierre del disco, que viene con la canción “After hours”, un tema de inocencia infantil y de instrumentación ridícula. Tanto así que podría pasar por una demo, por una grabación amateur. Lo que sólo a la Velvet se le ocurriría meter en un disco. Esta canción, tan inocente y pura (como cantada por una banda de gatitos) que no podría cantarla Reed, por lo que le cedió el puesto a Moe Tucker, es precisamente la marca antipódica de esa banda que grabó “Heroin”, de la banda que podía hacerlo todo y ahora mismo lo estaba probando.


Claro que a nadie sorprenderá saber que "The Velvet Underground" fue, nuevamente, un rotundo fracaso. Lanzado inmediatamente después del apocalipsis sonoro de "White light/White heat", el disco le sonaba a los viejos “fans” del grupo como algo completamente alienígena, casi como otra banda. Menos desesperadamente pop que "Loaded" (a momentos demasiado obvio en su espíritu desechable, procurando ser comercial de cualquier modo y a cualquier costo), el disco seguía siendo demasiado “raro” para las radios. Y los curtidos excéntricos que habían frecuentado la banda ya desde sus días Warholianos, le hacían caras a un disco que hablaba sobre el amor y Jesús. Jamás resignados a tocar para ellos mismos (aunque cada vez menos gente los escuchara y ningún “crítico” –salvo tal vez Lester Bangs– pudiese sacar el cliché lisérgico-hippie de su cabeza lo suficiente para escuchar esto), la banda seguiría insistiendo con la idea de lograr hacer una música satisfactoriamente pop. Lamentablemente el impulso apenas les alcanzó para grabar un disco más. Lo suficiente para cerrar la carrera más fructifera e influyente en la historia del rock.

Aunque ya el tiempo ha reivindicado bastante a The Velvet Underground, su disco de 1969 continúa siendo el más divisivo de su obra. Pero es también el que mejor sintetiza su espíritu. Un tránsito que no se puede llamar evolutivo, ni camaleónico. Es un devenir impredecible que prefigura muchísimo de la música posterior/actual (del art rock al punk, pasando por el noise y el pop lo-fi), y que cobra sentido de totalidad al escucharse, encadenados, sus discos y sus descartes, los reveladores “inéditos” que encontramos en la caja "Peel slowly and see" o en los compilados "V.U." o "Another View". Es "The Velvet Underground" un disco que transfigura la naturaleza narcótica de los primeros trabajos de la banda en genuina emoción interpretativa. Un álbum que presenta a los alteregos freaks de Lou Reed (Billy, Candy, Jack, Lucy, etc.) y lleva a un pop retorcido las texturas perversas propias de su universo compositivo. Con su tono de jam relajada y lúdica, "The Velvet Underground" convierte así el nombre de la banda en patronímico de rock innovador y jugado por la creación –ambas características del rock indie; iniciando una historia tan amplia y rica que parece eterna, y que por eso mismo, si no cuento, se hace disco.

domingo, julio 12, 2009

Astraea Redux: Ladrones y bromistas


Acabamos de enteramos, entre risitas perplejas, que el año entrante el Oscar ampliará el número de filmes nominados en la categoría de “Mejor película”, duplicando su tradicional quinteto dorado. Es otra de las estrategias que ensaya la Academia para intentar reflotar el interés por su desaguada premiación. Tal noticia sería poco menos que una curiosidad si el motivo de la decisión no se adscribiese a "The Dark Knight", cuya exclusión de las cinco finalistas del año pasado parece haber sido tomada como un mayúsculo “error” –por cuanto significó perder enteros populares y mucho rating. La idea es que, entre diez, es más fácil incluir películas taquilleras, de género fantástico, de animación o adaptaciones. No seré yo quien rebata tales argumentos, por mucho que no crea que una gran película como "The Dark Knight" merezca entrar en la boleta, pero sí me atreveré a decir que la esperadísima adaptación de la mejor novela gráfica de todos los tiempos, "Watchmen", está todavía muy lejos de inaugurar las apariciones comiqueras en la noche de las estatuillas doradas.

Tras más de 20 años en “producción”, sólo el éxito de "300" (2007) y de la misma "The Dark Knight" (2008) permitió que Zack Snyder –también director de la ya mencionada adaptación Milleriana y un comicómano incuestionable– obtuviese luz verde y recursos suficientes para realizar la más fiel adaptación posible de la monumental obra que crearan, en 1986, Alan Moore y Dave Gibbons. Las expectativas eran indudablemente altas, tanto en aquellos que esperaban otro desastre (más) en la amarga relación Moore-cine, como en los que veían finalmente dadas las condiciones, tecnológicas y cinematográficas, necesarias para lograr la tan anhelada adaptación. Lo cierto es que no sería nada fácil transportar a la pantalla el armado perfecto y arriesgado que alcanzó Moore a través de los 12 episodios que conforman la novela gráfica. Es más, ese argumento de compleja belleza shakesperiana es prácticamente irreproducible en cualquier otro formato. Con demasiados personajes, demasiados tiempos narrativos, demasiadas subtramas, demasiados detalles, demasiada metatextualidad, ni la opción de adaptarla como una miniserie de 12 capítulos (alternativa propuesta originalmente por Terry Gilliam) se antojaba suficiente. Querer ajustarlo todo en dos o tres horas resultaba, pues, sencillamente temerario. Y las dudas comerciales comenzaban a arreciar: ¿Será bien recibida por los no-fanáticos del comic?, ¿El “rating” va a ser adecuado para venderla como una película familiar?, ¿Cuán satisfechos hay que dejas a los fan boys?, etc. Mientras tanto, entre litigios por los derechos de la obra, una intensísima campaña publicitaria y trailers visualmente prometedores, la filmación proseguía. Cuando el filme se estrenó –finalmente– en las salas cochabambinas, se sentía que un ciclo se cerraba. Lo vimos tanto en el señor canoso que se quedó pegado a su asiento, al terminar la película, como en la pareja adolescente que abandonó la sala exultante. "Watchmen", para bien o para mal, estaba finalmente aquí.

Escrita por el erudito autor inglés Alan Moore, e ilustrada con genial tino por Dave Gibbons, "Watchmen" representa el hito mayor de la narrativa gráfica. Nunca antes se había intentado una empresa de esta magnitud, mucho menos desde los comics. Moore, en días de furiosa intensidad creativa, planeaba nada menos que una saga para acabar con los superhéroes; doce capítulos en los que se expusiera cómo dos generaciones de vigilantes, localizados entre 1940 y 1985, habían transformado a un país que, a su vez, los había transformado a ellos mismos. Héroes sin poderes extraordinarios, más bien héroes minados por las falencias y limitaciones de lo humano. Sumergiéndose para ello en todas las ciencias y artes del Siglo XX, Moore se sacaba de la manga una reflexión brutal sobre la sociedad, nuestros tiempos, el hombre, la identidad y el destino. Con guiños a la cultura pop, pretensiones de “alta literatura”, raptos de ciencia ficción, mitología, física cuántica o psicología y una médula impenetrablemente comiquera, "Watchmen" era más de lo que cualquier autor/lector podría haber imaginado en un comic. Destinada a la gloria, la novela gráfica barrió con todo lo que se había hecho en comic hasta entonces. Ese ambicioso relato –eso de llamarlo “de superhéroes” es ya una innecesaria convención– en el que el asesinato de El Comediante comenzaba a reconectar a viejos compañeros “vigilantes” como Rorschach, Búho Nocturno, Espectro de Seda, Ozymandias y el Doctor Manhattan (el único superhombre existente sobre la tierra), primero procurando proteger su pellejo, para terminar enfrentándolos a un plan en el que la “salvación del mundo” implicaba un horroroso acto del que debían ser silentes cómplices, fue una obra de impacto verdaderamente sobrecogedor, capaz de cambiar la industria del comic y ganarle el respeto de la literatura seria y académica. Una narración poderosísima, construida en lo visual con la simetría mortal de las verdadera obras maestras, "Watchmen" dejaba –desde el momento de su exitosa publicación– su destino cinematográfico casi predicho.

Concentrándonos, en adelante y por cuestiones de espacio, en la adaptación cinematográfica (ya habrá tiempo para hablar sobre la fascinante novela gráfica que la inspira), hay que decir que "Watchmen" es una película que pertenece a esa estirpe en la que es imposible la indiferencia; que generará interminables debates y –probablemente– encontrará nuevos afectos dentro de algunos años, convertida su edición definitiva y en DVD, en un objeto de culto. En tanto, su versión de distribución cinematográfica masiva peca de una solemnidad casi impenetrable, trocando la distensión –abierta a las lecturas infinitas– de la novela gráfica, por una expectación lenta y unívoca. Sí, es fidelísima en lo estético, en los tiempos y hasta en el trazado amplio de las historias que componen la obra, pero (atrapada entre todo eso) no consigue hacerse suficiente espacio para respirar, para articularse como un filme memorable por cuenta propia. Tanto así que no sé si habría sido mejor que filmasen a alguien pasando las páginas del comic, que apostar por estos storyboards en acción real.

Aunque era evidente que no todos los elementos presentes en la novela gráfica iban a poder transcribirse, hay que reconocer que los personajes sí retienen su esencia. En esto, a pesar de que Snyder acusa sus nulas aptitudes para la dirección de actores –en oposición a su maestría para el diseño gráfico, o su amor fascistoide por la evisceración–, se debe mucho a los talentosos actores que se prestaron para el proyecto. El atormentado sadismo de Rorschach se captura gracias, no tanto a la siempre cambiante máscara del personaje, sino a la voz y movimientos de un gran Jack Earle Haley, capaz de conmover aún con los afectados monólogos típicos de su personaje. Sucede lo mismo con el Doctor Manhattan, un ensamble de CGI sobre la voz y cuerpo de Billy Crudup. El distante vacío desde el que se expresa este personaje, casi divino y ajeno al tiempo y todo lo humano, no podía ser alcanzado de otra manera; por lo que si consideramos que Crudup estuvo actuando frente a una pantalla azul y con un traje de spandex capturando sus movimientos, el mérito es aún mayor. Tampoco desentonan el Ozzymandias de Matthew Goode, que con su puerilidad y repugnancia sugiere todo menos al hombre más inteligente del mundo, o el revenido vía flashbacks Comediante. Donde chirrean los engranajes es en las interpretaciones femeninas, particularmente en las infumables Espectros de Seda (madre e hija en el filme), que tal vez son, junto a la chocante escena sexual –musicalizada por un incomodo Leonard Cohen– lo peor de toda la película.

Algo que, sin embargo, merece Snyder que le reconozcan es su capacidad para manejar el flujo visual en la pantalla –entendido esto como una capacidad escénica más que narrativa. Por ello el director sí consigue trasladar, acompañado por música y un ojo tan detallista como el del propio Gibbons, los ámbitos urbanos (originalmente drenados de Burroughs, Orwell y Ditko), los simbolismos visuales reiterativos pero velados y el fundamental motivo de la opresión sensorial, directamente de la novela gráfica. Esto llega a funcionarle incluso estupendamente en escenas concretas –el arresto de Rorschach, la represión de los manifestantes en las calles, el viaje de Rorschach y Buho Nocturno a la Antartida–, mientras en otros casos fracasa precisamente bajo el peso del exceso –o el abuso de la cámara lenta y los panorámicos. Ciertamente, y es algo que no se puede lamentar poco, la imposibilidad de replicar las morisquetas formales de la novela gráfica -como los insertos de “Under the Hood” o el episodio “simétrico”- se deja sentir, aunque la “Watchmen” cinematográfica sí ha heredado el potencial de redescubrirse (al menos visualmente) en revisiones sucesivas.

Muchos se han quejado por los diálogos de "Watchmen", dándolos por inverosímiles, enrevesados y hasta platitudinales. Como fuera, tales son también características originales de la novela gráfica, que reivindicaba valores pulp precisamente dese los diálogos. De ahí que los largos devaneos éticos de Rorschach o la fatuidad científica del Doctor Manhattan puedan terminar sonando inapropiados para el soporte cinematográfico. Cierto que la novela gráfica se sostenía con un potencial cinemático imponente, pero tal vez correspondía a los guionistas evaluar cuáles parlamentos de la novela gráfica se leían mejor de lo que se actuaban, en lugar de “cortar y pegar” diálogos enteros en su propio libreto. Producto de esto es que, dado que se suponía que uno debía leer y meditar cada número de la novela gráfica entre 15 y 30 días, la transcripción literal de la misma termine entregando una película muy lenta y quizás hasta aburrida para aquellos que no conocen a los personajes, o no han conseguido interesarse en la trama durante los primeros minutos. Lo que sí es inocultable es que, cuando se deslavan y minimizan las ambiguedades morales de cada personaje, las prolongadas meditaciones "existenciales" o las andanadas sobre el tiempo y los taquiones, pierden toda fuerza y sentido. Y eso, con Moore, no pasaba.

Sin lograr el complejo balance de entretenimiento marca “blockbuster veraniego” y película de pretensiones artísticas (alcanzado por el 90% de "The Dark Knight"), "Watchmen" se permite degustar a los fanáticos de la novela gráfica sin ofender a sus seguidores fundamentalistas, ni alejar a cinéfilos interesados por las historias bien narradas. En cualquier caso, nos recuerda la magnitud magistral de la novela gráfica. Naturalmente, no nos dejará tantas oportunidades para pensar sobre el ridículo de la máscara, o respecto a cuándo perdió la inocencia nuestra sociedad, pero sí nos atrapará por los 162 minutos de su duración. Lo irónico es que, tal vez, llevará a algunos a perpetuar la idea de que los comics son cosa de niños –donde crustáceos gigantes invaden la tierra– o de nerds con escasas habilidades sociales –de esos que pueden pasarse días meditando sobre la naturaleza de un desnudo homínido azulado. Difícilmente pensará alguno (no familiarizado con la novela gráfica) que, detrás de todo esto, se esconde literatura tan hermosa como la de Nietzsche, Conrad, Melville, Dryden o Pynchon. Habiendo “fracasado” en taquilla, es de esperar que ningún estudio vuelva a arriesgarse a lanzar una película “de superhéroes” de estas características (con rating R, tan extenso metraje y elevadas dosis de violencia); ergo, el efecto "Watchmen" está cobrando sus deudas en el rubro cinematográfico –la película de superhéroes para acabar con las películas de superhéroes, tarea comenzada, seguro por la oscura y hermetista "The Dark Knight". Hasta saber si es que esto nos condena a ver, ad infinitum, películas como "Fantastic Four" o "X-Men Origins: Wolverine", o si es que la resurrección de "Watchmen" –en DVD y vía el aún más extenso Director’s Cut prometido– rehabilita el género a tiempo, bien podemos hacer nuestras las finales palabras del Doctor Manhattan: “Nada termina nunca”.

domingo, julio 05, 2009

Si los poetas fueran menos tontos

Había nacido cuando el movimiento (artístico) que debía dominar, desaparecía, y murió antes de comenzar la década en la que –probable y finalmente– su creatividad prolífica, sus rarezas, podrían haber hallado un sistema, herederos, ampliaciones y genuina “comprensión”. Tanto un perpetuo adelantado como una criatura de sus tiempos, Boris Vian es uno de los personajes más fascinantes y definitivos del Siglo XX. Novelista, poeta, dramaturgo, traductor, trompetista, cantante, compositor, crítico de jazz, ingeniero civil, pornógrafo, ejecutivo discográfico, ensayista, periodista, matemático, inventor, actor, libretista, mecánico, patafísico… la genialidad inagotable de este enormísimo francés apenas se desplegó entre 1920 y 1959, 39 años en los que explotó el extremo de su hiperactividad torbellínica, la voracidad de su iconoclasia –ambos hasta su fatal resolución. Al cumplirse cincuenta años de su muerte, prematura aunque predicha, recordamos al príncipe de Saint-German-des-Prés, al creador del Paris cool de la posguerra, al autor de la fascinante "La Espuma de los días", al macabro misógino Vernon Sullivan, al hombre que habitó demasiadas vidas y que nunca quiso morirse; al enigma insondable que fue Boris Vian.

Imposiblemente polifacético, Vian encuentra en su infancia explicaciones a muchas de sus posteriores conductas. Hijo de una familia burguesa, vio cómo la comodidad de su primera infancia era derrumbada por el Crack de 1929, que condenó a su padre –hasta entonces un “bohemio” que no conocía trabajo alguno– a una mundana rutina laboral, y a su familia, a la sensación terrenal únicamente posible en la clase media. También en estos años infantiles fue que Boris Vian enfermó, sucesivamente, de tifoidea y fiebre reumática; problemas éstos que marcarían permanentemente su salud, generándole la afección coronaria que terminó cobrando su vida. Fue, igualmente en su infancia, que descubrió el jazz –gracias a la banda de Duke Ellington– y comenzó a convencerse que el brillante matemático que había sido, iba a terminar doblegado frente a un trompetista dignamente sucesor de Bix Beiderbecke. A partir de ese momento la vida de Vian no sería comprensible sin la música, aún después de avocarse “seriamente” al ejercicio literario.

El amor que desarrolló Vian por el jazz era desbordante. Trompetista excepcional –más por su potencia expresiva que por su virtuosismo– y socio conspicuo del “Hot Club de France”, llegó a integrar algunas orquestas dixieland, alternando regularmente en los bares y clubs del barrio parisino de Saint-German-des-Prés. Pronto fundaría un bar propio, el Café “Le Tabou”, donde se cuajó toda la vida intelectual (particularmente “underground”, si cabe el término) del Paris de los cuarenta y cincuenta. Una vez recibido como Ingeniero Civil, habiendo también cursado brevemente Filosofía, la precoz juventud de Vian fue la de un músico de jazz; tristemente, cuando apenas comenzaba a consolidarse como tal, Vian vio saboteado su intento de “profesionalización” a causa de su corazón elongado, que difícilmente podía aguantar el rigor de la rutina del jazzman, o la intensidad de sus performances. Apartado, casi por orden médica, de su primer amor, poco duró la “deriva” de Boris Vian, que muy pronto se vería reconvertido en el escritor y personaje por el que se le recuerda más ampliamente.

Cuando hasta entonces apenas había escrito poemas para divertir a su primera esposa, o para acercarse al jazz, la influencia de su amigo Jean Paul Sartre terminó de abocar a Vian a la escritura. Por entonces, mientras trabajaba en el Departamento de Normalización, en búsqueda de la “botella perfecta” (cuesta imaginar ocupaciones más ideales para el bebedor Vian), el polímata comenzó a interesarse más seriamente por las particularidades de la experiencia vital moderna. Hecho un juerguista desenfrenado (“Yo bebo sistemáticamente”, cantaba el inventor del recordadísimo pianoctel), Vian solía frecuentar, organizar y animar legendarias “surprise-parties” en las que, al combinar alcoholes y el ejercicio de todas las libertades, terminó convirtiéndose en una especie de azote (cabalmente satírico) de los pacatos y aburridos franceses de la segunda posguerra. Desaforado y desopilante, Vian plasmó dichas experiencias en su primer libro, "Vercoquin et le plancton" (1943), que pasó desapercibido, salvo por contener la promesa de un autor como no se había visto.

Tal vez las más recordadas obras suyas son "L’écume des jours" (“La espuma de los días”, 1946) y "J’irai cracher sur vos tombes" (“Escupiré sobre vuestra tumbas”, 1946), ambas novelas con historias tan memorables como su propio contenido. El caso de “La espuma de los días” es probablemente más célebre por considerarse una de las novelas clave de la literatura francesa contemporánea. Un canto de amor a la locura organizada de nuestros días, al absurdo más absoluto y sublime al que podemos aspirar como seres humanos; “La espuma de los días” es un experimento fantástico en el que, al avanzar la novela, las certezas de un mundo mecanizado y cruel descubren la frágil desesperación que se acumula detrás de ese aparente derroche surrealista. Sin querer ser satírica explícitamente, ésta es una novela que –entre brumas surrealistas y humor delirante– corta tan profundamente que nos obliga a ver el rostro propio reflejado en la sociedad a la que ridiculizaba.

El caso de “Escupiré sobre vuestras tumbas” es, en cambio, totalmente distinto. Escrita bajo el pseudónimo de Vernon Sullivan –un negro autor de novela negra–, es la primera de una serie de pastiches noir, políticamente incorrectos ya desde el título, que perpetró Vian. Surgida casi por encargo, al querer regalarle un “best seller” a un amigo editor que atravesaba problemas económicos, esta obra pulp (escrita en 15 días) se halla atravesada por un cinismo hiperrealista que, al margen de la crítica social o el impulso mórbido de una trama de venganza interracial, ensaya un fiero retrato urbano del individuo de color en los EE.UU. Efectivamente convertido en el prometido éxito de ventas, Vian enfrentó polémicas, demandas y multas por culpa de este hiperviolento libro, que encontró al menos otras tres “secuelas” igualmente salvajes, pero que no alcanzaron la repercusión o ventas de “Escupiré sobre vuestras tumbas”.

Indetenible y aborreciendo la pereza, Vian gestó una obra inabarcable en volumen y genialidad: 50 tomos de novela, cuento, poesía, ensayo, teatro, ópera, guión, etc. aunque –al margen de la literatura– también fue un compositor copioso, acreditándose hasta 400 canciones, de las que unas pocas (pero buenísimas) se recogen en el disco "Chansons posibles ou impossibles". Entre las más memorables se encuentran el himno progre-pacifista “Le déserteur” y la infumablemente divertida (debería ser nuestro himno nacional) “Je suis Snob”. Si bien como compositor e intérprete informal, Vian prosiguió con su carrera musical –especialmente al ver disminuir su éxito como escritor. Así, sin abandonar jamás el jazz, pudo pronto torcer hacia el bebop y el swing, asimiló también el tango, el cha cha cha, la chanson, el “vodevil paramilitar” y la bossa nova, cultivando un estilo que prefiguró hasta el propio rock’n’roll (es poco conocido que es co-autor de las primeras canciones francesas de dicho género). Amigo y celestino de Duke Ellington, Charlie Parker y Miles Davis durante sus estancias parisinas, periodista y crítico de jazz en el diario de Albert Camus y Director Artístico de Philips Records, es evidente que Vian quizó ser tan músico como escritor, o que jamás dejó de verse como un músico en eventuales incursiones literarias.

Durante sus últimos años, desalentado cuando su habitual editora “Gallimard” rechazó el manuscrito de "El arrancacorazones", Vian comenzó a inclinarse hacia la poesía y la creación de libretos de todo tipo: operísticos, cinematográficos, para shows de cabaret, teatrales, etc. Cada vez menos interesado por la escritura de ficción, y con su situación financiera definitivamente desestabilizada, Boris Vian debió vender los derechos fílmicos –contra su voluntad– de “Escupiré sobre vuestras tumbas”. Percibiendo una trágica adaptación, pronto eliminó todo nexo con la empresa, aunque se permitió visionarla, de incognito, luego de su estreno. Horrorizado por los resultados, indignado y víctima de su vida desenfrenada, Vian falleció la tarde de ese 23 de junio de 1959, en plena butaca de un cine, mientras en la pantalla se masacraba su novela, exclamando postreramente: “¿Se supone que esos tipos sean americanos?, ¡Me cago!”

Sorprendió poco que, durante las protestas juveniles de Mayo del ’68, Boris Vian figurase como uno de los íconos del movimiento. Ya para entonces las cifras de ventas de sus libros (particularmente “La espuma de los días”) se habían disparado, su canción pacifista había convocado protestas contra las guerras de Indochina y Argelia, las transformaciones sesentistas habían hecho admirable el polifacetismo alucinado de Vian, etc. Pero el inagotable autor ya estaba muerto hace mucho. Su voracidad vital había rebasado a sus tiempos, y aunque ya más inteligible, seguía rebasando a los nuestros. Las multiplicidades de este “especialista en todo” son sencillamente incomprensibles en un mundo empujado hacia una hiperespecialización ridícula. Vian decía que “Tener un diploma serio te permite decir estupideces”, y así se arrojaba a la creación de bizarros instrumentos musicales, de ruedas elásticas o de argumentos fantásticos. Hoy yo necesito un diploma para ajustar una tuerca, pero si quiero clavar una tachuela, debo recurrir al experto correspondiente. Eso no sólo hace irrepetible el genio de Boris Vian, sino que lo eleva a un ideal casi renacentista. Rehabilitado hoy como escritor, y parcialmente como músico, todavía queda pendiente la –tal vez imposible– tarea de recopilar todos esos sus recorridos artísticos y vitales “paralelos”.

Es fácil, grato y divertido, recordar a Boris Vian como un iconoclasta de prodigiosa imaginación y humor surrealista, pero normalmente olvidamos el momento (y contexto) en el que desarrolló el pleno de su obra. Rodeado por Sartre, Camus o Beauvoir y adelantado a Queneau o los OULIPO, Vian debió haber desentonado entre sus congéneres como un epícuro hombre con cabeza de paloma. Pero, aunque para percibirlo haga falta zambullirse algo más en sus textos, el creador indetenible que fue Vian parece haberse alineado con una suerte de “existencialismo pragmático”, materializado –antes que combatido– por la actividad turbulenta, incesante, típica del hombre aplastado por las infinidades (inútiles) de la libertad. Convencido de que podía hacerlo todo, pero su fecha de caducidad era brutalmente próxima, el Vian de "No me gustaría palmarla" parece el más auténtico. Decidido a vivir muchas vidas dentro de la suya, definitivamente multiplicó sus 39 años más allá de todo prodigio, hasta agotar la espuma de los días, ese tiempo –siempre breve– que nos toca habitar. Aborrecido por la académica y casi un apestado de los círculos literarios establecidos (hasta su amigo Sartre renegó de él), habiendo sido el primer revisionista del legado de Alfred Jarry (“Los perros, el deseo y la muerte” no es otra cosa que una actualización de las premisas patafísicas, y no en vano fue Vian sátrapa del Collège Patafísico), ahora –al cumplirse los cincuenta años de su muerte– Vian acaba de entrar a ese “fantasmario deluxe” que es "La Pléiade". A más de uno le da risa, y a Vian seguro que mucho más. Por fin queremos darnos cuenta que, si los poetas fueran menos tontos, quisieran ser un poco más como Boris Vian; como ese genial personaje que se describía así: “Un ser único/ En montones de ejemplares/ Que no piensa más que en verso/ Y no escribe más que en música/ Sobre motivos diversos/ Unos rojos y otros verdes/ Pero magnificos siempre”.