Hace algunos días, y debo confesar que no sin cierta sorpresa, me enteré que próximamente tendría lugar en nuestra ciudad una representación de la mítica opera rock “Jesus Christ Superstar”. Inmediatamente me decidí a asistir, puesto que raramente se encuentran en Cochabamba manifestaciones culturales de este tipo, de hecho es probable que lo más cercano a una ópera (con todas las letras y como manda la ley, en la vena de Wagner o Verdi) que haya visto esta ciudad sea precisamente esta puesta en escena, llevada a cabo los pasados días 9 y 10 de Abril, en la antesala de la “Semana Santa” católica.
Se hace necesario introducir brevemente la obra y su contexto, pues “Jesus Christ Superstar” no solamente se trata de la primera y más importante obra musical que pretende conjuntar la expresión operística con la estética y la música popular contemporánea (en este caso el rock de raíces ‘hippies’ algo más distendidas a finales de la década de los sesenta), sino que es junto a “Godspell”, por su naturaleza y temática religiosa enfocada desde una visión cuando menos polémica y abiertamente revisionista de la figura de Jesús, la única, más auténtica y valiente expresión de la fe cristiana a través del prisma de conciencias que se desarrolló en el llamado “Verano del Amor” y fue de alguna forma cultivado por la cultura hippie. Como ya deben saber fue escrita y musicalizada por el duo Andrew Lloyd Webber y Tim Rice (de Cats y Evita fame).
Entonces el abordaje de este relectura de los últimos días de la vida de Jesús se trata innegablemente de una gran responsabilidad, y existen algunos antecedentes no tan memorables, especialmente en el caso de oscuras y excesivamente chapuceras experiencias locales (amateurs y no tanto) que intentaron recrear la obra por medio de “playbacks” y tristes pantomimas o sin demasiado talento o presupuesto. Sin embargo lo más cercano a un intento serio fue una recreación llevada al video por estudiantes de la UMSS (lo supongo puesto que cada año, hace unos 10 años atrás, la pasaban en Semana Santa en la Televisora Universitaria exclusivamente), aunque no corresponde preguntarse cuan bien (o no) estaba aquella experiencia, que además muy vagamente recuerdo.
Haciendo a un lado cualquier reticencia o prejuicio cabe hacer notar que la versión a presentarse es (naturalmente) la española, que originalmente tomó bastantes elementos de la película – dirigida por Norman Jewison (de "Fieddle on The Roof" fame) que ya había pasado una ligera etapa de censura respecto al musical original – y sufrió a su vez una transformación significativa en su “adaptación” en el contexto de una España aún embebida en el franquismo. De hecho, algunos comentaristas sugieren que la versión de Azpillicueta es ya aceptable por el catolicismo, a diferencia de la original de Lloyd Webber y Rice, de la que se alejan un poco más en cada “re – adaptación” de algunas de sus polémicas intenciones originales, hasta el punto de que una obra tan profundamente anti cristiana, como esta solía serlo, haya terminado siendo escenificada en pleno Vaticano, ironías caprichosas de la Historia.
Bueno, si algo se hacía claro era que la presente experiencia iba a ser distinta puesto que la propia publicidad, bastante ambiciosa, la distanciaba de cualquier intento anterior, háblese de este tipo de obra en particular o cualquier otra no tan similar. Aunque parece que buena parte del elenco se mueve en el ámbito de la escena musical local debo confesar que me resultan completos desconocidos (aún después de haber visto la obra), aunque esto no desmerece en absoluto el talento y gran dedicación que le puso este equipo. Pasemos ahora a hablar de la puesta en escena en cuestión.
Asistí el día domingo a la segunda función de la noche (me sorprenden las agallas de los artistas para realizar una obra tan vocalmente demandante en dos ocasiones consecutivas), el teatro estaba realmente abarrotado y al parecer la función anterior había estado todavía más concurrida. Nuestro teatro es bastante pequeño así que la obra terminó siendo representada en un ambiente de extraña cercanía, casi familiar. Un apunte desagradable, y para quien no lo sepa, en nuestra ciudad se acostumbra llevar una profusión de comida a los espectáculos públicos (desde inocentes pipocas hasta trancapechos pestilentes a cebolla, pasando por dulces y gaseosas de todo tipo), pero resulta que esto puede pasar en un cine donde todo el interés está en la acción registrada en los reels, pero en el teatro – como marcó Cesar Brie en alguna ocasión– los actores que están ahí delante nuestro son de carne y hueso y pueden oler ese sándwich o escuchar ese estampido al abrir la coca cola, entonces queda la recomendación de evitar repetir esta actitudes.
Amén de cualquier otra consideración mi interés se centró completamente en la obra. El escenario tuvo que ser compartido por la orquesta, el coro, la banda de rock y la escenografía, quedándole más bien poco espacio a los actores, dificultad que no hicieron notar en absoluto; es una lástima que nuestro teatro no tenga un foso o luneta para acomodar a los músicos como corresponde. A pesar de todo, el trabajo de ambientación escénica fue un ejemplo de eficiencia ante una economía de recursos tan estrecha, pues se redujo a un proyector multimedia (a momentos subutilizado) más algunos props y sobretodo a un muy cuidado vestuario (aplausos a la vestimenta militar de Poncio Pilatos, entre otros).
El espectáculo comenzó rompiendo un breve silencio matizado por esa siseante tonada semítica que abre las partituras, iluminando la oscuridad silente con una portentosa orquesta encarando la obertura, en una muy lograda compenetración con la banda de rock (de ahora en adelante simplemente banda), con gran maestría y brío. La fuerza de esta entrada se enfatizó con una selección de imágenes (proyectadas sobre la orquesta) de escenas de la pasión. Un gran inicio para arrancar la obra por todo lo alto. A continuación vino la “Canción de Judas” que un poco por las dificultades técnicas y otro por la necesaria agudización del oído para acomodarlo a las evoluciones vocales de los interpretes, no puede comprender líricamente tanto de los textos como hubiese querido. Sin embargo a todas luces se evidenciaba que los artistas podrían solventar el gran peso que conllevaban los papeles (particularmente el de Judas, que tendrá una mención especial más adelante), además que no se había escatimado esfuerzos en el vestuario y en los arreglos musicales (no solamente estuvieron justos, sino impecables, como ya se dijo). Las últimas dubitaciones comenzaron a disiparse y a ser remplazadas por franco optimismo.
Hablando de la música, las bases empleadas son las del musical español, que difiere levemente del original (más allá de los textos) primordialmente en algún momento de la banda, donde se escapa un acorde distinto al que se podría esperar conociendo el musical original, pero este aspecto no tiene efecto alguno sobre la suite maravillosamente lograda por Augusto Guzmán (cuya meritoria tarea en la conducción otorgó categoría y profesionalismo a la musicalización), de hecho, debo hacer notar que fue precisamente él quien me introdujo a la obra mostrándonos el video de la película original cuando estuvo de profesor de música hace algunos años en un colegio de nuestra ciudad.
Otra pequeña cuestión musical que hallé algo incomoda fueron los “acentos cumbieros” que se dejaban escuchar en alguna intervención organística. Es una lastima, y esto no es culpa ni de la orquesta ni de la banda, que se asocie tan fuertemente la música “tropi bailable” con los órganos eléctricos; y que no existan moogs o mellotrons disponibles en Cochabamba para reproducir el sonido “real, original” de la obra. Pero se trata de nimiedades sin importancia.
Ciertamente la banda pareció formar una unidad con la orquesta, sin romper esa armonía lograda al afinar sus instrumentos de acuerdo a los de la orquesta, un verdadero acto de coraje. No solamente requiere de suficiente práctica conjunta, si no también de una decisión consciente el cederle protagonismo a la orquesta, y adoptar un perfil bajo en las interpretaciones, alejado de efectismos o solos virtuosos aún cuando estos aparecen de cuando en cuando; es necesario, entonces, reconocer el aporte importantísimo de la banda como parte del equipo y no protagonistas en sentido estricto.
Revisando las interpretaciones es necesario felicitar a todo el elenco, cuya participación rayó en un muy parejo nivel de solvencia. Pero es justo mencionar a dos sobresalientes, el primero Judas, papel principal de la obra y que demanda mucha entrega de parte del artista que va a interpretarlo. En este caso el papel estuvo a cargo de Ruslan Montaño quién demostró tener las aptitudes actorales y vocales necesarias para solventar el papel, llegando a opacar a sus compañeros de elenco (el propio público ovacionó mucho más a él que a Jesús o cualquier otro). Y es que el papel de Judas tiene el listón muy alto, considerando que además de grandes representaciones precedentes, le roba el foco a Jesús, por cuanto el narrador de la historia es precisamente Judas. Afortunadamente, y gracias al talentoso aporte de Montaño, pudimos contar con un gran Judas.
El otro destacado le corresponde a Herodes, lamentablemente no consta en ningún lugar el nombre de este talentoso joven actor, quién a pesar de tener un brevísimo secundario, demostró sus condiciones interpretativas, uniendo su voz claramente dotada con un dominio del escenario cercano al histrionismo, superando aún al musical original (en la versión fílmica un soso y rollizo Herodes montaba un precario espectáculo de vodevil) y dejando claro que detrás de esa forzada (comiquísima diría yo) pose afeminada adoptada para representar el papel, hay un gran talento que podría haber asumido hasta algún protagónico.
No puedo dejar de mencionar a una sobresaliente Magdalena (Carol Arispe) que probó sus buenas artes como cantante y aportó una acertadísima y justa personificación del otro protagónico, además de Jesús (naturalmente un papel complejo, aunque en este caso, y muy a tono con la línea rectora de la puesta en escena, Marco Antonio Veizaga se inclinó por el minimalismo antes que el preciosismo en su abordaje del papel), Pilato y Caifás que cumplieron sobradamente las expectativas puestas sobre ellos por sus propios roles.
Sigamos con la obra en sí. No se le puede reprochar nada a la puesta en escena, aunque yo hubiese tomado algunos riesgos más, decantándome por arreglos más experimentales (cuerdas más enfáticas, vientos envolventes y una percusión intrusivamente telúrica, mutando sonidos con textos y quizás hasta incorporando instrumentación nativa boliviana), un uso más experimental de la escenografía y el montaje (incorporando sonidos y proyecciones, como se animaron a hacer en la flagelación, no necesariamente como “efectos especiales”) e inclusive readaptando , modernizando si se quiere, la estética de la obra (como ya se hace en varias partes del mundo, considerando que mantener la estilística ‘hippie’ o setentófila es ya de por sí un homenaje, más que un intento por retomar el afán contemporaneizador – anacrónico original de la obra). Sin embargo tales excesos podrían haber distraído esfuerzos de la concreción de una obra tan prolija y sólida, como se hizo. Pero siempre queda la posibilidad de ir mejorando estos aspectos en futuras oportunidades, que dado el éxito de la obra, estoy seguro serán numerosas.
El desarrollo del musical mantuvo siempre un nivel de interés – ritmo, constante y muy bien ajustado, sin dejar que el intermedio disminuya la carga emotiva o el grado de conexión con el público. No sé si fue motivo de las imposiciones temporales de la obra misma pero me pareció que la segunda parte estuvo un tanto más apretada de tiempo y obligo a traslapar algunas de las canciones y escenas, en una suerte de “enganchados” a ritmo frenético, pero esto no puede considerarse ni de lejos un problema.
Otro pequeño apunte se lo dedico al cuerpo de danza, que en algún momento me pareció absolutamente prescindible (rompiendo el intimismo de “Es más que amor”) o hasta cargosos en su afán por “robarse los reflectores”, pero se trata de una cuestión de gusto personal.
Algunos aciertos pasaron por el montaje tributario a Da Vinci de “La Última Cena”, la evasión del uso de “efectos especiales” en “El Arresto” o “Muerte de Judas”, la “Canción de Herodes” y su gusto a varieté de café concert chic, “La Flagelación” y esos flashes desorientadores tirados a la vanguardia, “El Templo” y esas escenas en las que Jesús parece sobrecogido por los leprosos o “Getsemaní” con el bucolismo propio de una canción de plañidera. Me quedo corto con las menciones positivas, ya que desde la obertura hasta el final de la obra (que no se decantó ni por el facilismo religioso ni por el apego total al musical, en una salomónica decisión) rayó en un nivel de “primera división” (cuando la mayoría de nuestros espectáculos jugarían en categorías amateurs, si se me permite la analogía futbolera). Solamente tengo una pequeña duda, ¿Por qué no apareció Jesús en “Superstar”? Si no me equivoco esta aparición es fundamental para comprender el sentido total de este tema (es una pena que ya en la versión española le hayan “cercenado” la letra tanto a esta esencial canción) pero creo que esta muy lograda interpretación pudo haberse redondeado con tal aparición, más que significativa en el contexto.
Y así el la opera rock llegó a su final. Las caras de contento, aplausos y ovaciones generalizadas premiaron al elenco y a los directores en una noche por muchas razones memorable. Imagino que la presentación contó con “casa llena” en sus dos otras funciones, además de recibir cuantiosos pedidos de un más que requerido “bis”, nada de esto se sale del marco de lo merecido por este gran grupo humano y su entrega y compromiso totales, de cara a sacar adelante una obra de esta naturaleza en nuestra ciudad.
Cerrando ya el presente comentario no queda más que reiterar unas felicitaciones muy merecidas a este elenco que se atrevió a lograr una meta bastante complicada, considerando las limitaciones inherentes al quehacer artístico (y particularmente operístico) en nuestro medio, y lo hicieron con resultado más que admirables, sorprendiendo a propios y extraños con un espectáculo a caballo entre un concierto y una obra de teatro. Si bien los textos “políticamente correctos” transformaron esta obra, profundamente crítica del cristianismo en su origen, en una empresa cuasi dogmática; no se puede achacar esta falencia al grupo que ahora la puso en escena, sino a la primera adaptación al español sobre la que se trabajo la misma. Por otra parte, la música (la banda ‘rockera’ “A Pie” y la “Camerata Concertante” dirigida por Augusto Guzmán), las actuaciones (todo el elenco completo, desde los protagónicos a los que no tuvieron ni una línea), coros (Coro “Vox Temporis” también dirigido por Guzmán) y demás artistas involucrados, estuvieron formidables en cada uno de sus papeles, algunos simplemente cumpliendo con los requisitos mínimos pero con solvencia, otros dejando un gusto a talento y empeño, pero todos con una calificación general de sobresaliente.
Tristemente no puedo recomendarles que asistan a la obra, ya que solamente fue presentada en dos jornadas (los días 9 y 10 de Abril) y a función doble; pero puedo hacer llegar la petición de una nueva temporada de presentaciones a los hermanos Arispe, Carol y Gonzalo, ‘ideólogos’ y gestores de este proyecto, cuya labor más que meritoria no puedo cansarme de felicitar y aplaudir, uniéndome al caudal de elogios que deben ya haber recibido, y sin olvidar que esta puede ser tan solo la primera de una futura y mejor (si cabe) representación, pues como se trataba de una primera experiencia (nada que ver con una novatada, todo lo contrario) hay quién sugiere que “matando se aprende”, yo acoto que si los “balazos” van a ser de este calibre y factura, pues que nunca dejen de tirar a matar.