La sala está oscura. Con una cabellera de cometa incendiado como telón, unos gritos apuñalan las tinieblas. Se sacude la cámara, la vapulea una fuerza superior. No importa la violencia con la que esos brazos se aparten de ella, de la multitud. Hay un imán detrás de esa punzante mirada, de esa amenazante expresión furiosa. Se contorsiona, crepita alrededor de una sombra esquiva, le rechinan los dientes. Es el fuego, el poder del relámpago. Se llama a silencio, no hablará hasta que te hayas callado. Pero el rollo sigue girando, chirriando sobre su metálico eje. Ahora es armonía natural. Cascadas de fulgor verde, una sonrisa. Zumba el tren de la selva, llueven mariposas de moteados colores, sobre un rostro sin tiempo. Es también un animal salvaje al que rodean, con la misma carne que la música, con el clamor danzante sobre la piel caliente. Cortejándola, a la paz volátil, la deja posarse sobre su rostro, se eleva, flota con ella, se desvanece entre sus alas.[1]
Este año fue, de alguna forma, especial. Y entre tantos motivos (o la ausencia de ellos) para celebrar, tuvimos que festejar añejos y ajenos aniversarios para no sentirnos tan vacíos. Así fue que nos aprovechamos de los octogésimos aniversarios de Gil Kane, Miles Davis, Mel Brooks, John Coltrane, Hugh Heffner, Alfredo Di Stefano, mi abuela y Klaus Kinski. Y entre mitos jazzeros, gente muerta y viejitos chochos, encontramos suficiente tiempo para homenajear al grandísimo actor alemán. En un tiempo en el que Marlon Brando se burlaba (con todo derecho) de sujetos como Charlton Heston, que creían que un personaje se construía poniéndose una barba falsa y hablando raro, y los method actors florecían en una cruda e impetuosa juventud, Kinski podría pasar por un desastre natural de proporciones colosales, haciendo parecer todo lo anterior kindergarten, Werner Herzog dixit.
“Mientras una bestia tendría garras, yo nací con talento.”
El 18 de Octubre de 1926, en esos años en los que uno no podía estar seguro si era alemán o polaco, nacía Nikolaus Günther Nakszynski. Criado en la “más abyecta pobreza”, hasta el punto de tener que robar su alimento, a los 16 años, tras haber mantenido relaciones incestuosas con su hermana, era reclutado por el ejército germano. Apenas a los dos días de combate prácticamente arreglaría su captura, pasando el resto de la Segunda Guerra Mundial en un campo de prisioneros, donde descubriría su talento. Tras su liberación se instaló en Munich, rentando un departamento en la casa de los Herzog, mientras trataba de hacerse un nombre en las exigentes tablas europeas.
Tan vistoso dentro como fuera del escenario, el excéntrico e intenso Kinski dejaría una profunda marca en el joven Werner, hijo de su dueño de casa, gracias a los ataques furiosos que lo hacían abrir a golpes un boquete en la pared, para silenciar a sus vecinos, o arrancarse del cuerpo la ropa mal planchada.
Entrenando con demenciales directores como Fritz Kortner, que sabían como aprovechar el potencial descontrol camaleónico de Klaus, éste comenzaría velozmente a transformarse en un mito por derecho propio.
“Saltas el muro de un ghetto para caer en otro ghetto”
A un sujeto que creía ser la reencarnación del genial y maniático virtuoso del violín Níccòlo Paganini, la intensidad dramática del teatro fácilmente le serviría como canal expresivo para su apasionamiento desenfrenado.
En algo más de un lustro Klaus estaba en todos lados. Recitando a Villon (a quien admiraba grandemente), cautivando a Jean Cocteau con una brutal “La Vox Humane”, mediante monólogos, o invocando a Shakespeare, Goethe y Pirandello. Grabó discos de poética, consternó a críticos y público y llegó hasta a recibir ofertas de la Compañía Berlinesa de Bertolt Brecht, que terminaría rechazando. Klaus alcanzaba un reconocimiento que había encontrado sin realmente buscar.
Con la intensidad de un poseso, la energía frenética de Kinski, que al bordear los 30 ya había alcanzado una insospechada madurez, no tardaría en dar el salto al cine.
En algo más de un lustro Klaus estaba en todos lados. Recitando a Villon (a quien admiraba grandemente), cautivando a Jean Cocteau con una brutal “La Vox Humane”, mediante monólogos, o invocando a Shakespeare, Goethe y Pirandello. Grabó discos de poética, consternó a críticos y público y llegó hasta a recibir ofertas de la Compañía Berlinesa de Bertolt Brecht, que terminaría rechazando. Klaus alcanzaba un reconocimiento que había encontrado sin realmente buscar.
Con la intensidad de un poseso, la energía frenética de Kinski, que al bordear los 30 ya había alcanzado una insospechada madurez, no tardaría en dar el salto al cine.
“Puedes llamarlo conciencia, usar mi talento como una prostituta usa su cuerpo: para pagar el precio. Me vendo al precio más alto, exactamente como una prostituta. No hay diferencia.”
Hay algo de magnífico en esto. Kinski había pasado casi una década al borde de la inanición, sobreviviendo como actor teatral freelance y al más romántico estilo bohemio. Pero, para estupor de los puristas, no solamente comenzaría a aceptar propuestas fílmicas, hasta en películas de objetable calidad, sino que daría aún otro arriesgado paso más en este su libertinaje creativo.
Entre el Klaus de sus primeros films, allá a finales de los 40, hasta el que apareciera en películas softcore europeas de ínfima valía, hay al menos un par de constantes. Esa indescriptible expresión facial (capaz de ser “la de un niño y dura al mismo tiempo”, según Jean Cocteau, quién le dedicó un precioso retrato), esa capacidad de transformar el cuerpo, alterar huesos, carne y cartílagos, de doblar la propia voz, de crear un nuevo espacio para invadir con la mirada, pero sobretodo la consciencia de que en este negocio todo es “sólo por el dinero”, se mantuvieron siempre inalterables.
El estatus de figura de culto de Kinski se ha visto reforzado no solamente por su participación en filmes de horror de la Hammer o coproducciones de cine zeta europeo, sino por permitirse el lujo de rechazar ofertas (ruegos incluso) de hombres (y nombres) como Fellini, Visconti, Truffaut, Passolini y Spielberg; solamente por evitar rodajes extensos, a cambio de participar (en el mismo o menor tiempo) en un puñado de trabajos por mucho inferiores, que, hechas las cuentas, le resultarían más jugosos económicamente.
Sin embargo, de entre las más de 170 películas en las que trabajó, se debe rescatar sus interpretaciones de la obra de Edgar Wallace, sus apariciones como secundario de lujo en films de David Lean y Sergio Leone o sus fructíferas colaboraciones con el inefable Jess Franco. Y aunque se pueden desenterrar joyas olvidadas entre sus otras películas (“Little Drummer Girl”, por mencionar alguna) sería un viejo conocido suyo el que le permitiría coronarse como auténtico genio fílmico de resonancia universal.
“Es un patán sin talento.”
El gatillo se amartilla. Estamos extraviados en algún lugar del amazonas peruano, navegando sobre inestables balsas renacentistas, vestidos como auténticos “conquistadores”, a merced del malsano clima. Herzog sentencia “Si te vas, juro que descargo 8 tiros en ti, y dejo la última bala para mi”. Kinski, que amenazaba con huir en su maltrecha embarcación y a través de los rápidos, retorna a su puesto, insulta nuevamente al director, y el rodaje continúa.
El celebérrimo cineasta Werner Herzog, quién cuando niño había compartido casa con Kinski y que al observarlo se había percatado que sería director de cine y dirigiría a ese hombre, no necesita mayor presentación. Co-Creador del Nuevo Cine Alemán, demostró a Klaus que existía alguien capaz de frenarle el carro. La dupla Kinski-Herzog, fundada en un peculiar amor-odio, se constituiría pronto en uno de los tandems creativos más sorprendentes de la historia del cine, logrando sacar lo mejor de cada uno de estos geniales artistas.
Se puede hablar mucho acerca de las (apenas) cinco películas filmadas por el par. Desde la iniciática y consternadoramente sublime “Aguirre : Der Zorn Gottes”, pasando por las no menos fabulosas “Fitzcarraldo”, “Woyzeck” (el mejor Kinski después de Aguirre, en mi opinión; trabajo basado en la obra de Georg Büchner y que el popio Kinski admitía le causó tremendo daño en el alma), “Cobra Verde” y “Nosferatu : Phantom der Nacht”, la desangelada capacidad narrativa de Herzog encontró en Kinski la mejor arcilla para moldear extemófilos personajes, que en la carne de Klaus pasaban de una impostada amenaza discursiva a la más tangible y peligrosa corporeidad. Sin duda alguna sería la pavorosa encarnación del demente Don Lope de Aguirre, personaje que Kinski “recordó” más que interpretó, la que otorgaría el grado de mítico a la fusión de ambos talentos.
La escena en la que un mesmerizante Aguirre mira fijamente a la cámara, chorreando demencia desde los ojos, pero sin que las fiebres tropicales puedan esconder la seducción pecaminosa de ese rostro que ruge: “Yo soy la ira de Dios”, uno no puede menos que creerle, temblando al recordar ridículas barbas postizas y palabreros métodos Stanislavsky.
Este genial binómio se vería roto durante el rodaje de "Cobra Verde", película que el furibundo Kinski abandonó en pleno rodaje, y en la que se dieron intentos de asesinato recíprocos entre director y actor. Accidentadísima filmación en la que los nativos ofrecieron asesinar a Klaus Kinski por cuenta de Herzog, o en la que Kinski emprendió a tiros contra extras y nativos en más de una oportunidad, produciría una película bastante mediana, que selló el final de esta salvaje e improbable unión.
“La dimensión de mis sentimientos es demasiado violenta.”
Ningún ensayo biográfico sobre Klaus Kinski puede estar completo sin tocar la faceta de mujeriego patológico de la que siempre se jactó.
Las páginas de su autobiografía “Todo lo que necesito es amor” están repletas de escandalosas historias sexuales, que involucran desde miembros de su familia cercana hasta herederas de magnates europeos, sus coestrellas y directoras, o peluqueras y esposas de amigos que lo habían invitado a cenar. Pero, muy a pesar de tan jactanciosas revelaciones, Kinski se sentía condenado a la soledad, a la soledad de unos sentimientos tan vastos que le eran imposibles de evadir, que amenazaban con consumirlo por el deseo, deseo infinito, redimible solamente a través del amor, algo que Klaus nunca pudo encontrar.
Casado cuatro veces y padre de cinco hijos (tres de ellos actores) con los que no mantuvo relaciones, Klaus moriría aquejado de la ardiente enfermedad que lo atormentó durante toda su vida.
“La actuación máxima es la autodestrucción.”
Kinski siempre sostuvo que un hombre debía ser juzgado solamente por sus depravaciones, pues a diferencia de las virtudes, estás no pueden ser fingidas. Bajo esta ley Klaus malviviría entre toda suerte de excesos y derroches.
A inicios de los setenta encabezaría un polémico unipersonal, en el que, sobre una reinterpretación suya de los evangelios, afirmaba ser un nuevo Cristo, el Jesús moderno que compartía con los actuales publicanos, con prostitutas y criminales. En otra ocasión destruiría todo su trabajo poético, en un arranque de sinceridad, pues “Las palabras, las palabras no son suficientes. Cuando estás ahí, estás ahí. Con las palabras no lo estás.” Compraría lujosísimos carros sólo para estrellarlos contra una pared tan pronto pudiese, y, poco antes de morir, filmaría y dirigiría su testamento, una relectura descontrolada y divergente sobre la vida de Paganini, aunque, el hombre que lloró al ver por primera vez la obra de Van Gogh, también se cansaría de rechazar premios, por no incluir compensaciones monetarias.
Todo un forajido contemporáneo, Klaus eventualmente también encontraría la muerte prematura de sus admiradísimos poetas malditos.
“No es una elección. No hay un porqué. Mira aquella ave. ¿Por qué vuela a la izquierda? ¿Por qué?”
Durante sus últimos años Kinski había abandonado el cine. Olvidando el frenesí que lo llevó a protagonizar más de una decena de películas al año, se hallaba recluido, trabajando en su autobiografía, entregado al profundo amor que sentía por su hijo menor, Nikolai.
A medio camino entre la consolidación internacional, el reconocimiento de un sector de la crítica a la que Klaus acusaba de afanes autoeróticos pretextados en él (masturbatorios, para ser preciosos), la profunda soledad del Don Juan y el dolor perpetuo del animal enjaulado, Kinski continuaría comparando su trabajo con los terremotos, ambicionando más dinero fácil, despreciando públicamente a Herzog y cultivando un perfil iconoclasta hasta el preciosismo, hasta el final de sus días.
Acaso finalmente liberado, abandonado por los cientos de espíritus que afirmaba habitan en él o consumido por sus abrasadoras pasiones, Kinski moría en 1991, a los 65 años y a causa de un fallo cardiaco.
“Un artículo incluyendo todo lo que dijimos... ¡Eso es más que solamente hablar de alguien! ¡Eso es lo que llaman actor! No puedes escribir en un artículo todo sobre mi.”
No me sorprendería recibir una bofetada. Un homenaje como éste probablemente irritaría al hombre que no dudaba en seducir, toqueteando incluso, a sus entrevistadoras, mientras salían al aire, o que arrojaba de vuelta la torta de cumpleaños que le ofrecían sus anfitriones en esta o aquellas celebración de cumpleaños. Pero el demonio Klaus no ha partido, sigue atrapado en ese “consuelo para lisiados” que para él era el cine.
No pretendo caer en el facilismo sentimentaloide y recomendarles que se deleiten con Kinski, con sus (aquí inencontrables) magistrales actuaciones, con sus colaboraciones con Herzog, con su “Paganini” o leyendo su autobiografía. Pero, de existir tal oportunidad, el magnético talento de Kinski se ocupará del resto.
Rimbaud sugería que para comprobar si un libro es lo suficientemente fuerte hay que probarlo en el océano, el viento y las olas. Si el libro resiste el océano, entonces, y sólo entonces, existe. Quiero creer que con las actuaciones sucede lo mismo. Y que la belleza ancestral, prometeica, atrapada en Kinski resiste (y resistirá) el oleaje del tiempo.
Quizás, además del retrato póstumo que le dedicara Herzog en “Mein Liebster Feinde”, no hay mejor forma de comprender la naturaleza bipolar de Kinski que a través de sus palabras en esta “despedida”, que escribiera años antes de morir:
“Vine a este mundo en la forma de un hombre, pero el sol, las estrellas, el viento, fuego, desiertos, bosques, montañas, cielos, océanos y nubes están atrapados dentro mío. No te entristezcas Nanhoi [su hijo] La verdad es que nunca voy a morir. Pues estaré en todo y te veré en todo, y te protegeré. Soy tu reacción en el agua de un lago en la montaña. Soy tu sombra y la luz que proyecta tu sombra. Soy tu cuento de hadas. Tu sueño. Tus deseos y ansias, soy su cumplimiento. Soy tu hambre y tu sed, tu comida y tu bebida…”
[1] http://www.youtube.com/watch?v=yBDEQe9CjOU
http://www.youtube.com/watch?v=ZNSfiho54rM
Este artículo ha sido publicado en el número de esta semana de "La Ramona", conmemorando el octogésimo aniversario de Klaus Kinski. Parte I , Parte II .