¿Cómo comentar una película que retrata, descarnadamente, el mundo al que perteneces? ¿Es posible mantener la objetividad frente a un relato, tan cercano, que logra hacerse intrusivo? No creo que sea conveniente tratar de alambicar la obra de un cineasta, y no solamente por que personalmente no comulgo con la “Teoría del Autor”; sino por un necesario respeto a la conclusividad inherente a un texto fílmico, concebido como un todo más que como un simple instrumento.
Ergo, contando además con interesantísimos análisis temáticos como el del “Ojo de Vidrio” y hasta una “Perspectiva del Director” hecha pública, considero que un acercamiento personal, desde un nivel ni estrictamente técnico ni tampoco temático, tendría un grado de relevancia más significativo, al aproximarnos a “Lo Más Bonito y Mis Mejores Años”.
Mucho se ha relacionado el abordaje narrativo de Boulocq con la ética del movimiento “Dogma 95”; pero, en rigor, no se puede calificar la película como producto de estos votos. Boulocq elude algunos de los preceptos del manifiesto “Dogma” (¿No es esa la idea?) y se acerca más, en su lenguaje visual, a Wong Kar Wai (en el uso de los colores, tiempos y alientos) y especialmente a Harmony Korine (otro cultor del “Dogma Pro”). Es también posible construir una antecedencia, en el manejo léxico (la visión del director), desde el neorrealismo, la nouvelle vague, el remodernismo, la primera cinematografía boliviana, entre otros. Sin embargo, tan novedosa como resulta para el cine nacional, la propuesta estética (y de lenguaje) de Boulocq es menos perdurable o paradigmática que lo hecho por Bellot en “Dependencia Sexual”, por citar un ejemplo contemporáneo.
La comparación es siempre odiosa, aunque insalvable en un cine que, a pesar de rozar ya la madurez, se sigue construyendo desde sus particularismos (con su respectiva carga de territorialidad). Es en el rubro de las locaciones que Martín Boulocq logra presentar a Cochabamba como una ciudad que, sin ser un personaje, consolida su presencia/encierro permanentemente. Así nos encontramos con una fotografía a veces demasiado próxima, hasta el punto de hacer la ciudad irreconocible, mientras en otros puntos las tomas se cierran sobre paisajes tantas veces transitados que se hacen universales. Ahí le corresponde un gran merito diferenciador a la estética construida por Boulocq, que coopta con tomas de profunda y trabajada irrealidad (especialmente unos portentosos cielos inflamados) el espacio que podría quedar para presentar la urbe cochala como en una instantánea promocional, al estilo postcard turística de Valdivia y su La Paz en “American Visa”.
Pasando al aspecto del muy justamente elogiado sonido; este, junto con la precisa musicalización y el montaje, todos técnicamente perfectos, permiten al director explotar la plasticidad de un lenguaje pleno, tomado desde la imagen, para conducir el flujo narrativo.
Tratando el trabajo actoral, para comprenderlo, lejano de los cánones usuales, debemos referirnos al precepto : “Todo arte es ocultarlo”. Pues, así como no se pinta para anunciar que se ha pintado, aquí los actores no componen los personajes en el sentido clásico, no necesitan darle vida a un ser de papel, sino mantenerse naturales frente a las cámaras, no dejarse llevar por las ganas de sobreactuar, de salirse de ese personaje que habitan desde los instintos, salvo algún ajeno matiz particular, que logran amalgamar sutilmente con la propia conciencia. Luego, esa plausibilidad, inédita en nuestro cine, se sostiene por una historia bien narrada, por un guión minimalista y pulcro; valía que hallamos en el tedioso diálogo con la abuela, en los “puta, huevón…”, en esos prolongados silencios multitudinarios, o en las líneas que pronuncian personajes que bien podrían llamarse Berto, Alejandra, Martín o Javier.
Es quizás esta la mayor virtud de “Lo Más Bonito y Mis Mejores Años”, su valor de inmiscuirse en la vida de cada espectador, construyéndose desde situaciones comunes, en ubicuos emplazamientos, a partir de frases que no dejan de salir de nuestras bocas, sin por ello ser generacionales o datadas. De ahí la particular resonancia del título, de Proustianos ecos. Probablemente el film, con el tiempo, termine pasando de fiel reflejo de la vacuidad existencial actual, común entre la generación que retrata, a ser un testimonial documento de una época y sus contradicciones, contada según un ritmo profundamente humano, y por ello universal. Aunque, como el puente que vuela y permite separarnos del pasado, una nueva identidad fílmica tenga que construirse siempre desde lo pretérito. Es esta memoria, que elude la aproximación de Heráclito, la que permite que el río sea, al recordarse, casi el mismo en una segunda oportunidad. Entonces, tenemos en la opera prima de Boulocq, la mejor usina posible.
Ergo, contando además con interesantísimos análisis temáticos como el del “Ojo de Vidrio” y hasta una “Perspectiva del Director” hecha pública, considero que un acercamiento personal, desde un nivel ni estrictamente técnico ni tampoco temático, tendría un grado de relevancia más significativo, al aproximarnos a “Lo Más Bonito y Mis Mejores Años”.
Mucho se ha relacionado el abordaje narrativo de Boulocq con la ética del movimiento “Dogma 95”; pero, en rigor, no se puede calificar la película como producto de estos votos. Boulocq elude algunos de los preceptos del manifiesto “Dogma” (¿No es esa la idea?) y se acerca más, en su lenguaje visual, a Wong Kar Wai (en el uso de los colores, tiempos y alientos) y especialmente a Harmony Korine (otro cultor del “Dogma Pro”). Es también posible construir una antecedencia, en el manejo léxico (la visión del director), desde el neorrealismo, la nouvelle vague, el remodernismo, la primera cinematografía boliviana, entre otros. Sin embargo, tan novedosa como resulta para el cine nacional, la propuesta estética (y de lenguaje) de Boulocq es menos perdurable o paradigmática que lo hecho por Bellot en “Dependencia Sexual”, por citar un ejemplo contemporáneo.
La comparación es siempre odiosa, aunque insalvable en un cine que, a pesar de rozar ya la madurez, se sigue construyendo desde sus particularismos (con su respectiva carga de territorialidad). Es en el rubro de las locaciones que Martín Boulocq logra presentar a Cochabamba como una ciudad que, sin ser un personaje, consolida su presencia/encierro permanentemente. Así nos encontramos con una fotografía a veces demasiado próxima, hasta el punto de hacer la ciudad irreconocible, mientras en otros puntos las tomas se cierran sobre paisajes tantas veces transitados que se hacen universales. Ahí le corresponde un gran merito diferenciador a la estética construida por Boulocq, que coopta con tomas de profunda y trabajada irrealidad (especialmente unos portentosos cielos inflamados) el espacio que podría quedar para presentar la urbe cochala como en una instantánea promocional, al estilo postcard turística de Valdivia y su La Paz en “American Visa”.
Pasando al aspecto del muy justamente elogiado sonido; este, junto con la precisa musicalización y el montaje, todos técnicamente perfectos, permiten al director explotar la plasticidad de un lenguaje pleno, tomado desde la imagen, para conducir el flujo narrativo.
Tratando el trabajo actoral, para comprenderlo, lejano de los cánones usuales, debemos referirnos al precepto : “Todo arte es ocultarlo”. Pues, así como no se pinta para anunciar que se ha pintado, aquí los actores no componen los personajes en el sentido clásico, no necesitan darle vida a un ser de papel, sino mantenerse naturales frente a las cámaras, no dejarse llevar por las ganas de sobreactuar, de salirse de ese personaje que habitan desde los instintos, salvo algún ajeno matiz particular, que logran amalgamar sutilmente con la propia conciencia. Luego, esa plausibilidad, inédita en nuestro cine, se sostiene por una historia bien narrada, por un guión minimalista y pulcro; valía que hallamos en el tedioso diálogo con la abuela, en los “puta, huevón…”, en esos prolongados silencios multitudinarios, o en las líneas que pronuncian personajes que bien podrían llamarse Berto, Alejandra, Martín o Javier.
Es quizás esta la mayor virtud de “Lo Más Bonito y Mis Mejores Años”, su valor de inmiscuirse en la vida de cada espectador, construyéndose desde situaciones comunes, en ubicuos emplazamientos, a partir de frases que no dejan de salir de nuestras bocas, sin por ello ser generacionales o datadas. De ahí la particular resonancia del título, de Proustianos ecos. Probablemente el film, con el tiempo, termine pasando de fiel reflejo de la vacuidad existencial actual, común entre la generación que retrata, a ser un testimonial documento de una época y sus contradicciones, contada según un ritmo profundamente humano, y por ello universal. Aunque, como el puente que vuela y permite separarnos del pasado, una nueva identidad fílmica tenga que construirse siempre desde lo pretérito. Es esta memoria, que elude la aproximación de Heráclito, la que permite que el río sea, al recordarse, casi el mismo en una segunda oportunidad. Entonces, tenemos en la opera prima de Boulocq, la mejor usina posible.
(Una versión corta de este artículo fue publicada en el semanario "La Época" del Domingo 6 de Agosto de 2006)