domingo, diciembre 21, 2008
Aviso: Javier Rodríguez, the next great rock critic
sábado, octubre 18, 2008
Aviso solicitado: ahorabolivia.blogspot.com
Periodismo ciudadano digital, por fin en serio. Los invitamos a visitar y a colaborar con ahorabolivia.blogspot.com .
sábado, octubre 11, 2008
Señor Mal Ejemplo
Chico excitable
Nacido en Chicago, el 24 de enero de 1947, hijo de un apostador profesional (!) de raíces ruso-judaicas y de una estricta madre mormona, Warren Zevon pasó su infancia rodando de ciudad en ciudad, a causa de los hábitos –proclives a las deudas y “malas amistades”– de su padre. Warren William Zevon fue criado con la idea de llenar los zapatos de su “Tío Warren”, un prodigioso pariente que, siendo músico y precoz lumbrera académica, había muerto en
Abandonando la escuela –en la que tenía un desempeño notable, salvo en química– a apenas un año de graduarse, cuando un profesor lo sancionó al no creer que un excelente ensayo literario que presentó fuese realmente suyo, vio acelerado el inicio de su “carrera” como músico. Aguijoneado se subió al Corvette que su padre había ganado a las cartas y se fue a Nueva York, persiguiendo la idea de ser un músico folk. Corría 1964, el pico del boom revivalista de este estilo en NYC, pero avergonzado por dejar caer su púa en la boca de la guitarra en uno de sus primeros recitales, Zevon se percató que ésta aventura no era lo deseaba, y le puso fin muy pronto. No tenía razones para estar en la ciudad, no deseaba realmente ser un folkie, no se setía cómodo así y apenas –lo supo concluyentemente entonces– había ido allí para encontrar el espíritu bohemio de su héroe, Bob Dylan. Esclarecido, retornó a California.
Ya “irremediablemente” dedicado a la música, Warren pasó el resto de la década viviendo con su primera esposa y trabajando como músico “mercenario”, grabando comerciales, prestando su guitarra a Phil Ochs ("Pleasures of the harbor") o componiendo para los Turtles (el lado B de la exitosísima “Happy Together” era suya, y le fue tan lucrativa que por mucho tiempo, Zevon bromeaba, con sólo ese single alcanzaba para pagar sus cuentas). También intentó un dúo-pareja al estilo de Sonny & Cher (lyme & cybelle), pero no tuvo suficiente éxito, pasó por el soundtrack de "Midnight Cowboy" y escribió para Linda Ronstad, siempre sin poder escapar del anonimato. Pero en 1968 Warren conoció a Jackson Browne, quien sería muy amigo suyo por el resto de su vida, además de su eterno cómplice musical y artífice de su salto al ruedo profesional. De la mano de éste, en 1969, tuvo la oportunidad de grabar su disco debut, "Wanted dead or alive", que pasó completamente desapercibido para el público y crítica, a pesar de tener ya algunos atisbos del genial estilo Zevon, aunque extraviado entre un sonido de blues rock sucio (algo genérico del garage rock de esos días) y baladas rampantes como la poderosa “A bullet for Ramona”, 100% Zevon aún antes de que esto significara algo.
Entre 1970 y 1974 Warren Zevon terminó de foguearse, formando parte de la banda de los Everly Brothers, donde desde el teclado ayudó a revitalizar el clásico sonido de armonías “country-pop” del dúo. Pero en 1975, apartado del séquito Everly y sin otro estipendio que los escasos billetes que ganaba tocando en pequeños bares, ya “casado” con su segunda esposa Crystal –en una ceremonia celebrada en un automóvil a toda marcha, escanciando vodka y comulgando ácidos en el desierto, al puro estilo Thompsoniano– la pareja decidió vender todas sus posesiones y se lanzó a España, donde vivieron hasta el verano de 1976, trabajando Zevon como músico residente en un bar regentado por David Lidell, ex mercenario yanki que había vendido sus servicios por toda África y con el que Zevon hizo muy rápidamente buenas migas, además de ser el man at arms inspirador de la, todavía lejana en el futuro, “Roland the headless thompson gunner”.
Buscando la próxima gran maravilla
Rescatado nuevamente por Jackson Browne, Warren Zevon regresó a los Estados Unidos con un contrato y un estudio listos para comenzar la grabación de su próximo álbum. Ya maduro y con su estilo alcanzando el punto de florecimiento, Zevon grabó el autotitulado "Warren Zevon" (1976), poniendo su literalmente letal ingenio, su honestidad emocional y cinismo, al servicio de un rocanrol más sutil y refinado.
Aunque mejor recibido que su anterior trabajo, "Warren Zevon" pasó bastante desapercibido en sus días, si bien posteriormente se lo quiso rehabilitar como uno de los discos esenciales de esa era. Un estupendo despliegue creativo, éste disco es una suerte de “Album Blanco” iterativamente inverso, en el que los caminos divergentes no son los musicales, sino que aquí la explosión se da en el sentido de la extrema deriva sociológica de la sociedad yanki de los setenta y sus múltiples (o múltiplemente enfrentados) caminos, plasmada con total y tremenda elocuencia por la construcción lírica de este disco.
Esta vez con un contrato en la mano, el temerario Zevon no se dejó descorazonar por la indiferencia del público. Así fue que de inmediato se propuso la grabación de un próximo disco, a la sazón el que sería su obra maestra definitiva.
Dormiré cuando esté muerto
"Excitable boy" (1978), sin lugar a discusión, fue el mejor y más popular trabajo de Warren Zevon. Con un set infalible de “hits” (con la delirante “Werewolves of London” encabezándolos), este álbum consagró a Zevon entre los críticos, adjudicándole el lugar del “raro profesional”, del maverick mordaz e ingenioso (“Excitable boy”), del observador cínico de las realidades más cochambrosas (“Lawyers, guns & money”) pero también el de un sensible poeta cotidiano (“Accidentally like a martyr”). Transitando los pagos más surrealistas de la canción rock, un bluesero excéntrico demasiado poco apegado a las clásicas formas del sonido “de las 12 barras”, un aprendiz clandestino de Copland y un autor noir (amante del grandísimo Ross Macdonald), con éste album Zevon se inventó a sí mismo y desde su canon posibilitó un estilo propio e idiosincrásico. En suma, un despliegue de genialidad que difícilmente podría ignorarse (o igualarse).
Efectivamente “muy” exitoso, el disco impulsó al ya autodestructivo Zevon hacia una espiral descontrolada, un torbellino alcohólico en que el desenfreno estaba ganando la partida. Enamorado del vodka con todos los ribetes del exceso (no en vano se ganó el apodo de “F. Scott Fitzevon”), flirteando con la violencia –una noche en su estudio le pegó tres tiros a la portada de "Excitable boy", nada menos que su retrato–, sin poder detenerse o recordar sus actos previos, imposibilitado incluso de vestirse y menos capaz de tocar, Zevon se auto ingresó a una clínica de rehabilitación (tras tres intentos y la severa reprimenda de sus amigotes), esperando evitar “la salida del cobarde de mierda” que representaba el suicidio a punta de copas. Y aunque las hazañas del “dinking man’s drinking man” son proverbiales y abundantes, preferimos dejarlas de lado, pues ya el propio Zevon decía: “Escribo estas canciones a pesar de ser un borracho, no a causa de ello”.
Ya rehabilitado, sus siguientes discos, "Bad luck streak in dancing school" (1980), el vivo –dedicado a Martin Scorsese– "Standing in the fire" (1981) y "The Envoy" (1982), si bien consiguieron afianzar su lugar de privilegiada estima entre los críticos, vendieron tan poco que la disquera no tuvo otro remedio que rescindirle el contrato. Claro que Zevon, un “mal esposo expuesto a las tentaciones de la ruta”, al enterarse por medio de la prensa de este “despido”, tuvo suficientes motivos para hundirse nuevamente en el alcohol. Recrudecida la intensidad de su vicio, fracturado física, artística y emocionalmente, Zevon estuvo muy cerca de la muerte. Apenas rescatado por su esposa y amigos (Browne, Springsteen, Paul Nelson, etc.), el músico consiguió rehabilitarse una vez más y recuperar su salud y lucidez, ya de forma definitiva.
Higiene sentimental
Enfrentado al reto de regresar al mundo musical, Zevon se armó del conjunto de canciones más sólido de su carrera y, con dosis iguales de sardonismo y delicadas tonadas de amor, recurrió al grupo de rock más moderno de esos días: R.E.M., apuesta doble con todos los enteros ganadores. Soportado por los de Athens, Zevon grabó y lanzó el magistral "Sentimental Hygene" (1987), en el que también aparecían Bob Dylan, Flea, Tony Levin, Don Henley, Brian Setzer y Neil Young, además de sus habituales colaboradores Waddy Wachtel y Jorge Calderón. Un éxito arrollador entre críticos y músicos, y felizmente bien recibido por el público, el disco representaba el retorno triunfal de un enorme músico que parecía jamás haberse ido.
Todavía en la estela de este retorno, y con un equipo aún más estelar tras la incorporación de Chick Corea, David Gilmour, Jerry García y Jorma Kaukonen, Zevon lanzó "Transverse city" (1989), una especie de extravaganza cyberpunk que no terminó de ser comprendida –al menos no por aquellos ajenos a William Gibson– y resultó muy rápidamente “caducada” por el cambio de década y preferencias estilístico-musicales, por lo que el esfuerzo de Zevon volvió a encontrar la frígida respuesta que, desde ningún punto de vista, merecía.
También fruto de sus colaboraciones con R.E.M., y en 1990, Zevon lanzó –bajo el nombre de The Hindu Love Gods– un delicioso disco de reversiones de blues, r&b y viejo rocanrol, además de una irreconocible versión de “Raspberry Beret” de Prince. Un hito absoluto en el segmento de rock moderno/alternativo, este disco “de culto” difícilmente lograría rehabilitar a Zevon, aunque sí permitió un vistazo a su tremenda capacidad musical, registrada acá a lo largo de toda una noche y en una sola toma, jammeando entre copas, clásicos soul y amigos.
Pero lamentablemente confirmando el bajón antes insinuado, tanto "Mr. Bad Example" (1991) como su “unplugged in-situ” "Learning to flinch" (1993) –un guiño a Tom Petty– no consiguieron devolverle a la senda exitosa, y el acabose sobrevino con "Mutineer" (1995), un disco intimista y “dedicado a los fans” que casi nadie escuchó (o compró), lo que significó un nuevo despido en la carrera de Zevon, que veía alejarse el tren del éxito musical una vez más. Y aunque jamás aspiró a la masividad, tampoco consiguió los mimos incondicionales de los críticos (a cinco años de su deceso estamos en condiciones de afirmar que tampoco ha sido “redescubierto póstumamente” como sucedió con Nick Drake, por ejemplo), por mucho que su producción haya mantenido una gran consistencia por tan largo tiempo. Esta sería, por varios años más, una gran deuda pendiente para Zevon.
La vida te va a matar
Warren Zevon era muy duro de matar, eso es seguro. Y aunque le tomó 5 años volver, en 2000 "Life’ll kill ya" fue aplaudida y catalogada como la segunda resurrección del cantante, que regresaba ya envejeciendo, meditando sobre la muerte con toda la ironía que le caracterizaba, y repitiéndole a todo el que hiciera falta que iba a tomar mucho más que un par de discos poco vendidos para sacarlo de circulación.
Sorpresivamente (¿o no?) "My ride’s here" de 2002 recibió críticas mixtas, y se vendió algo menos que su anterior álbum, que tampoco había sido un superventas. Claro que el verdadero impacto del disco fue muy pronto opacado y minimizado por un anuncio completamente distinto, aunque bizarramente no impredecible. A Warren Zevon le habían diagnosticado un terrible cáncer pulmonar, no había qué hacer y le quedaban apenas dos meses de vida. Irónicamente, el anterior disco de Zevon contenía el tema “My shit’s fucked up”, en el que un médico comunicaba a su paciente el estado terminal de su enfermedad; más aún, su reciente "My ride’s here" le mostraba en tapa montando un carro fúnebre, e incluía canciones sobre “cabalgar hacia el más allá”; pero, incluso más extrañamente, el “logo” de Zevon había sido, desde siempre, una calavera con un cigarrillo colgando de su mandíbula y los típicos espejuelos redondos de Warren cubriéndole las órbitas. Todo encajaba, como si Zevon hubiese intuido que le tocaría ser su propio sepulturero.
Accidentalmente como un mártir
Queda, todavía vivo en nuestra memoria, el tremendamente conmovedor momento en que un debilitado pero energético Warren Zevon se presentó por última vez en vivo. En el show de su gran amigo David Letterman, donde había tocado innumerables veces, tanto como invitado como haciendo de “líder sustituto” de la house band del programa, Zevon anunciaba públicamente su enfermedad. “El mismo tipo de cáncer que mató a Steve McQueen”, apuntaba sin perder el humor típicamente suyo. “No ir al médico ni una sola vez en 20 años fue un error táctico, una de esas fobias que no dio resultados” agregó, siempre irónico. “Supongo que ahora sé cuánto se supone que debemos disfrutar cada sándwich”, remató. Su verdadera despedida, también ahí, vino con música. Tres temas “clásicos” suyos y el anunció de un último disco, su epitafio, su testamento. “Nada más espero poder vivir lo suficiente para ver la próxima película de James Bond”. Zevon se despedía del mundo por TV, pero prometía dejar un último mensaje.
"The Wind" (2003), grabado en un estado de inigualable efervescencia creativa, con el apoyo de muchísimos de sus amigos y colaboradores (Jackson Browne, Mike Campbell, T-Bone Burnett, Ry Cooder, Don Henley, Emmylou Harris, Jim Keltner, Tom Petty, Joe Walsh, Bruce Springsteen, Billy Bob Thornton, Dwight Yoakam y hasta su hijo Jordan Zevon), Warren logró el milagro de vivir lo suficiente para ver su publicación, el nacimiento de su nieto y –así es– la próxima película de James Bond (“Die another day”, vaya coincidencia). Peleando contra el tiempo y las molestias de su enfermedad, Zevon lanzó una joya a la altura de lo mejor de su carrera; con canciones delicadamente introspectivas, sin desesperación pero conscientes del inevitablemente cercano final, con toques de amor tierno y las infaltables iluminaciones caústicas. Momentos especialmente conmovedores aguardan en su cover de “Knockin’ on heaven’s doors” (a primera vista algo obvio, facilista y redundante, pero en este caso y contexto un bluff imposiblemente emotivo) o en la despedida de “Keep me in your heart”, a la que la palabra sublime no alcanza para describir, y que cierra un disco pleno de emoción.
La tarde del 7 de septiembre de 2003, un domingo cualquiera, Warren Zevon dormía la siesta cuando falleció. El incansable forajido cumplía su promesa: “Dormiré cuando éste muerto”.
Diez cosas que hacer en Denver cuando estás muerto
A cinco años de su muerte, a pesar de la casi decena de discos póstumos (entre homenajes, recopilaciones y excavaciones arqueológicas), Warren Zevon sigue siendo el ídolo de demasiado pocos. Admirado y versionado por músicos de todos los estilos y extremos, desde Bob Dylan hasta Kid Rock (¡Menuda forma de faltarle al respeto!), pasando por Adam Sandler y los Pixies, suponemos que es un tanto difícil acceder al trabajo y sentidos de Zevon, no exactamente herméticos pero sí trabajosos, aunque les aseguramos que el esfuerzo vale la pena, pues el que lo descubre ya no puede olvidarse de él jamás. Para bien o para mal. Y si hacen falta avales para animarse: ¿Cuántos cantautores pueden jactarse de tener a Bob Dylan entre sus fanáticos?
Un surfista que conoció a Stravinsky y fue criado “narcotizado” por las recetas caceras que su abuela ensayaba para “tranquilizarlo”, con mucha justicia se ha dicho que Warren Zevon es uno de los escritores estadounidenses más interesantes de la segunda mitad del siglo. Así entre sus seguidores contamos a Hunter Thompson, Paul Muldoon, Stephen King o Carl Hiaasen; escritores que supieron apreciar en sus letras un tremendo poder satírico, narrativo y de disección de la contemporánea “decadencia” yanki. Dueño de un humor tremendamente caústico, que le hace un maestro de la sátira escalpélica, sus canciones están llenas de acción y personajes ensamblados en un estilo puramente pulp, dotadas del poder cinematico para construir y resolver una escena (siempre magistral) en un puñado de minutos y con pocos versos. Sus baladas, delicadas pero escritas por un corazón inflamado, o su sempiterno uso de la muerte como un recurso creativo, son otros elementos no menos dignos de mención en la impecable obra de Warren Zevon.
Un auténtico estoico pero, contradictoriamente, también un hedonista incurable, Zevon es el cantautor más “posmoderno” de todos. Escribiendo desde la desesperación (abundante) del hombre de hoy, lanzándose en juegos metamusicales, bromeando con tramas de terror, reclamando la libertad de América, etc. Si Neil Young fue un poeta surrealista retro, Bruce Springsteen el líder populista de las masas urbanas, Bob Dylan el profeta camaleónico e inconformista, Warren Zevon se labró un lugar y un modelo propios, definitivos y trascendentes; suyo es el sitial del “Señor Mal Ejemplo”, el del iluminado al borde del abismo. Ahora, allá donde esté, sólo esperamos pueda disfrutar de su sándwich, que acá nosotros –sándwich o no en mano– tenemos excesivos motivos para el disfrute en su obra.
sábado, octubre 04, 2008
"Airamppo": Chichaventuras de un ociólogo
Aparentemente superado el problema original de nuestro cine gracias al formato digital, uno esperaría –ante mayores cotas de pulcritud técnica alcanzandas vía las escuelas de cine que existen en Bolivia– encontrar a los directores nacionales tomando más riesgos, innovando en la estética y lenguaje del cine nacional. Pero cuando la lobotomizante estupidez de “Día de boda” pretende hacerse pasar por una comedia “de masas” o “PsicoUrbano” quiere hacernos creer que Lynch filma así porque le gusta hacerse al rarito, tendemos a perder las esperanzas muy rápido. “Airamppo”, salvada la payasada de sus autores, que se comparaban con Kusturica o autodenominan “niños terribles del cine nacional”, apenas es la tercera producción nacional (¡En ya 5 años!) que se arriesga con una apuesta de ese tipo. Afortunadamente el lance parece haberles dado frutos.
A medio camino entre la docuficción y el cine suprarrealista, este film se empapa del espíritu etílico de nuestros ritos, pero no intenta epatar con ellos, sino demostrar la intensa convección de la fiesta en nuestra identidad. Presentándonos una Totora cercana, pero exacerbada en su sentido a contramano del devenir histórico –tanto que a momentos transita del realismo mágico al campechanismo celebratorio del ya mencionado cineasta serbio–, el “viaje” de unos sociólogos y artistas (hippies, o mejor jipis) citadinos a un telúrico (sin dobles sentidos) festival, será el pretexto para evocar desde el film aquellas borracheras que son todo un poema sensorial.
Claro que el foco acá no está en los “forasteros” y su epifanía chichera, tampoco en el pueblo como instancia surreal (arrebatada a los campesinos por la civilización propiciada por la tragedia), pero igualmente atrapada entre el mito y el olvido; sino en el festival como una entidad multitemporal y de realidades entrecruzadas –mucho como nuestro abigarrado país– y potenciadas por la bebida, sustrato en el que tanto el jipi como la cholita consiguen comulgar, o el jailón vividor puede mear junto al sufrido y arrepentido trosko. Esa intención es ya suficiente para que valga la pena ver “Airamppo”, olvidando las incoherentes cabriolas de sus egomaniacos directores (sus chodaliscas, etc.)
Pero no hablamos de una película perfecta, ni mucho menos. La puesta en práctica de las ideas arriba descritas dista de ser suficientemente efectiva. Evidenciando aquello, las partes “documentales” quedan mejor paradas que las narrativas o compuestas (“de ficción”); esto muy a causa de las actuaciones, que cuando dejan de ser naturales y se transforman en actuaciones, pierden mucha fuerza y prolijidad. Silverio Moro, interpretado por Carlos Soriano, por ejemplo, llega muchas veces a provocar lástima, pues al imaginar uno la forma en que fue utilizado –vaya uno a saber hasta que punto sabría él cuanto de la farra era “joda” y cuanto actuación– sencillamente se siente cómplice de esa “mala onda”, como también en las intervenciones de un Joel Harvey (el Gringo), demasiado inexpresivas y artificiales hasta para un gringo. No perdamos la oportunidad, sin embargo, de elogiar a la apuesta Carmen Julia Luján, cholita que hace palidecer a la siliconada Misk’isimi de la siempre repulsiva Carla Ortiz.
Pasando ya de las actuaciones a lo argumental, los momentos en los que se trata de crear un ambiente excesivamente místico, o incluso se intenta teorizar sobre el ser nacional y otras cuestiones similarmente trascendentes, la construcción fílmica flaquea mucho más, y resulta así imposible considerar las ridículas apariciones del Tío, de Pilato o de la Clepsidra como aportes armónicos al relato que se está desarrollando desde la banda “documental”. Ahí se puede observar que a los autores todavía les falta experiencia para alcanzar la homogénea contextura autoral de Fellini, por nombrar otra de sus referencias, que les permita unir y traslapar un mundo con el otro, usando los signos de un campo enunciativo en el otro.
Manteniendo desde “Evo Pueblo” el problema de un subtitulado (¿a propósito?) plagado de errores ortográficos, sintácticos, gramaticales, non-sequiturs, malas traducciones, etc., Miguel Valverde mejora aquí tremendamente como cinematógrafo (tarea que también desempeñó en la presidencial biopic dirigida por Tonchy Antezana), demostrando su identidad e impronta al emplear sus recursos –en la mayoría de los casos– con gran musculatura y clarísimas intenciones; pues salvo un par de filtros empleados en momentos innecesarios, los encuadres y el manejo compositivo de la cámara (como instrumento narrativo incluso) está bastante bien logrado, minimizando los lapsos de tedio visual o de delirio “videoartístico”. Lamentablemente no se puede decir lo mismo de la música, que exceptuando el tema principal (“Airamppo”, me imagino), pocas veces conecta y conduce lo que ocurre en la pantalla, enfrentándolo antes que completándolo. Claro que esto se perdona con la -acaso accidental- aparición de Maroyu en el "soundtrack" de una incidental farra.
Con bastantes clichés en los personajes (y algunos de los diálogos), con una deuda Kusturiquesca muchas veces más cercana al crimen que al homenaje, con un final al que convendría recortar unos minutos –en aras de mantener el hermetismo interpretativo y la fuerza narrativa–, con bravatas juveniles que los dejan bastante lejos de alcanzar eso que en los libros leyeron se llama “Teoría del autor”, Miguel Valverde y Alexander Muñoz, co-creadores del film, de entrada consiguen con “Airamppo” algo muy necesario en un cine que antes que referencias estéticas parece tener referencias estáticas. Sin la altisonancia pedante de Bellott y su “llamita”, Valverde y Muñoz articulan un notable ensayo cinematográfico sobre los modos de la cultura mestiza, desarrollando a partir de la fiesta (y con el bálsamo de la chicha como elemento comunicante entre lo real y lo onírico) la interesante idea del borracho como instancia narrativa superior del boliviano. Es más, al ser más genuino su abordaje, más cercanas a su realidad “chola” lo que pretenden presentarnos, no se produce un choque entre su propuesta estética “vanguardista” –en lo que respecta al cine como forma– y sus incursiones estéticas en lo mestizo-popular, alcanzando más bien una envidiable consonancia con el imaginario “cholo”, sin contradecir su riqueza léxica. Así les alcanza para firmar una película estéticamente innovadora, de cine cholo, pero sin caer en el facilismo de “Sena Quina” o la afectada vacuidad de “¿Quién mató a la llamita blanca?”. Ese es un logro mayúsculo que no podemos dejar de resaltar en “Airamppo”.
De cualquier modo, me parece por lo menos gracioso que esta película (acaso la más “interesante” del cine boliviano, en el plano narrativo y estético, en varios años) haya sido defenestrada por los mismos periodistas que usualmente adoran todas las películas nacionales (no se menosprecie el hecho que muchas de sus críticas vienen por los experimentalismos y temáticas aquí presentes), y que han aborrecido públicamente ésta, mientras los críticos (digamos personas con un criterio cinematográfico medianamente formado) la han celebrado con más o menos ambages. ¿Y el público? Me imagino que escasísimo, pues la película no duró ni cinco días en cartelera. Frente a “Airamppo” y su intención de hacer y decir algo distinto tenemos el abrumador éxito de “Día de boda”, o de la misma “Llamita blanca” y su autoindulgencia fallida. Creo que estamos todavía a tiempo de preguntarnos si es que nos podemos seguir permitiendo este tipo de “caprichos burgueses”, o si es que algo extraño está pasando entre nuestros gustos e imperativos canónicos. Mientras esa definición no termine condenándonos a ver eternamente las iteraciones de la genial obra de Rodrigo Ayala Bluske, no tendría que haber problema. Al final, si lo que queremos es chicha, siempre habrá chicha de todo tipo y estilo.
domingo, septiembre 07, 2008
“La Cacería del nazi”: Esta no es una película nacional
Sin desmerecer en absoluto la participación boliviana en una producción internacional (¡Ay el chauvinismo!), que nos arroguemos la copropiedad de un telefilme de estas características es como que los japoneses se crean ahora co-autores de los BMW porque les ponen el motor, o que los chinos subcontratados por la Mattel nacionalicen a la Barbie (sin dobles sentidos por su "tocayo" Klaus). Sin embargo, al margen de toda esa polémica, queda la certeza que “La cacería del nazi” es una película muy endeble, con algunos grandes actores pero actuaciones minúsculas, con abundantes recursos para la producción de campo pero sin suficiente coherencia narrativa, fotografiada con sobriedad y eficiencia exageradas para una película “en pantalla grande” y tristemente esquemática en lo que a la contextualización y desarrollo argumental se refiere. En efecto, desechable y mediana como cualquier película hecha para la tele. Pero, y este es un pero muy grande, sorprendentemente precisa en lo que a la reconstrucción del hecho histórico se refiere.
A pesar de compartir algunos vicios “típicos” de la producción audiovisual nacional, acá los problemas difícilmente son adjudicables a los bolivianos, que en el plano técnico consiguen una admirable uniformidad estética entre las escenas filmadas en Europa y aquellas registradas en Bolivia. Quizás el único problema pueda ser, y esto nuevamente tiene que ser culpa del director, cierto aire naif/exótico en las escenas rodadas en nuestro país, que están a tono con muchas de las referencias fílmicas hechas sobre Latinoamérica desde fuera del continente; sempiterno sesgo que ha resultado muy difícil de erradicar, dado que para ello habría que “re-educar” a varias generaciones de audiencias extranjeras, que tal vez todavía creen que hay pollos correteando por las callejuelas de Quito, La Paz o Monterrey. Proverbiales en ese sentido son las secuencias ambientadas en Lima (La Paz realmente) en las que hasta escuchamos una insidiosa tonadilla de zampoñas, calcada de las que se escucharía en "Scarface" o "Commando". Con esto en mente, y como excusa, producir un telefilme en el que Bolivia apareciese como “realmente” es, podía resultar cuando menos desconcertante para las masivas audiencias de un producto de esta naturaleza.
Respecto a lo narrativo, “La cacería del nazi” presenta un arco más bien chato, en el que los tiempos dramáticos se manejan escasamente (salvo una o dos pequeñas escenas, jamás se crea “suspenso” en el telefime, aunque esto puede someterse a una segunda opinión, tomando en cuenta los cortes publicitarios que existen en la TV), la resolución del conflicto –si bien emotivamente intensa– también deja varios cabos sueltos, persistentes a lo largo de toda la “cinta” (por ejemplo, el embarazo de Beattie Klarsfeld es casi una nota al pie que detectamos apenas por un par de menciones directas, un vientre súbitamente crecido y un bebe apareciendo de pronto en escena), además del pobre desarrollo de personajes, que presenta severas falencias, pues entiendo que los bolivianos hayamos abrazado fácilmente a Gustavo Sánchez como nuestro “héroe” en éste telefilme, pero parece que la intención original de los realizadores fue proponer como protagonistas a los Klarsfeld, que siendo probablemente muy conocidos en Francia, no consideraron necesario “redondear” como personajes, error que hace que en un contexto como el nuestro, terminen bastante opacados; pudiéndose todos los problemas anteriormente señalados atribuirse a una guionización extremadamente leve, si bien pedir ese tipo de “sutilezas” a un telefilme es quizás un exceso.
La presencia de actores bolivianos nos obliga a hablar puntualmente de las actuaciones, que son en general correctas, muy apegadas al mínimo, rozando la transparencia en el caso de Yvan Attal (Serge Klarsfled) y la sobreactuación templada en el de Hanns Zischler (Klaus Barbie); y aunque las actuaciones nacionales no son estrictamente malas, en muchos casos queda en evidencia cierto grado de amateurismo, explicitado en muchos manierismos, impostaciones y tics, que saltan dolorosamente a la vista cuando –por citar un ejemplo– Fernado Arze, el asistente de Klaus Barbie, comparte escena con Zischler, dando por resultado algo similar a lo que sucedería de poner al Wilster a jugar la Champions League, aunque tampoco lo de los europeos es tan excelente como para llamar a la vergüenza. Ah, no olvidemos a Jorge Ortíz, el "hombre totem" del cine nacional, nuestro factotum, que en este caso aparece -como siempre- haciendo de él mismo, pero esta vez en versión "malito".
En fin, una película que se pensó para la tele pero tuvo destino cinematográfico en el país donde fue filmada, “La cacería del nazi” tiene la gran virtud de contar una historia que indudablemente merece ser rescatada, y lo hace con un rigor y apego histórico encomiables. Es en lo “cinematográfico” donde nos encontramos con numerosos escollos y aristas, que nada tienen que ver con la historia en cuestión, sino con las intenciones y capacidades de los guionistas, del director y actores que participan en ella. Con momentos ridículamente improbables (¡Funcionarios públicos contestando en francés!), otros bastante mejor logrados (la captura y expulsión de Barbie), si saltamos la calidad cuasitelenovelesca de algunas de sus partes (y guión), la pésima calidad de proyección, la total falta de modestia con la que se la presentó –vía premier de gala y con la atontada venia de la prensa–, “La cacería del nazi” nos da suficientes motivos para olvidarla pronto, intentando no hablar demasiado mal de ella. No vaya a ser que por eso ahora se les ocurra decir que soy nazi.
miércoles, agosto 27, 2008
Escándalo en la blogósfera
Desde hace unos días sigo el debate más acalorado en la blogósfera boliviana del que he tenido noticia. Todo comenzó cuando Sebastián Molina y su equipo decidieron "crear" un nuevo blog de blogs llamado blogsbolivia.com, paralelo y homónimo al metablog que todos conocemos, blogsbolivia.blogspot.com. Para algunos blogueros, se trató de una flagrante violación a las reglas mínimas de convivencia de la blogósfera. Para otros, se trató solamente de otro emprendimiento de Sebastián Molina.
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Frente a estas críticas, Sebastián Molina y su equipo se han limitado a decir que el dominio les pertenecía desde hace ya más de dos años y a recordar que hubo en el pasado un proyecto de un blogsbolivia conjunto que quedó trunco por falta de acuerdo con los administradores del primer blogsbolivia.
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Si quieren seguir la discusión entera, hagan click aquí.
Si quieren leer la defensa de Sebastián Molina, hagan click aquí.
martes, agosto 12, 2008
Isaac Hayes: Hot Buttered Soul
Pianista extraordinariamente dotado para la conducción rítmica y un compositor sublime, dueño de un imperfectamente sugestivo registro vocal, además de actor y doblajista, con Hayes –figura mayor de la música negra por donde se lo vea, incluso entre los que no le perdonan el haber tenido “algo que ver” con el surgimiento de la música disco– perdemos tras su partida un icono de una época (y una música) en la que, apenas un poco, quisimos acercarnos a esa tierra prometida donde los cayados y los mesías no tienen color. Isaac Hayes ya nos está esperando allí.
miércoles, agosto 06, 2008
Tiempos modernos
El dramaturgo francés Alfred Jarry presenta en su transgresora obra "Ubu Rey" una línea que, además de inspirar a varios movimientos artísticos surgidos a partir de la Patafísica, iba a convertirse en una suerte de llamado a la constante innovación en todo ámbito. No lo habremos demolido todo si no demolemos incluso los escombros, refunfuñaba el siniestro Padre Ubu. De esa forma Jarry planteaba, a finales del siglo XIX, que el único camino a seguir para estar en constante evolución era la destrucción absoluta de lo antes creado.
A pesar de que Jarry creó su obra consagratoria en Paris cuando la Belle Époque estaba en su mejor momento, eso no significa que siempre fue un habitante más de la ciudad de las luces. El padre de la Patafísica provenía de uno de los lugares más olvidados de Francia: Laval, un pequeño pueblo cercano a Normandia que actualmente no sobrepasa los cincuenta mil habitantes y en aquel entonces no era más que un puñado de familias asentadas en una precaria aldea. Aún con la desventaja geográfica, Alfred Jarry logró llevar su genio para explotarlo al máximo en un lugar hambriento por artistas de vanguardia como era la capital francesa en esos años. Esta es una de las abundantes pruebas de que no necesariamente los personajes que cambiarán el curso de la historia o la cultura surgirán de gigantescas urbes, como suele pensarse.
Es así que una de las más grandes innovaciones que iba a experimentar la música antes de ingresar en la década de los ochenta vendría también del lugar menos pensado. Cleveland, Ohio nunca ha sido una potencia a la hora de exportar artistas, aunque la ciudad se enorgullezca en ser la cuna de Jerry Siegel y Joe Shuster, creadores de Superman, Harvey Pekar, padre de la maravillosa serie "American Splendor" y de la cantautora afro americana Tracy Chapman. Es innegable que aparte de los iconos representativos de un condado posiblemente existan otros que se mueven por circuitos menos mainstream y que a la larga lleguen a convertirse en figuras de culto en su propio entorno. Pero sucede también que algunos rezagados suelen ascender hasta lograr establecerse en círculos más amplios, obtienen -aunque usualmente mucho tiempo después- el reconocimiento de propios y extraños, y terminan revolucionando por completo un sitio que hasta entonces era uno más del montón. Pere Ubu es la banda que puede jactarse de haber puesto a Cleveland, y Ohio por igual, en boca de todos y en el mapa cultural.
Pere Ubu es sin lugar a dudas una de las bandas más innovadoras y creativas de los últimos treinta años en la música americana. El uso de un lenguaje cínico, mordaz, insultante y lúcido a la hora de escribir sus canciones, así como también el apropiarse de un gran número de géneros musicales a partir de una base netamente punk, sin olvidarnos de la genialidad del cantante David Thomas -quien utiliza un sinfín de gemidos, gruñidos y gritos como instrumentos vocales- hacen de este grupo uno de los más influyentes en el art rock, o art punk como fueron catalogados después, y por primera vez ganándole a una banda tal título desde la Velvet Underground. Si bien no tienen el mismo reconocimiento que los neoyorkinos, el rol que jugaron los surgidos en Cleveland a finales de los setenta con el lanzamiento en 1978 de The Modern Dance al juntar el ya decadente y moribundo punk con otros elementos y estilos, convirtieron a este disco en una de las piezas fundamentales para el desarrollo sonoro de los ochentas. Como planteaba Jarry en su consagratoria obra, Pere Ubu destruyó lo convencional y expuso su versión de cómo tenía que sonar la nueva década. Sin The Modern Dance probablemente nos hubiéramos quedado sin mucha música salida de lo más profundo del octavo dígito del siglo pasado.
Sin dar lugar a ninguna calma, el disco inicia con un tono bastante agudo, producido por feedback de guitarra para que luego arranque Pere Ubu con toda la potencia que ofrece “Nonalignment Pact”, tema que abre el álbum, y es una de las canciones más recordadas de la banda. El ritmo punk de la batería, un persistente bajo, riffs de guitarra que transportan a los primeros años del rock & roll y un sinfín de sonidos creados con la voz de David Thomas, crean un extraño aura que persistirá a lo largo del LP. Es más, a partir de un comienzo tan violento, los ritmos se van dispersando por varias direcciones y cada vez se tornan más experimentales y poco ortodoxos, introduciendo elementos sonoros que nunca antes habían coqueteado con el punk americano. Y ese es uno de los grandes aportes de Pere Ubu: llevar al plano musical lo que Jarry hizo para en el teatro.
En este caso las coincidencias no son accidentales. La relación entre la banda americana y el dramaturgo francés van más allá del nombre, es decir de compartir el nombre un personaje creado por el escritor. Jarrry se había declarado desde temprana edad en una absoluta rebelión frente a la totalidad de la simpleza y Pere Ubu tomó muy en serio la rebeldía de su alma mater haciendo de cada composición que conforma su primer LP una pieza inigualable, que partiendo de muchas fuentes musicales como el rockabilly, free jazz, punk y algo de sintetizadores sentarían la base para que surja el material de futuros grupos como Sonic Youth o el movimiento No Wave. Además el contenido lírico es sumamente cuidado y la propia construcción de las canciones es, en partes, un homenaje a la centenaria obra "Ubu Rey". Desamores, paranoias, represiónes gubernamentales, angustias y depresión son los temas que recorren "The Modern Dance" con esa característica visión sarcástica, oscura y siniestra que comparte David Thomas, cerebro de la agrupación, con el padre de la Patafísica.
El disco cierra con temas cada vez más abstractos y de una oscura construcción lírica. La influencia de un cocainómano free jazz y vajilla en proceso de destrucción presentan una nueva forma de hacer música. Experimentar con el siempre recordado segmento de "European son" y agregarle improvisaciones de cuerdas y vientos que bordean la locura no hacen más que corroborar la genialidad de una banda que supo utilizar todo el conocimiento adquirido a través de otros grupos para sintetizarlo y así crear unas singulares piezas adelantadas a su tiempo.
Resulta increíble que un solo disco haya hecho tanto en incontables ámbitos, pero por muy irreal que suene, lo hizo. Luego de The Modern Dance surgieron en Ohio grandes bandas de New Wave en los ochentas como The Cars, Devo o The Waitresses y posteriormente la máquina de furia de Trent Reznor llamada Nine Inch Nails. Además el primer trabajo de Pere Ubu sirvió de empujón final al naciente noise y al venidero indie rock. La mezcla entre dos géneros musicales tan antagónicos ayudó a futuras generaciones a sentirse libres de experimentar con los estilos que les plazca por muy dispares que sean. Es más, la influencia de Pere Ubu continúa vigente incluso treinta años después, así como la obra maestra de Jarry sigue siendo tan brillante como lo fue hace ciento doce. Ambos dejaron una huella imborrable partiendo de hacer lo que les parecía sin importar lo que piensen los demás. Los resultados no fueron negativos y los dos por igual dejaron al mundo con una palabra que resumía el asombro que había surgido al presentar sus creaciones: ¡Mierdra!
martes, julio 29, 2008
La sobrina de Julio Barriga
“Ser poeta como una forma que te ofrece/ la vida de no ser en absoluto” escribe Barriga, encontrándose –tal vez– con el Thoreau que decía que “El arte de la vida, de la vida del poeta, es hacer algo sin tener nada que hacer.”, asentando al mismo tiempo el espíritu de éste su poemario, que vuelve incansablemente sobre la idea de la poesía y el lugar del poeta; describiendo el “método” de su escritura y la razón por la que se ha lanzado en este camino: “Un extraño día en Julio/ cuando tan sólo podía volverme loco/ tallando la sonrisa de la felicidad imposible.”. Igualmente rondando la idea del poeta y su “musa solitaria”, Barriga sigue buscando su telos como un ejercicio de soledad (“Solo en la posesión de mi abandono”), y consigue conjugar el silencio de Echazú con su propia y sempiterna soledad, pues ya ambas se han convertido en una sola cosa, la misma y completa expresión poética de un anhelo común: “Roberto, enséñame a existir./ Mi cueva de Platón es distante de la tuya/ tu mueres mientras yo ambulo y peno/ y tu ambulas y penas y yo muero.”
Es, resonando en ésta frecuencia, que podemos encontrarnos al Julio Barriga “punk”. Y como cualquier intento por sugerir la existencia de tradiciones parnasianistas en Bolivia es un mal chiste, podemos entender en Barriga esa actitud “punk” como el uso característico de una estructura poética usualmente esbelta, sobre la que inserta giros y modos plenamente “antipoéticos”. En el enfrentamiento de una poesía “como medio de ambición”, contra lo (malamente) pop o light que se ha escurrido en el arte poético. “Siempre me las he arreglado/ para llevar una vida de mierda: poesía que no labra/ mansiones de la pureza”, dice el mismo Barriga que en algún otro poema admite estar teniendo “mucho rock&roll con la misma camisa”. Versos “siempre huyendo cinco metros/ por delante de las resacas” o la intención inclaudicable por insertar entre sus poemas lo dicho por otros, de acoplarles a los mismos salidas y resoluciones no esperadas y preformadas a partir de ecos populares, su deseo de conectar afanes aforísticos con sentencias de humor frontalmente sugerido, la voluntad de hibridar su poesía con slogans y rimas en las que se juega el sentido antes que la sonoridad, en formas que aspiran a lanzarse contra la poiesis antes que confluir hacia alguna métrica o canon, hacia algún centro formalista, etc.; a Barriga lo tenemos, demasiado a menudo, recitando mientras se pelea con la tecnología, las madrugadas y los códigos. Y todo eso, está clarísimo, lo hace un “poeta punk”.
miércoles, julio 09, 2008
En defensa de César Brie
Carlos Medinacelli (1899-1949)
Todavía me cuesta creer que César Brie, el ayer aplaudido y aclamado director del afamado Teatro de los Andes, uno de los pocos artistas que viven en Chuquisaca reconocidos nacional e internacionalmente, que ha llevado en alto el nombre de nuestro país por el mundo y que era hasta hace no mucho tiempo considerado hijo pródigo de la Ilustre Ciudad[2]; sea hoy atacado, acusado y amenazado de la manera más ruin y procaz.
La razón es por todos conocida: además de escribir algunos artículos en los que denunció el régimen de intolerancia imperante en la Ciudad Blanca, Brie se atrevió a narrar con detalle el atropello ocurrido el 24 de mayo en el documental Humillados y ofendidos junto a Pablo Brie y Javier Horacio Álvarez. Allí mostró, entre otras muchas cosas, que la agresión que sufrieron los campesinos e indígenas chuquisaqueños no fue solamente un acto de violencia política, sino que tuvo un fuerte componente de violencia racial[3] y, quizá más importante aún, señaló la responsabilidad de más de uno de los miembros del Comité Interinstitucional en estos hechos aciagos. Más que ninguna otra cosa, Humillados y ofendidos denunció la actitud de una parte importante de la ciudad que no quiso o no supo repudiar con suficiente fuerza lo sucedido aquél día, ya porque tácitamente apoyó lo ocurrido o bien porque sintió miedo de disentir públicamente en una ciudad donde ya no es posible pensar diferente (de ello da fe, por citar sólo un ejemplo, la golpiza que recibió recientemente el diputado oficialista Wilber Flores).
En palabras de Brie:
[Vi] una multitud enfervorizada y ensañada, agresiones a inermes, miembros del Comité Interinstitucional dirigiendo las personas en el estadio, uno de ellos riéndose mientras ve cómo arrean y golpean a los campesinos. También se escuchan voces defendiendo a los vejados[4].
¿Se le ataca por esto? ¿Es su denuncia una “injusta y desleal actitud (…) contra la población de Sucre”[5]?
La primera acusación contra Brie raya en el cinismo y la ignorancia, pues se le acusa de haber “montado” las escenas de Humillados con el fin de, primero, mostrar a Sucre como una ciudad racista y retrógrada y, segundo, responsabilizar de los hechos a los miembros del Comité Interinstitucional. Baste decir en defensa de César Brie que muchas de las más crudas y reveladoras secuencias de Humillados son tomas completas y que aún exhibidas individualmente o en distinto orden provocarían el mismo repudio e incriminarían a las mismas personas[6] (y si los enemigos de César no están de acuerdo con esto los reto a demostrar lo contrario). Para sus enemigos, las indignantes escenas de palizas y abusos son sólo “teatro oficial”[7]. César Brie no niega que Humillados es su versión de lo ocurrido; frente a ello, sin embargo, sus detractores no han sido capaces de narrar de otra manera la historia del 24 de mayo. Por poner sólo un ejemplo, no han sido capaces de encontrar en las varias grabaciones a los supuestos infiltrados masistas a los que se refieren constantemente, ¿tendremos que pensar que César Brie los borró recurriendo a efectos especiales?
Los acusadores de César Brie lo llaman “enemigo de todos los sucrenses”, cuando éste dice más de una vez en sus textos que hay sucrenses que no son partidarios ni del terror, ni de la violencia ni de la intolerancia, y que el 24 de mayo varios de ellos intentaron defender a los indígenas (“También se escuchan voces defendiendo a los vejados”). Al final de Humillados se escucha el testimonio de un joven que dice que dice “[ellos] no son gente del pueblo (refiriéndose a los agresores), nuestra gente ayer decía “basta”, no humillen a nuestros hermanos campesinos, no humillen al que piensa diferente, no hagan esas barbaridades, esas atrocidades…”
Sostienen sus calumniadores que César Brie está completamente parcializado a favor del MAS. Aunque las inclinaciones políticas del artista son conocidas (y esto no debería ser motivo de condena alguna), él ha sido enfático al sostener que en lo sucedido en Sucre tanto en noviembre como en mayo tiene también responsabilidad el Gobierno. No puede explicarse sino que sostenga que “los errores del gobierno y su escasa vocación democrática han colaborado a popularizar este fascismo”[8] (refiriéndose al clima de intolerancia y agresión reinante en Sucre). Sus detractores fundan sus acusaciones en que Humillados y ofendidos fue transmitido solamente por Televisión Nacional (salvo en Sucre, donde fue censurado), César Brie responde que envió el documental a cuatro televisoras y que sólo ésta accedió a pasarlo.
Los que atacan a César Brie no hacen un esfuerzo por demostrar que lo que dice no es cierto (es, dicen, algo que no vale la pena), prefieren cambiar de tema en lugar de responder a sus denuncias y lo acusan, por ejemplo, de no haber filmado los hechos de noviembre, siendo que el artista se encontraba fuera del país; recurren a la calumnia al afirmar que recibió dinero del MAS, algo que, claro está, no pueden probar; o, lo que es aún más vergonzoso, lo acusan de racista sólo por ser argentino (algo que, dicen, es imperdonable), con lo que demuestran de paso su escaso raciocinio.
Como si esto no fuera suficiente, se acusa a César Brie de inmiscuirse en política siendo extranjero y se lo amenaza con correr la suerte del “peruano Chávez”[9], cuando Humillados y ofendidos es, antes que nada, una denuncia de una flagrante violación a los derechos humanos. No es la primera vez que César Brie hace un trabajo de denuncia, lo había hecho ya en sus obras En un sol amarillo, memorias de un temblor y en Otra vez Marcelo; por ello, no deja de resultar paradójico que sea justo ahora que se recalque su condición de extranjero, haciendo gala, dicho sea de paso, de un chauvinismo y un provincianismo patéticos. A los detractores de César Brie habría que recordarles que también Luis Espinal era extranjero y que lo era también, qué paradoja, el mismísimo Mariscal Antonio José de Sucre.
Concluyendo, los detractores de César Brie no son capaces de seguir una discusión razonada, se entregan fácilmente a la descalificación, al insulto torpe y la calumnia; a diferencia del director del Teatro de los Andes, han perdido su independencia y honestidad intelectual y se han convertido en voceros del establishment; sus argumentos (si puede llamárseles así a esta sarta de retruécanos y difamaciones) carecen de elegancia y de la mínima coherencia. Al intentar ensuciar un nombre que por su trayectoria es difícilmente ensuciable dan un tristísimo espectáculo; su única disculpa podría ser, si tratamos de no pensar mal, que actúan nublados por la furia que dejó noviembre en Sucre.
[1] Becario boliviano en El Colegio de México (http://www.colmex.mx/) donde cursa la licenciatura en Política y Administración Pública. El autor vivió algo menos de dieciocho años en Sucre.
[2] No me voy a referir a Sucre como la Culta Charcas porque “culta” es una adjetivo cada vez menos pertinente para esta ciudad. No es sólo una cuestión de intolerancia política, como bien muestra César Rojas Ríos La ciudad Vagón, los hilos negros de la ciudad blanca, la producción artística e intelectual de Sucre ha ido declinando paulatinamente. Como era de esperarse, Rojas Ríos es un académico detestado en Sucre por su franqueza.
[3] En este punto no estoy de acuerdo con lo sostenido por la redacción de Pulso en su nota titulada “Chuquisaca en su hora crucial: radiografía de la región más polarizada del país”.
[4] César Brie, “Respuesta a los argumentos de Mier”, Correo del sur, 2 de julio de 2008.
[5] Rodolfo Mier Luzio, “Al César…”, Correo del Sur, 4 de julio de 2008.
[6] Es terriblemente absurdo sostener que las imágenes en las que se ve a Fidel Herrera mirando plácidamente la agresión y comprometiéndose a ir a la plaza más tarde (minutos 30 y siguientes) son “montadas”. La locación, la luz y el tipo de filmación son las mismas que las que segundos antes lo muestran caminando junto a la turba.
[7] Rodolfo Mier Luzio, “Teatro oficial”, Correo del Sur, julio de 2008.
[8] César Brie, “Sucre, capital del racismo”, artículo que circuló por Internet.
[9] Mier Luzio, “Al César…”.
domingo, junio 08, 2008
El correcaminos, una guitarra tartamuda y el sonido de la selva
Visionario del uso del riff como alma de la canción, Diddley inició un juego de distorsiones que luego perfeccionó Link Wray, además de elaborar el decálogo del efectismo para los intérpretes en vivo, al jugar (mientras tocaba, claro) con las afinaciones, el feedback, los tonos de las pastillas de su guitarra, etc., o tocando en una sola cuerda toda una canción, manipulando el slide para alcanzar semitonos guturales, o sembrando en el terreno del rap al improvisar alegatos insultivos, espetados y devueltos por sus músicos, sobre una cochambrosa percusión, producida no por su sección rítmica, sino por su guitarra, cual si fuera un tambor. Claramente Jimi Hendrix, Eddie Hazel o Bootsy Collins (bajista él) le deben más de lo que podría pensar.