Como cuando se bautiza a los hijos –aquellos a los que nombraron Anacleto o Hermes lo saben mejor que nadie–, elegir el nombre para una banda es un asunto trascendente. Por esto las grandes declaraciones, proclamas universales, generalizaciones y categorías, suelen descartarse. De ahí que elegir un nombre que contiene la palabra “juventud” (Youth) resulte particularmente arriesgado. Es que con eso estamos condenando a la banda a nunca madurar, a mantenerse como un caza-tendencias, a hacer de la reinvención su método, a adoptar los tics de la gioventú, etc. Es cierto que difícilmente uno pensará, al estrenar los veinte años y cuando recién va tomándose en serio eso de tocar en una banda, que va a seguir en esto cuando ya pase los cincuenta. Cuando lo de ser “joven” suene ya irremisiblemente a cosa del pasado. Esta meditación es la que se presenta al escuchar "The Eternal", el más reciente disco de Sonic Youth. Y no en balde, puesto que el álbum nos muestra a una banda que regresa a sus raíces, tanto en lo simbólico como en lo financiero (vuelven a una disquera indie luego de 20 años) y –por supuesto– también en lo sonoro.
Podría antojarse contradictorio que una banda como Sonic Youth, portaaviones del rock vanguardista desde mediados los ochenta, se haya decidido a mirar atrás. A retroceder, incluso. Las primeras impresiones de "The Eternal" invitan al déjà vu sonoro, con apariciones de viejos discos suyos como "Washing machine" (1995), "Goo" (1990) o incluso "Sister" (1987). Sin embargo, estos indicios se deben antes a una común intensidad creativa que a un retorno en el sentido material. Sonic Youth no había lanzado un disco desde 2006, descontando las adiciones marginales a su serie “arty” Sonic Youth Records, y sus pasados trabajos (desde "Sonic Nurse" de 2004 hasta "A thousand leaves" de 1998) habían discurrido caminos sonoros no necesariamente apreciados por la crítica o su fans. No es casual que el retorno al modelo indie, vía Matador Records y "The Eternal", represente también para Sonic Youth el reencuentro con la emoción original de su música. Que suene o no a No Wave, a rock experimental o noise, es ya un asunto completamente distinto. Lo que aquí encontramos, sin posibilidad de dudas, es el estilo patentado por la banda desde su canónico "Daydream Nation" (1988). Ese rock fulminante que se cuece sólo en las cabezas de Thurston Moore, Lee Ranaldo, Kim Gordon y Steve Shelley.
Podría antojarse contradictorio que una banda como Sonic Youth, portaaviones del rock vanguardista desde mediados los ochenta, se haya decidido a mirar atrás. A retroceder, incluso. Las primeras impresiones de "The Eternal" invitan al déjà vu sonoro, con apariciones de viejos discos suyos como "Washing machine" (1995), "Goo" (1990) o incluso "Sister" (1987). Sin embargo, estos indicios se deben antes a una común intensidad creativa que a un retorno en el sentido material. Sonic Youth no había lanzado un disco desde 2006, descontando las adiciones marginales a su serie “arty” Sonic Youth Records, y sus pasados trabajos (desde "Sonic Nurse" de 2004 hasta "A thousand leaves" de 1998) habían discurrido caminos sonoros no necesariamente apreciados por la crítica o su fans. No es casual que el retorno al modelo indie, vía Matador Records y "The Eternal", represente también para Sonic Youth el reencuentro con la emoción original de su música. Que suene o no a No Wave, a rock experimental o noise, es ya un asunto completamente distinto. Lo que aquí encontramos, sin posibilidad de dudas, es el estilo patentado por la banda desde su canónico "Daydream Nation" (1988). Ese rock fulminante que se cuece sólo en las cabezas de Thurston Moore, Lee Ranaldo, Kim Gordon y Steve Shelley.
Como en sintonía con la onda retro-ochentera tan de moda en los últimos dos años, la prodigiosa colección de canciones que es "The Eternal" comienza con “Sacred Trixter” y su estirpe No Wave, que en apenas dos minutos consigue recordarnos que –entre tanto revivalismo– la mejor banda del post punk yanqui sigue activa, y muy lejos del circuito nostálgico. El mensaje para los “herederos” es claro: “No lo intenten en casa”. La maraña de guitarras deformes prosigue, inmediatamente, con “Anti-orgasm”, una canción que planea alrededor de un vórtice distorsionado y veloz (también cercano al remolino No Wave). Precisamente ésta, gracias a sus coros en el estilo “llamada y respuesta” entre Kim y Thurston, alcanza un matiz perverso y sexual, que se completa tanto con las politizadas letras –en su irónico surrealismo– como en la arquitectura de la canción. Esta combinación hace de “Anti-orgasm” una estupenda aproximación al núcleo intenso de la experiencia sensorial, sexual o no –aunque las interrupciones súbitas y el remolcado de la batería sugieran una naturaleza de lo más gráfica.
Un elemento recurrente en el disco es el homenaje, sea íntimo (como a su amigo Bobby Pyn y la canción “Thunderclap for Bobby Pyn”) o próximo a la salutación pública (caso del beatnik Gregory Corso, celebrado en "The Eternal" con “Leaky lifeboat (for Gregory Corso)”). No excluimos las menciones sonoras, como sucede con “No way”, que es la versión Sonic Youth de The Wipers. También se repite en "The Eternal" –como es de esperarse– el balance preciso entre cascadas de distorsión, vértigo punk y exploraciones vanguardistas, que caracteriza a los neoyorquinos. La moody “Antenna” es un ejemplo de esto, con unas guitarras sonando como theremins descompuestos o avionetas frenando ante el vacío infinito. Lo mismo pasa con “Calming the snake”, una canción de compacta agresividad, guitarras alucinadas (Thurston Moore declaró, al presentar el disco: “Todavía somos Sonic Youth. Todavía no sé tocar la guitarra”) y suficiente ruido como para competir con una sala de calderos descompuestos. En el otro vértice de la espiral aparece la elegancia punk de “Poison arrow”, o la extraordinaria “Malibu Gas Station”, que contrasta gracias a su esencia espaciosa y a momentos cristalina –incluso hasta alcanzar, al aproximarse a un climax muy groovy, la elocuencia ambiental. Alejadas del No Wave y de su mentor Glenn Branca, pero en un arco evolutivo coherente, aparecen “Walking blue” y la fabulosa “Massage the story” (que cierra el disco), en las que caben desde Wire, los coros de rock clásico (¡El estribillo de “Walking blue” es un virus!) hasta las inesperadas excursiones “acústicas” de Thurston Moore. Así, casi sin proponérselo, Sonic Youth tiene en su decimosexto disco –su segundo “debut” indie– tanto un repaso de su trayectoria como una refundación prodigiosa.
Reforzada con la incorporación oficial del ex Pavement Mark Ibold en el bajo, Sonic Youth encara su tercera década con el discreto perfil de los verdaderos genios. No en vano el disco lo produce John Agnello. No en vano la portada reproduce una pintura de John Fahey, prócer de la outsider music yanqui. No en vano Sonic Youth se dio tiempo de tocar, durante su reciente paso por Chile, en pequeñas academias musicales y centros artísticos. Cuando podían montar la ola de interés necrófilo que, hype mediante, ha desplegado sobre sus discos el éxito de bandas como Deerhunter, Japandroids o The pains of being pure at heart –como, más o menos, intentaron los Pixies al hacerse famosos sus imitadores e hijos putativos–, Sonic Youth prefiere seguir moviéndose como una banda “de culto”, como artistas más empeñados en crecer y crear que preocupados por las posibilidades del marketing. Habiendo surgido de una escena que no perduró y prefigurado géneros que siguen a la deriva (como botes salvavidas pinchados), Sonic Youth tiene perfectamente claro su mapa de ruta –que es el mismo desde 1981, pero inaugura una segunda etapa con "The Eternal", su maravilloso disco de segunda juventud.
N.delE.: No los vamos a dejar con las ganas de escuchar el disco. Aprovechamos este breve post para "inaugurar" una nueva regularidad en el blog, por lo que eso de dejarlo abandonado hasta 4 semanas ya no va a suceder. Ahora las actualizaciones se harán, "religiosamente", los domingos; claro que si algo interesante se cuece entre semana, lo vamos a publicar también. Gracias por sus visitas, comentarios y apoyo.