Suele recordarse 1969 por el Festival de Woodstock y el final de la (efímera) utopía hippie. Charles Manson, Altamont y la disolución de los Beatles marcan el probable telón de esa curva revolucionaria, que se encumbró en 1967 con el llamado Verano del Amor, y alcanzó importantísimo impacto en lo cultural, social y político. Evidentemente, a casi nadie se le ocurriría pensar que el nacimiento del rock indie también se dio en aquel año –y no en 1984, como reza la historia oficial. Puestos en la tarea, se hace claro que pocas bandas de la época podrían ajustarse a dicho perfil. A saber: The Silver Apples, Can, The United States of America, The Stooges o White Noise. Hablando de ser “fundadoras” de esa vertiente sónica, quedan muy pocas otras opciones. Eso sin olvidar a The Velvet Underground, la extrañísima banda neoyorquina que ya en 1967 había torcido la década del flower power con su primer disco. Es más, repasando nuevamente los expedientes, es imposible que otra banda –que no fuera la Velvet– haya protagonizado ese episodio fundante. Fue justamente aquello lo que sucedió en 1969, cuando con su extraordinario disco "The Velvet Underground", el cuarteto propiciaba la fundación mítica del rock indie.
Lo curioso es que "The Velvet Underground" haya tenido un origen tan trágicamente caprichoso. Apabullados por un “doblete” de discos conceptualmente rompedores ("The Velvet Underground & Nico" de 1967 y "White Light/White Heat" de 1968) pero de nulo impacto comercial, los miembros de la V.U. se vieron enfrentados a una decisión tenebrosa. Decantarse por el rock de aspiraciones más convencionales que proponía Lou Reed o por el camino crecientemente experimental encarnado por John Cale. No era un secreto que ambos “líderes” de la banda habían estado trabados en una pugna de egos desde el mismo surgimiento del grupo, pero tras cinco años activos y los sucesivos fracasos comerciales, parecía que no existía otra opción que resolver la pulseta –si es que la banda habría de continuar. Tal vez creyendo que el vanguardista Cale era el lastre comercial/popular, la Velvet decidió despedir al galés. Así la banda se recompuso con Lou Reed como compositor, vocalista y guitarrista, Sterling Morrison en la segunda guitarra, Maureen “Moe” Tucker en la batería y el recientemente incorporado Doug Yule como bajista, segunda voz y eventual organista. Fue esta formación la que emprendió la grabación, a principios de 1969, de "The Velvet Underground".
Libre de Cale y de los vínculos con la escena arty neoyorquina, el hecho de que lanzara un segundo disco autotitulado, demostraba la voluntad de “reinicio total” que tenía la banda. Adoptando la creatividad de Lou Reed como su epicentro, con un aire mucho menos experimental que sus predecesores, "The Velvet Underground" es el disco más “suave” y melódico de la Velvet, además del primero en apuntar claramente la (futura) dirección solista de Reed. Pero aunque desde los primeros instantes el álbum suena dulce, lento, con coros armonizados y guitarras limpias, está demasiado lejos de ser música pop, o folk rock. Más allá de los personajes freaky tan propios de Reed, o de momentos de inescrutable tormento (ahora más lírico que sonoro), el disco retiene las atmosferas posibles sólo en la obra de la V.U., por mucho que el disco suene menos a John Cage y orbite más lejos de las calles, la heroína y el sadomasoquismo. Como resultado obtenemos un álbum con la marca del sobreviviente, de aquel que está autorizado para albergar pensamientos sobre el borde íntimo del mundo.
Ya desde el inicio del disco percibimos esto, al escuchar una canción “dedicada” a un famoso transexual neoyorquino. Hablamos de “Candy Says”, y la fascinante forma en que captura el campo de ambigüedades en que se ha transformado el cuerpo de este (o esta) joven. Sorprendiendo por estar construida sobre guitarras bajas y relucientes, hasta con segmentos de tersa armonía, la canción captura la contradicción entre el desencanto por una vida decadente, y el pesado impuesto que cobra, y el deseo por una vida sencilla y plena. Pero inmediatamente nos golpea, de nuevo, ese ritmo de rock’n’roll infernal que es “marca registrada” de la VU. “What goes on” amplía el beat que creó la banda ya con “I'm waiting for the man”, hacia un rock de garage en el que un órgano furioso remplaza los arreglos vanguardistas. Con una guitarra distorsionada y rítmica, que con su intensidad retorcida confirma a Reed como el mejor “guitarrista rítmico” de todos los tiempos (con perdones de Robert Quine), la canción adelanta lo hecho por bandas como Television, The Feelies o Dream Syndicate, pero también supera –gracias a la condición impresionista/coloquial de su letra– todo lo hecho por los rockeros lisérgicos de la época.
Con “Some kinda love”, en cambio, comienzan a despuntar los acentos blues en la guitarra de Sterling Morrison, en algo que suena más como Moby Grape que como LaMonte Young. Pero ahí, siendo melódicamente repetitiva, mínima hasta la hipnosis, la canción se descubre con sus letras surrealistas, cargadas de ironía, erotismo y valores poéticos tan indescifrables como los del Dylan modelo 66. He ahí el detalle indie, manifiesto en el deseo de transformar de formas inesperadas aquello ya muy conocido. Una nueva alteración sobreviene con “Pale blue eyes”, una balada folky que esconde una canción de amor bipolar. Hechizante, peligrosamente intima, brumosa pero a pesar de ello cálida y personal, ésta es la canción que más sorprende al escuchar el disco. Tanto que hasta Sterling Morrison cuestionó su grabación. Pero eso sucede al quedarse uno apenas en la superficie del tema. Bien escuchada, en “Pale blue eyes” nos econtramos con un hombre que canta aplastado por una relación imposible, por la lucha entre el deseo, la obligación, el pecado y la nada. Es pues ésta una terrible canción de pérdida, capaz de congelar los huesos tanto como el hielo de esos ojos de azul pálido, o el esquelético solo de guitarra que cuaja esta canción. Tan extraña y conmovedora que si no tuvo un éxito enorme fue por las inhóspitas sensaciones que provoca su escucha; tanto así que tal vez se trata del mejor ejemplo del potencial “pop” que tenía la banda –capacidad que alcanzaría su cúspide con la poliédrica “Sweet Jane”, en "Loaded".
Todavía en el mismo tren, el "soul à la V.U." de “Jesus” amplifica el tono desolado, para cerrarlo con el retorno fatal de “I’m beginning to see the light”, en la que la salvación tiene el color del ruido blanco. En esta canción, de intensidad casi física, el personaje callejero de Reed retorna, pero ya menos malditista, y más bien empapado en un reconocible nihilismo. Todavía jugando con la idea de redención, “I’m set free” filtra un folk mutante sobre la batería robusta de los primeros Velvet, entregando una mezcla agresiva y extraña. Careciendo del idealismo de la “salvación”, y por eso mismo libre de ingenuidades, la “nueva ilusión” que encuentra el personaje de esta canción, le muestra la libertad como una escena en la que su cabeza rueda, entre carcajadas, por el suelo. Ese sardónico éxtasis es el que sigue (y seguirá) diferenciando a la Velvet de cualquier otra banda que pretenda medírsele.
En el cierre del disco encontramos precisamente ejemplos de esto. El pastiche country de “That’s the story of my life”, canción indie por excelencia, provee el contrapeso cabal para lo que se viene con “The murder mystery”, un segundo intento por crear el relato musicalizado más bizarro posible. Sucesora de “The Gift”, “The murder mystery” es una composición aleatoria en la que el gore y los juegos de palabras se cruzan maniáticamente; mientras, en lo musical, un órgano destartalado remplaza la vitriólica instrumentación de anteriores ensayos, pero sólo para dar paso a una recitación múltiple y aceleradísima, en la que una voz dice una cosa por un auricular mientras otra dice algo más por el otro. Tan extraño experimento, un juego de sugestión psicodélica, parecería no corresponder con éste disco –un intento consciente de la V.U. por alejarse de su primer sonido. Pero justo ese es el detalle, ese instinto para estar “fuera de lugar” tan propio de la Velvet, es lo que corrobora la genialidad de este tipo de incursiones. Pero nada nos prepara para el alucinado cierre del disco, que viene con la canción “After hours”, un tema de inocencia infantil y de instrumentación ridícula. Tanto así que podría pasar por una demo, por una grabación amateur. Lo que sólo a la Velvet se le ocurriría meter en un disco. Esta canción, tan inocente y pura (como cantada por una banda de gatitos) que no podría cantarla Reed, por lo que le cedió el puesto a Moe Tucker, es precisamente la marca antipódica de esa banda que grabó “Heroin”, de la banda que podía hacerlo todo y ahora mismo lo estaba probando.
Claro que a nadie sorprenderá saber que "The Velvet Underground" fue, nuevamente, un rotundo fracaso. Lanzado inmediatamente después del apocalipsis sonoro de "White light/White heat", el disco le sonaba a los viejos “fans” del grupo como algo completamente alienígena, casi como otra banda. Menos desesperadamente pop que "Loaded" (a momentos demasiado obvio en su espíritu desechable, procurando ser comercial de cualquier modo y a cualquier costo), el disco seguía siendo demasiado “raro” para las radios. Y los curtidos excéntricos que habían frecuentado la banda ya desde sus días Warholianos, le hacían caras a un disco que hablaba sobre el amor y Jesús. Jamás resignados a tocar para ellos mismos (aunque cada vez menos gente los escuchara y ningún “crítico” –salvo tal vez Lester Bangs– pudiese sacar el cliché lisérgico-hippie de su cabeza lo suficiente para escuchar esto), la banda seguiría insistiendo con la idea de lograr hacer una música satisfactoriamente pop. Lamentablemente el impulso apenas les alcanzó para grabar un disco más. Lo suficiente para cerrar la carrera más fructifera e influyente en la historia del rock.
Aunque ya el tiempo ha reivindicado bastante a The Velvet Underground, su disco de 1969 continúa siendo el más divisivo de su obra. Pero es también el que mejor sintetiza su espíritu. Un tránsito que no se puede llamar evolutivo, ni camaleónico. Es un devenir impredecible que prefigura muchísimo de la música posterior/actual (del art rock al punk, pasando por el noise y el pop lo-fi), y que cobra sentido de totalidad al escucharse, encadenados, sus discos y sus descartes, los reveladores “inéditos” que encontramos en la caja "Peel slowly and see" o en los compilados "V.U." o "Another View". Es "The Velvet Underground" un disco que transfigura la naturaleza narcótica de los primeros trabajos de la banda en genuina emoción interpretativa. Un álbum que presenta a los alteregos freaks de Lou Reed (Billy, Candy, Jack, Lucy, etc.) y lleva a un pop retorcido las texturas perversas propias de su universo compositivo. Con su tono de jam relajada y lúdica, "The Velvet Underground" convierte así el nombre de la banda en patronímico de rock innovador y jugado por la creación –ambas características del rock indie; iniciando una historia tan amplia y rica que parece eterna, y que por eso mismo, si no cuento, se hace disco.